Historiadores, sociólogos y analistas políticos se vieron impelidos muy recientemente a ahondar sobre las causas que llevaron al llamado «estallido social» chileno, enfatizando las perversiones y desigualdades del «modelo económico» heredado de la dictadura. Considerando la literatura disponible, la tesis que abarca el fenómeno es, en cualquier caso, la de una reacción, una detonación por “efecto dominó” y la lucidez que se le atribuye –se ha hablado de un “despertar”– es de hecho acertada ya que rompe con una sociedad de la obsecuencia, esa que durante décadas se sirvió del chiste y la negación para distender la gravedad y la desazón de lo que le tocó en suerte: pésima repartición de los ingresos, desniveles en la calidad de los servicios según el poder adquisitivo, perpetuación de los aparatos estatales de usufructo y una seguidilla de estafas terminaron por perjudicar los cuerpos y las cabezas de la clase trabajadora chilena más allá de lo que la élite empresarial y las lumbreras de la política pudieron prever. País en cualquier caso que se encontraba desde hace años en la cornisa, basando su bienestar –como ocurre en los pueblos pequeños– antes en las apariencias que en sus propias esperanzas.
Sin embargo, ese estallido reveló también al poco tiempo un factor que los entendidos no consideran, y es que el sistema económico-social que deja el gobierno de Pinochet ha logrado producir –además de cualquier otra cosa– una incapacidad en la clase trabajadora de hacer del tiempo un modo de producción fuera del que impone ese sistema.
Es de hecho lo que ha llevado al trabajador chileno de los últimos cuarenta años a tomar como enseña el botar el tiempo, en una dicotomía cerradísima: si no se está en el trabajo se está en un tiempo improductivo, siendo la única productividad concebible la de la explotación.
A medida que el neoliberalismo chileno se consolide, la sociedad asalariada profundizará cada vez más la vía improductiva: el alcoholismo y el apego a las parrillas al carbón es apenas el sublime de ese gasto, y si la televisión caló tan hondo en la sociedad chilena, es menos por ser una aguja de control ideológico que por encerrar ese gustillo de lo improductivo. En efecto, el chileno agenciado por las genialidades de Jaime Guzmán y de los estudiantes adelantados de Friedman se revelará contra el trabajo en la borrachera y en la televisión. Su año se construirá sobre la base de las efemérides festivas de su familia y amistades, donde botará el tiempo con desenfado. No por nada el caso de las festividades patrias en Chile es tan singular: una semana completa de dilapidación sin reserva. En las oficinas el asado de la empresa deriva en las complicidades en torno a la cocaína, a veces en la aventura amorosa, y en cualquier caso es impagable el placer de cortar por la mitad el día laboral. Se trata de un país donde los feriados se atesoran como en pocos lugares del mundo y si se pueden hacer combinaciones para juntarlos, se buscan y hasta se fuerzan. En ese horizonte habría que considerar el hecho de que para el chileno el humor adquirirá facultades mágicas: es casi lo único que permite llevar las cosas más allá del límite, hacer rebotar los márgenes de lo permitido en la risa y los humoristas se convertirán de hecho en catalizadores de un deseo, el de gritar y moverse, o de chocar. En el alma chilena, las risas actúan como bofetadas: gusta reír y hacer reír, también insultar a través del chiste, y expuesto en un escenario es una verdadera batalla. El humor en escenario –como muestra con claridad el Festival de la canción local– desata dos formas de explosión: el desternillamiento o el escarnio revoltoso, ambos polos de un mismo pathos.
El trabajador chileno que engendra el modelo de Chicago y que sigue hasta hoy es un batailleano avant la lettre, un amante de la improductividad. Entre otras cosas, he ahí una de las razones por las cuales el trabajo doméstico nunca dejó de ser considerado como una manifestación espuria de la fuerza bruta y la conciencia doméstica femenina no pudo abandonar el destino de tener que ser una conciencia desgraciada. Para proletarizarse, las mujeres chilenas han debido someterse, siguiendo la constante, al régimen de lo improductivo.
Pero la propensión a ver en la improductividad el reverso simétrico del trabajo asalariado llevó también a desestimar muchísimos otros modos de producción. Solo por esa razón lo que en Chile no se rige por la lógica de la explotación no es un trabajo.
