En febrero de 2020, cuando aún no dimensionaba el alcance global del coronavirus, la Organización Mundial de la Salud (OMS) llamó a combatir la “infodemia”, término que hace referencia al exceso o falta de información rigurosa respecto a un determinado tema – en este caso el coronavirus – que contribuye a desinformar a la ciudadanía. A esas alturas y a falta de mayor evidencia científica, la OMS se refería al COVID-19 como “un virus bastante estable” y de “una propagación mínima”. De paso, culpaba a los medios de comunicación, que ya hablaban de pandemia, por alarmar innecesariamente a la población.
El posterior desenlace de esta historia – en efecto, se trataba de una de las peores pandemias globales de nuestra era – demostró que las noticias que hacía circular la prensa eran fidedignas. Hoy sabemos que la espera por contar con información científica (suponemos que esa fue la razón), que se tradujo en el llamado de la misma OMS a no actuar precipitadamente y no cerrar las fronteras entre los países, posibilitó durante varias semanas la propagación sin control del virus.
El problema de este traspié fue que gran parte de la credibilidad de este organismo y la fiabilidad de sus dictados quedó en entre dicho. Más de alguno habrá pensado que si el referente mundial en temas de salud falló de esa manera, o que si la información científica llegó tarde, cualquier otra fuente de información podía tener igual o mayor validez. Y eso ha sido óbice para que el exceso de teorías, curvas y proyecciones estadísticas acerca del pasado, presente y futuro del virus, abunden en redes sociales e internet.
Y es que, efectivamente, la infomedia continúa siendo una de las grandes externalidades de esta pandemia. En cosa de semanas, por ejemplo, hemos visto surgir a un verdadero ejército de expertos sui generis difundiendo explicaciones en hilos de twitter u otros medios, apoyados en gráficos y estadísticas, sea para calcular en cuantos días más estaremos como Italia o bien para demostrar que “se está aplanando la curva”. Para quienes no somos duchos en ciencias duras, leer e interpretar gráficos y números puede ser una odisea, por lo que, al no contar con elementos de juicio para cuestionar una información plagada de tecnicismo, varias veces optamos simplemente por creer la curva de turno contiene una verdad revelada. Por si esto fuera poco, los medios y redes también nos ofrecen una infinidad de relatos “de primera fuente”, narraciones dramáticas y testimoniales, con escabrosos detalles del avance de la enfermedad que, al apelar a nuestra emotividad son difíciles también de no creer. La mayoría de las veces la información que surge de estas fuentes va a contrapelo de lo que nos dicen las cifras oficiales. Presentan un escenario mucho más catastrófico de lo proyectado hasta el momento, lo que solo incrementa nuestra angustia y ansiedad. Pero como señalamos al inicio, si nuestros referentes mundiales en el tema han fallado al proveernos de información ¿cómo vamos a pedir a la ciudadanía que confíe sin más en los datos que se entregan desde el gobierno?
Todo esto no es más que una expresión reciente de los dilemas generados la “sociedad del conocimiento”. En simple, que habitamos un mundo en que la generación de conocimiento e información ha aumentado a ritmos exponenciales, por lo que se nos hace imposible abordarla en su totalidad. Por ello, requerimos de herramientas que nos permitan “navegar” en ese océano de información provista por la ciencia, la academia, la prensa y, hoy por hoy, las redes sociales. Esto pasa por desarrollar habilidades de pensamiento que nos permitan seleccionar información, leerla, contrastarla, criticarla, distinguir lo verdadero de lo falso, interpretarla para luego incluso generar nuestras propias explicaciones y representaciones, y tomar decisiones informadas. El problema es que cuando no las tenemos, nuestra actitud hacia la información disponible está casi al nivel de un acto de fe: simplemente creemos en ella o no.
El encargado de desarrollar estas habilidades es nuestro sistema educativo, el que las rotula bajo la etiqueta de habilidades de “pensamiento crítico”. En teoría, el sistema apunta a que desde los diferentes saberes involucrados en el currículum escolar logremos que nuestros estudiantes piensen “críticamente” en el sentido que señalamos más arriba. No obstante, el comportamiento de las redes sociales nos dice todo lo contrario. El exceso de sospecha (aliada perfecta del conspiracionismo histórico tan alabado en los últimos años), la desidia de moverse más allá del “no estoy de acuerdo”, la comodidad del “sesgo de confirmación (considerar solo aquello que reafirma lo que pienso) y la incapacidad de leer selectiva y analíticamente diferentes fuentes de información (que nos lleva a compartir la primera información que nos haga un mínimo de sentido), son las actitudes predominantes. Esto hace difícil, sino imposible, que podamos construir por nosotros mismos una representación razonable acerca del fenómeno que está aconteciendo.
Si a eso sumamos la deslegitimación social de la autoridad política y sanitaria post 18 de octubre (que es quien nos aporta los datos oficiales), más la errática actuación de referentes como la OMS, el panorama no es alentador, pues lisa y llanamente, pareciera que no hay a quien creerle y cualquier gráfico sacado del sombrero de un experto nos reconforta. Y así, la infodemia avanza exponencialmente, al ritmo de la pandemia.
¿Por qué no, entonces, aprovechar esta coyuntura para que nuestros estudiantes desarrollen estas habilidades de pensamiento crítico a partir de una aproximación interdisciplinar al fenómeno que está ocurriendo? Sería una buena oportunidad para que, mediante un abordaje práctico y dejando de lado la infinidad de guías que deben desarrollar a distancia, lean, seleccionen, critiquen, interpreten información y formulen sus juicios críticos, explicaciones y representaciones argumentadas acerca de lo que están viviendo. Podría ser útil para lograr uno de los grandes objetivos de nuestro sistema educativo – formar ciudadanos críticos, en el verdadero sentido de la palabra – y de paso generar una antídoto para la infodemia causada por tanto “experto” de última hora.