En medio de la Primera Guerra Mundial, la revolucionaria polaca Rosa Luxemburgo escribió un panfleto antibélico titulado The Junius Pamphlet, donde, entre otras cosas, afirmaba que la humanidad se enfrentaría a la extrema situación de tener que elegir entre socialismo o barbarie. El concepto no era nuevo, ya tenía una tradición dentro del marxismo europeo, siendo utilizado incluso por Friedrich Engels. Mirando los sucesos que siguieron, parece claro que gran parte de la sociedad europea de la época (o al menos sus clases políticas dirigentes) optó, de una u otra manera, por la segunda opción, sumergiéndose en una era de barbarie cuyo punto culminante sería la Segunda Guerra Mundial, Holocausto incluido.
Esa dicotomía ha renacido en la actual crisis provocada por la pandemia global. El filósofo esloveno Slavoj Zizek (sin hacer referencia a la revolucionaria polaca ni a Engels) describió recientemente un futuro inmediato donde la humanidad tendrá que elegir entre comunismo o barbarie. El debate generó reacciones en intelectuales de todo el mundo, incluido Chile. En nuestro país (como en casi todo el mundo occidental) la palabra socialismo asusta: algunos lo rechazan de plano, otros lo subvaloran, y hay aquellos que condescendientemente nos recuerdan que el capitalismo ha demostrado una capacidad fascinante para reinventarse después de cada crisis, lo cual no deja de ser cierto.
Que el capitalismo seguirá más vivo que nunca después de esta crisis parece más que probable. Pero pensar que nada cambiará con la pandemia global, parece incluso más ingenuo que lo anterior. Los cambios al sistema capitalista global vendrán y no serán solamente económicos, sino también culturales. La crisis del coronavirus nos invita a reflexionar, entre otras cosas, sobre el fracaso del estilo de vida individualista que impusieron las sociedades capitalistas modernas. No importa si estás sano y te cuidas: si no se cuidan los otros, te enfermarás igual; no te sirve de nada comprar todo el jabón del supermercado, si los demás no tienen, te contagiarás igual. En otras palabras, los hechos están dejando claro que el colectivo social es más importante que el individuo, y que el llamado bien general siempre debe primar por sobre el interés personal, aunque haya fanáticos que se nieguen a aceptarlo.
Ahora bien, lo descrito no busca contravenir el derecho inalienable a tener y desarrollar una identidad individual, pero sí enarbolar una crítica, nada nueva pero siempre necesaria, contra el individualismo que defienden los fundamentalistas del mercado. Tampoco pretende ser un llamado rousseauniano al rescate de la voluntad general, más bien parece una realidad traída de vuelta por la actual pandemia.
Todo esto va de la mano con el rol del Estado: la presente crisis también nos demuestra que ni el mercado ni empresa privada alguna pueden cumplir ese papel fundamental, que es garantizar el bienestar general. Solo el Estado, cuando es bien dirigido por personas independientes de los intereses empresariales, puede asumir dicha tarea. Por lo mismo, parece ser el ente más apropiado para crear y sostener la estructura económica, médica y legal que proteja la salud pública y garantice la justa distribución de bienes, productos y servicios no solamente en tiempos de crisis, sino también en aquellos de paz y estabilidad.
Por supuesto esto también genera dudas y suspicacias: después de todo, el Estado, al que Nietzsche llamó “el más frío de todos los monstruos”, tiene una historia de abusos y limitaciones a las libertades individuales que no deberíamos olvidar. Pero en la presente crisis, sobre todo vista desde un país como Chile (con un sistema de salud selectivo, pensiones privatizadas, farmacias coludidas y condiciones de trabajo precarias) son el mercado y sus lógicas de oferta y demanda los que suenan más aterradores.
Fueron precisamente dichas lógicas de mercado, abrazadas por más de 40 años por nuestros gobernantes, las que provocaron el estallido social de octubre pasado. Ese estallido no ha terminado: más bien se ha tomado una pausa por la pandemia. Volverá con más fuerza. Aquel estallido nos recordó que las sociedades se democratizan desde abajo, no a través del Estado, pero esa democratización no puede pretender ignorar al Estado. La historia demuestra que, cuando aquello sucede, el Estado termina siendo utilizado por otros para destruir los procesos de democratización popular.
En conclusión, el estallido social y la crisis del coronavirus, nos recuerdan lo imprescindible que es pensar y repensar el rol del Estado en nuestra sociedad. Decidir qué país queremos para el futuro es también definir qué Estado construiremos al corto y mediano plazo.
Ello también representa un nuevo y rotundo fracaso del capitalismo liberal, que promueve el interés individual como estilo de vida y forma de desarrollo. Sobrevivir en un mundo amenazado no solo por pandemias, sino también por la pobreza, la siempre creciente desigualdad económica y el desastre ecológico, podría requerir abrazar alguna forma de socialismo (que no tiene por qué ser parecido, modelad o inspirado por los del siglo XX), que garantice el interés colectivo y el bienestar general por sobre los mezquinos intereses individuales promovidos por los amantes del libre mercado.
La elección pareciera ser una vez más: socialismo o barbarie. Barbarie neoliberal, pero barbarie, al fin y al cabo.