“¿Qué verá este sol que va a nacer, alguna vez aprenderemos
a no hacer preguntas inútiles, pero mientras llega ese tiempo
aprovechemos para preguntarnos, ¿Qué verá este sol que va a nacer?”.
José Saramago, El evangelio según Jesucristo
¨Por qué nos hemos quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos
a saber la razón, Quieres que te diga lo que estoy
pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que
estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven¨.
José Saramago, Ensayo sobre la ceguera
El planeta está experimentando un cataclismo inesperado de interacción de las eras epidemiológicas. Las sociedades con mayores niveles de bienestar habían venido transitando hacia una creciente esperanza de vida, de la mano del predominio de las enfermedades crónicas y degenerativas. Por otra parte, los países más pobres y con sistemas de salud más débiles enfrentaban una transición epidemiológica polarizada, con más presencia de enfermedades transmisibles en perjuicio de los más pobres. Pero hoy, las eras epidemiológicas interactúan, cual placas tectónicas de este cataclismo a escala planetaria, que acontece en países ricos, de mediano desarrollo y pobres, bajo el azote de un virus que diezma a la humanidad y que, hasta ahora, se refocila en las personas de edad más avanzada, especialmente en los que sufren enfermedades crónicas y degenerativas.
Paradoja de la globalización, su epicentro ocurrió en uno de los incontables intersticios del mundo en que conviven las lógicas contradictorias de lo local y de lo global. En este caso, lo hacían en una fricción que ha resultado letal: un mercado de animales vivos, junto a animales muertos y verduras, dentro de una moderna ciudad china, pletórica de extravagantes y ricos edificios modernos, de autopistas y raudos transportes terrestres y aéreos, que la conectan con China y el mundo. Nos viene entonces a la mente la pertinencia del término glocalización, que acuñó el filósofo italiano Marramao para designar fenómenos donde confluyen lo global y lo local, debido a su estrecha interdependencia: en esa fricción entre tradición y uniformidad global, el virus de un murciélago saltó las barreras de la uniformización técnico-económica y financiero-mercantil de Wuhan y se proyectó, voraz, a escala planetaria.
Al igual que otros graves fenómenos como el calentamiento global, esta tenaza glocalizada del virus debe ser enfrentada, en último término, por Estados nacionales cuyas agencias y organismos han sido expropiados de parte sustancial de su poder y capacidad de acción y control por fuerzas supranacionales globales y extraterritoriales; se enfrentan déficits de poder y de capacidad coactiva ante fuerzas emancipadas del control político. En los términos del visionario Zygmunt Bauman, por ello los países, las asociaciones de países como la Unión Europea, las entidades territoriales, y las ciudades pueden constituirse en “vertederos de problemas y de retos generados en el plano global¨ cuando ellos, por su origen, lejos están de poder ser encarados con los instrumentos políticos de que se dispone. Es decir, cuando se trata de buscar soluciones locales o parciales a problemas que se generan en el ámbito global, como puede ser el caso de algunos asuntos ambientales como la contaminación del aire y la provisión de agua limpia. Y hoy, ante las pandemias. Estas complejas constelaciones parecen poner sobre el tapete la necesidad de reunir nuevamente el poder y la política, lo cual en un mundo global significa “la formidable tarea de elevar el nivel de la política y de la importancia de sus decisiones a cotas completamente nuevas, para las que no existen precedentes”.
Como ahonda Beck (experto en la conceptualización de riesgos globales) el cambio climático y la destrucción del medio ambiente, los problemas alimentarios, los riesgos financieros globales, las migraciones, las consecuencias que acarrearán las innovaciones genéticas, nanotecnológicas y robóticas y las pandemias, cuestionan las bases en que se ha basado la convivencia. El Estado nacional ya no es el creador de un marco de referencia que abarque y contenga los significantes fundamentales y las respuestas políticas pertinentes. Las transformaciones históricas de la globalización reciente han diluido la distinción entre lo nacional y lo internacional, dentro de un espacio de poder aún confuso, que podría denominarse “política mundial interna.” Tal metapoder implicaría una nueva negociación de lo nacional y lo internacional, que se replantee tanto la concepción tradicional de las fronteras de los estados nacionales, sino también el papel de la economía mundial y del Estado, de los movimientos de la sociedad civil que actúan de manera transnacional, de las organizaciones supranacionales, y de los gobiernos y sociedades nacionales. En las últimas décadas, y en estas confusas circunstancias, las respuestas políticas carenciales ante un mundo sometido a magnas transformaciones radicales han abierto espacio al populismo y al chovinismo.
