Chile es el único país de América Latina que no cuenta con una Ley de Garantías y Protección Integral de derechos de la niñez y adolescencia, a pesar de haber ratificado hace ya treinta años la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN). No contar con ella ha significado que las vulneraciones de derechos a niños y niñas no son enfrentadas por el Estado de la manera exigida por dicho Tratado y, muchas veces, son las mismas instancias de protección de derechos dependientes del Estado las que los vulneran, sin asumir la protección universal de derechos, de todos los niños y las niñas que habitan el país. Hoy, que vivimos una pandemia mundial, esas consecuencias se agudizan aún más.
El escenario actual sería distinto para niños y niñas, sobre todo respecto a su bienestar y a su calidad de vida, si existiera un marco regulatorio que permitiera aterrizar cada uno de sus derechos. Lo que sucede en educación, salud o participación no se trataría como dimensiones de la vida autónomas o individuales, como si no fueran derechos –donde uno se puede resolver sin el otro– sino como un todo que debe funcionar con un engranaje robusto con un solo fin: la consagración de vidas dignas para todos los niños, las niñas y adolescentes del país, sin excepción.
Hoy quizás contaríamos con una educación flexible, que considere multiplataformas con contenidos y recursos accesibles para todas las comunas, ya sea Vitacura o La Pintana, que entregue los mismos contenidos, evaluaciones diferenciales, procesos de reforzamiento o exámenes libres como alternativa sólida. Así también, sería menos complejo materializar una educación con sistemas de alerta y atención preventiva de las violencias que emergen en la comunidad escolar, acompañado del resguardo de su salud mental como pilar de apoyo a las familias ante la ausencia de adultos significativos, y que considere, por ejemplo, un Chile Crece Contigo de cobertura amplia en servicios y edades (cubriendo la adolescencia), que sea el eje estructurante de los servicios que el Estado le presta a su ciudadanía infantil. También estaríamos llamados por ley a construir con niños, niñas y adolescentes, qué quieren y necesitan hacer después del colegio, integrando a las medidas sanitarias sus necesidades como el juego y contención.
Con una Ley de Garantías efectiva, las medidas que se tomen estarían vistas desde otra vereda: ya no pensaríamos solo en la cantidad de profesionales o infraestructura necesaria para atenciones, sino en cómo ellos verían más felices sus vidas y satisfechas sus necesidades a nivel comunitario. Cómo verían mejor apoyadas a sus familias, cómo pensarían que debieran crearse barrios, construirse viviendas e incluso su mirada en torno la educación y salud que reciben. Contaríamos también con un Estado que tendría como mandato que todos sus ministerios y servicios unieran sus esfuerzos intersectoriales, trabajo y presupuesto en pro de la niñez, de toda la niñez, independientemente de su origen social, de su nacionalidad, condición de salud, entre muchas otras cosas. En este sentido, la relevancia en contingencias como la que hoy estamos viviendo cobra una magnitud incalculable cuando se requieren respuestas integrales frente a una pandemia que está afectando todos los ámbitos de la vida de todos los niños, niñas y adolescentes.
Si hoy tuviéramos una mirada de nuestras políticas públicas con enfoque de niñez, estaríamos pensando (¡por obligación!) siempre en las soluciones con ellos, involucrándolos y haciéndolos partícipes en las decisiones que se tomen. Podrían existir consultas de opinión, espacios para sus propuestas a nivel territorial, revisión y sanción de decisiones de ideas de proyectos, planes y políticas, hasta la revisión de presupuestos y metas propuestas. Y su participación no sería por capricho, sino porque se ha demostrado que contar con ellos implica que las decisiones sean efectivas y adecuadas a su realidad e intereses.
Con una Ley de Garantías, además, tendríamos organismos territoriales especializados a cargo de hacer seguimientos en los lugares georreferenciados por alto hacinamiento y situación de pobreza, y también a los que han presentado violencia intrafamiliar, negligencia parental o abandono –en todos los estratos sociales–, con el fin de generar medidas que en esta pandemia prevengan y protejan ante las implicancias de indicaciones sanitarias como la cuarentena.
Hoy, cuando enfrentamos una crisis mundial, sabríamos qué cosas “no podemos dejar de hacer” y, si fallamos, sabríamos –como ya lo sabemos– cuáles serían los efectos de nuestra negligencia, de nuestro olvido y de nuestra indiferencia. Hoy no dependería de las voluntades de cada gobierno, pues el interés superior del niño nos obligaría a que todas las decisiones sean tomadas pensando en su bienestar. Pero ni eso, ni lo señalado más arriba lo tenemos, y no lo tendremos hasta concretar esta ley. Ya van 30 años de no cumplir nuestra promesa, 30 años de consecuencias. No los hagamos esperar más. Solo así podrán seguir siendo niñas y niños.