El COVID-19 amenaza con convertir nuestra frágil democracia en una forma de gobernar que se parece menos al liberalismo que a su antepasado lejano: el despotismo ilustrado, conocido por el lema del absolutismo “todo para el pueblo pero sin el pueblo”. La intensificación del gobierno por decreto y los toques de queda; la debilidad de las oposiciones y los controles parlamentarios; el recurso permanente, si bien no siempre genuino, de los comités de expertos; y el lenguaje de la guerra y la necesidad urgente de unidad han dejado varados en el pasado a los derechos individuales y a la imprescindible participación de la ciudadanía, en mayúsculas, en la toma de decisiones. Hoy no se puede hablar de autoritarismo, pues no parece elegante y adecuado a la presencia de reglas institucionales de fundamento liberal, pero los regímenes con esta inspiración empiezan a oler y moverse como tal.
La pandemia viral acelera la globalización. Si bien Esta fue históricamente impuesta por élites económicas y políticas, quienes vieron oportunidades de crecimiento y progreso propio en la misma, en sus primeras etapas fue un fenómeno más bien impersonal, un tanto abstracto y abstruso, que circulaba en los medios como un término desarraigado de la vida cotidiana.
El tsunami tecnológico que vendría después, a comienzos de nuestro siglo, como desbordante progreso de las comunicaciones online, permitió un acercamiento más intenso y personal, facilitando y fomentando el acceso a información sin límites, un mundo en la web cuyo atractivo partió desde su constitución como un espacio fundamentalmente lúdico. La fase actual es un paso adelante (¿o atrás?), pues lo que se globaliza esta vez no son productos impersonales o conversaciones y juegos a la distancia, sino efectivamente seres de tamaño nanométrico que nadie reclamó y que en su presencia reivindican que Wuhan, Berlín, Nueva York, Moscú, Managua, Sidney y Santiago son barrios urbanos de la descomunal megaurbe de una nueva civilización planetaria.
El problema es que el pueblo de esta inmensa conurbación son las grandes corporaciones económicas y sus plutocráticos dirigentes, junto a los estados y sus elitistas gobiernos, con alguna presencia de tecnocracias propias de organismos internacionales generalmente también de selecta alcurnia posnobiliaria. Débiles ONGs, académicos apesadumbrados y políticamente enclenques, junto a protestantes a las puertas del paraíso del poder más grande nunca conocido son desbordados por la concentración económica y la violencia del lenguaje excluyente del conocimiento (interesado) y las policías antidisturbios al servicio del rey de turno.
En otras palabras, el pueblo moderno, revolucionario o no, compuesto por la diminuta presencia de ciudadanos anónimos y aisladamente insignificantes, desapareció anegado en una Atlántida democrática, ahora al parecer anticuada (acusada de soberanista, pro nacional), que costará reflotar.
¿Quizás es simplemente que se terminó la Modernidad? De los ciudadanos que decidían legítimamente sobre su vida y su orden colectivo, ideal heroico de las luchas románticas, liberales y socialistas, pasamos al individuo aparentemente egoísta y orientado al desorden que es retratado hoy, siempre a punto de desobedecer las órdenes del Nuevo Soberano, conjunto de gobiernos y corporaciones, hacedor del poder global, quien se atribuyó por su misma existencia el poder de decidir sobre nuestra vida y nuestra muerte.