Por la naturaleza específica de las pandemias, debe analizarse el tinglado de las políticas pertinentes, y las restricciones y desafíos que ellas enfrentan. En primer término, establecer el carácter singular y excepcional de la salud como un bien sui géneris, tanto por su valor intrínseco como instrumental: la salud es crítica, porque afecta el bienestar de las personas y es un prerrequisito básico para lo que Sen denomina ¨capacidad de agencia¨; es decir, la capacidad de las personas para realizar proyectos y lograr objetivos alternativos en la vida que ellas valoren. Por ello las desigualdades en este ámbito afectan las libertades y oportunidades fundamentales de las personas y debe aspirarse a que la distribución de este bien sea menos inequitativa que la del ingreso general y de la que haría el mercado en función del ingreso (Anand). La asignación económica debe dar una atención apropiada al rol de la salud en la vida y la libertad humanas (Sen). Debido a la masiva mortalidad y morbilidad propias de las epidemias y pandemias, las políticas preventivas, de mitigación, curativas, y de rehabilitación deben tener como diana una protección de la salud de carácter universal y solidario.
Los singulares Estados de bienestar en el mundo no se han creado ni transformado de manera lineal. La vasta literatura contemporánea sobre su genealogía y transformaciones a lo largo del tiempo en varias latitudes permite también conocer la relevancia que han tenido las enfermedades infecciosas en su configuración. Por ejemplo, el papel que cumplió tempranamente el cólera en el desarrollo del sistema de salud en Alemania. Dorothy Porter señala que el cólera actuó como catalizador y vehículo de cambio; no creó revoluciones sociales ni sistemas de salud pública, pero hizo caer el laissez-faire sanitario que primaba en Hamburgo en 1892, y contribuyó a la transición histórica hacia la sociedad industrial. Desde entonces, un sinnúmero de condiciones políticas y económicas han obstaculizado o posibilitado un mayor avance de la solidaridad y de la universalidad de la protección social, que ha requerido de complejas alianzas y coaliciones políticas.
Ciento veintiocho años después, en 2020, la pandemia del coronavirus está haciendo saltar por los aires visiones, paradigmas, certidumbres ideológicas, o bien ficciones creadas por un amplio espectro de poderosos grupos de interés en el campo sanitario. Este virus, por ejemplo, revela violentamente la urgencia de superar la visión de silos entre salud humana, especies agrícolas de valor económico y especies de vida salvaje (Mc Namara, Tracey S.). Pero, por encima de todo, hace estallar el dictum neoliberal acerca de cómo los sistemas de protección social de salud (y de pensiones) deben someterse a la racionalidad del lucro.
Como enunció señeramente Arrow, la variedad de riesgos en el mundo es asombrosa y la capacidad del mercado para cubrirlos muy limitada, debido precisamente a la prevalencia de la incertidumbre y la orientación al lucro. Como bien lo planteó Titmus, el altruismo puede desempeñar un papel crucial en cuanto a velar por las necesidades de otros y no solo por las propias. Pero la magnitud de los riesgos, su carácter impredecible y el sentido intertemporal del aseguramiento van más allá de esto, al proveer un fundamento material, objetivo e incluso instrumental en términos individuales, para la necesidad de compartir riesgos y la aspiración a la reciprocidad, aun para las personas de altos ingresos. En el caso de la salud, los seguros obligatorios no guiados por el lucro y financiados con contribuciones o impuestos (aun cuando puedan estar en manos de aseguradores privados) por su naturaleza operan con una lógica distinta a la del seguro privado, al incluir y retener personas de bajo riesgo, no discriminar a las de alto riesgo, y permitir una diferenciación de riesgos estable. La incertidumbre de los riesgos de salud, derivada del momento en que se necesita una atención, sus costos y su duración, provee, por su parte, un fundamento firme para argumentar por la solidaridad, ya que incluso los sectores de buenos ingresos pueden enfrentar gastos catastróficos. Por tanto, en la fragilidad compartida de la naturaleza humana hay un fundamento para la universalidad y la solidaridad del aseguramiento en salud (Sojo).