En ese contexto, ¿rompe o dio atisbos de romper la explosión de octubre 2019 con la alternativa a la explotación que el modo de vida de los últimos cuarenta años secreta en Chile?
Las generaciones más jóvenes, si bien en muchos casos no han vivido en carne propia los rigores de las jornadas laborales, son los hijos e hijas de familias que generan sueldos para mantenerlos. No es casual que el orgullo de muchos chilenos no termine proviniendo de sí mismos, sino de sus hijos: tantísimos chilenos morirán tarde o temprano y lo más relevante que habrán hecho – su mayor logro– es haber procreado. Dentro de la improductividad, el hijo –hombre o mujer– es la producción “otra” de la clase trabajadora en Chile. Pero un hijo en esas condiciones sigue haciendo sistema con el explotador. Esa juventud, no obstante, no cree en esa alternativa de producción, posee conceptos y emite juicios sobre la base de la información a la que tiene acceso, cosa que el chileno curtido hace apenas: un piquetero argentino siempre podrá mostrarse mucho más reflexivo que un obrero chileno, porque este último en su inmensa mayoría tampoco posee formación política, vale decir precisamente, conceptos para mirar el mundo por rudimentarios que estos fuesen. Y si algo da a esos trabajadores el empuje de la juventud no es, como ha dicho un conspicuo analista, el mero patetismo, sino el beneficio del concepto.
La juventud chilena del trabajo ha crecido en hogares sin bibliotecas y sin formación política, sin embargo, se ha hecho de conceptos no por ilustración escolar, sino porque la ética de la democracia se ha socializado con la globalización. O al menos la de la justicia que le es inherente. Es decir, si de entre esos hijos de clase trabajadora que crecieron antes viendo televisión que leyendo a Cicerón varios terminarán su adolescencia hablando sobre el Romanticismo alemán o imaginándose como escritores o artistas, no es porque las escuelas lograsen un viraje espiritual sino porque una de las características del capitalismo es esparcir ideas sin doctrina. No es raro en ese sentido que de un barrio de traficantes de algún centro urbano chileno emerja un filósofo o una artista conceptual.
Pero no habría que olvidar que esa juventud depende como nunca antes del cuerpo: la juventud chilena reciente y actual es-su-cuerpo, despliegue del cuerpo. Lo que durante la dictadura estaba intelectualizado por las apuestas de las artes visuales –la ilustración contestataria de aquel momento– en la hora actual está completamente socializado. En el contexto de la revuelta local el cuerpo ha importado mucho y no se trata de cualquier cuerpo sino del cuerpo sano. En este sentido, no es el arma en la mano sino la función deíctica del cuerpo lo que más conciencias moviliza. La desgracia de las mutilaciones oculares ocurridas durante las protestas constituyó por eso mismo la manifestación clara de todo lo que sus adherentes no quieren ser, aunque también esto: solo el cuerpo sano puede darse la chance de lo improductivo, el desorden, la dispersión, la fiesta, recursos irrenunciables de esa explosión masiva. Lo sepan o no, lo quieran o no, ese par de generaciones que volvieron a las calles poniendo patas arriba los pupitres son una variante de lo improductivo como alternativa (espontánea) al capitalismo que ha marcado tan profundamente a la sociedad chilena: en ese sentido no han superado a las anteriores, por mucho que se pretenda buscar en lo performativo de lo improductivo la panacea. Si esto es así, entonces el chileno ha puesto –otra vez– en el lugar del tiempo de la explotación el tiempo del gasto que es el que siempre utilizó para interrumpirlo. Verdad ominosa porque querría decir que la revuelta chilena ha sido el lado más teatral y corporalmente más desatado de una estructura que se mantuvo siempre incólume. Se sume o se reste como se quiera, lo que se sindicó como el “estallido social” chileno, en la misma medida en que se debe a unos incombustibles despliegues corporales, ha debido poder contar con lo improductivo como única respuesta a la explotación y funcionar, en la práctica, como si ninguna otra existiese. Radicalización entonces de una improductividad histórica, su fase tal vez más desenfadada dado que está hecha con conceptos de la democracia participativa, a tal punto que es posible conciliar esos conceptos con el uso de la violencia (sentido común de la idea de revolución). Ciertamente esto constituye un hecho de la causa, ya que no es lo que se llamaría una violencia “política” propiamente dicha. Las gentes más afines a la militancia tendrán que reconocer que la reciente revuelta se armó con una reivindicación hasta alborozada de la despolitización, de manera que sería un tanto tramposo endosársela a alguien como si viniese dada desde afuera. Por eso mismo, para el caso chileno, pretender cuestionarse la legitimidad de la violencia desde un prisma ético o jurídico es un atolladero sin salida: la cuestión más problemática es que en este caso el uso de la violencia opera dentro de los márgenes de la lógica chilena del gasto. Es cierto que de las fantasías cósmicas del romanticismo político –que un militante siempre debe poder abrazar– no mana solo sangre sino también muchísimo sudor, pero dada la herencia dicotómica del despilfarro que atraviesa a la psique chilena el camino allanado por la explosión de octubre no ha podido evitar dejar la sensación de una cierta resaca, como si de hecho el mismo horizonte de un plebiscito constitucional fuese algo demasiado lejano como para verlo venir desde un porvenir, teniendo que asumirlo más bien con la investidura de los recuerdos, cuestión que no se explica –o al parecer no podría no explicarse– sin la peste que se nos vino encima.
En efecto, la peste aplanó prácticamente a un grado cero la temperatura alcanzada producto del estallido social y al menos dentro de una ensoñación cuarentenal podría plantearse la pregunta de si acaso frente a esa fuerza impensada –fuerza biológica y por lo demás irrefutable– el grado cero de la revuelta era el destino insoslayable. No es necesario responder, pero quizá no es tan ocioso intentar calibrar el estado de la cuestión, pues esta peste misma no es una simple catástrofe natural sino una cosa un poco más retorcida, y en un contexto como el chileno lo es todavía más dado el tipo de sociedad de control que se ha visto emerger, posibilitando un aparato de coacción que en su empeño rezumante de idealismo termina resultando absurdo (una verdadera pasión por la vigilancia y las prohibiciones que sin duda es parte también de la psique chilena), pero que ha permitido al gobierno actual después de meses por fin gritar “tierra”. Con ello ha descubierto –por serendipia– lo obvio, pero no tan obvio antes de la peste: que sin cuerpo no hay revuelta (aunque parece haber olvidado que un cuerpo hambriento es uno que no vacilará en transgredir la heteroinmunidad que se le quiere imponer como el valor supremo).
No estaría equivocado quien leyese en esta coyuntura la confirmación de una frase del nunca bien ponderado Cioran respecto a que el humano acepta bien la muerte pero no la hora de su muerte. El principio de la protección de la vida se ha revelado de hecho como lo imposible de cuestionar, lo que lleva a ceder hasta al más insumiso. Pero en realidad no es miedo a morir, el miedo es a enfermarse, que es quizá algo hasta más cercano que la muerte. Ahora bien, si la revuelta chilena está aún hoy basada en el cuerpo (y en el cuerpo sano) evidentemente no había forma de que fuese llevada casi a su grado cero por aquello capaz de aplastar esa misma concepción (que es a la vez una confianza) acerca de lo que puede un cuerpo. Esto podría ser un llamado de atención: la vía espontánea de la improductividad quizá es al cabo la más ineficaz para el caso chileno y a estas alturas la más tradicional, el remanso capcioso de una constante histórica completamente arraigada.
Pero la peste nos deja en el vacío de la improductividad, una improductividad tan improductiva que hace necesario empezar varias cosas de nuevo: sería demasiado decir que lleva a reinventar lo productivo, pero a una escala más modesta lo hace inevitablemente. Es difícil saber si algo así podría aprovecharse en Chile. De cualquier manera, como sucede con algunos mamotretos, está la esperanza de que algún día esto se acabe para retornar al ser-para-la-muerte y no quedarnos para siempre en el ser-para-la-peste. La lógica chilena del gasto –de la cual la reciente revuelta es una formidable explicitación– deberá, con todo, buscar el despertar de su despertar: o volver a su decurso histórico y al atardecer del tiempo homogéneo y vacío de la explotación como si nada hubiese pasado, o volver a él un poco más inquieta sobre sí misma después de jugar al ajedrez con la peste.