Como subraya Branco Milanovic, en el siglo XX la desigualdad no se redujo por sí sola, o por políticas certeras; antes bien, su reducción fue el colofón de procesos que ella había contribuido a generar, tales como guerras, conflictos sociales, y revoluciones. No en vano el Informe Beveridge, que influyó posteriormente en la consolidación de los Estados de bienestar financiados con recursos fiscales, fue difundido por la radio BBC en la Europa ocupada y en los Estados Unidos, escuchado en las trincheras y en las industrias que suplían municiones, transformándose en un “importante testamento internacional, no tanto por lo que efectivamente hizo por Gran Bretaña, sino por lo que dijo que podía ser hecho por los gobiernos del mundo desarrollado” (Abel-Smith).
Guerras, conflictos sociales, y revoluciones también han emergido amenazantes en el presente siglo, en parte debido a que las políticas expresamente destinadas a reducir la desigualdad no han sido vigorosas, en un mundo incierto, y sumido en una concentración obscena de los ingresos. No obstante, por la magnitud de sus efectos, el coronavirus es un parteaguas: por ello postulo que el coronavirus en el siglo XXI puede ser el elemento catalizador de una mayor igualdad, con la seguridad de exponerse, en caso contrario, a que la humanidad se destruya en una creciente barbarie y se sume en la destrucción ambiental, como esboza Cormac McCarthy, en su apocalíptica novela La carretera.
Ciertamente el corona virus azota con mayor virulencia a los más desprotegidos. Qué valle de lágrimas la existencia de los sirios refugiados, hacinados en campamentos casi sin agua, o de aquellos que deambulan hambrientos y enfermos por los escombros de las ciudades de su país y que ahora, como si fuera poco, deben enfrentar también una pandemia. Pero el corona virus puede segar también la vida de los hiper ricos y de los sectores acomodados de la tierra.
Mientras no existan medicamentos y vacunas específicos a precios asequibles, el surgimiento de esta nueva era epidemiológica maldita crea una destrucción económica, de inversión, y de empleo de una magnitud ignota. La enfermedad y la muerte acechan; el confinamiento es indispensable, e imprevisible su duración y sus ritmos. Proliferan en el mundo sistemas de salud perplejos y sin dotación de equipos, incluso para proteger a la primera línea hospitalaria y menos para brindar ventiladores y otras atenciones indispensables a los pacientes graves. La economía real mundial está sumida en un shutdown de incierto desenlace; los ciudadanos del mundo están masivamente sometidos a choques del mercado laboral al perder ingresos, trabajo y certidumbres.
Les planteo estas interrogantes: ¿Nos faltan a esta altura evidencias o argumentos para reconocer que la civilización humana debe marchar por la senda de una mayor igualdad para sobrevivir? ¿O que nuestra vulnerabilidad humana compartida nos debe unir en sistemas de salud universales y solidarios fortalecidos?
Ciertamente no. El problema es otro. Si no acontece este radical giro hacia una mayor igualdad social y si los sistemas de salud universales y solidarios no se fortalecen, es porque la humanidad habrá sucumbido a otra pandemia, mucho más grave y cruenta: habremos sucumbido a la ceguera que Saramago trata en su magistral novela, Ensayo sobre la ceguera. Venimos de tiempos ominosos: entre muchas otras, la profeta Casandra hubiera advertido en Trump y en sus tenaces niveles de popularidad las señales de esta nueva pandemia. Pero quizás el redescubrimiento de un nuevo vínculo social que nos une a todos los seres humanos desde nuestro confinamiento y dolor puede llegar a ser un vigoroso muro de contención, que se abrirá a los tiempos del reencuentro bajo el signo de la solidaridad.