Una de las primeras grandes medidas que se tomaron a raíz de la pandemia fue suspender las clases. Esa es y sigue siendo una decisión que valoramos, pues salvaguarda la salud de nuestros estudiantes. Desde las autoridades, además, se instó a transformar la modalidad de enseñanza a una remota, apostando a salvar también el año escolar. Sin embargo, las medidas que se tomaron —como lo fue la educación en línea— no contempló, como muchas veces ocurre, a todos los niños, niñas y adolescentes.
A medida que las semanas pasaron, aparecieron las dificultades. Muchos docentes no tenían las capacidades suficientes para trabajar desde plataformas virtuales; estudiantes no contaban con computadores ni acceso a internet; no existía un espacio físico para poder realizar los trabajos, ni tampoco los recursos necesarios. Muchos de nosotros, que trabajamos con y por la niñez, tuvimos que hacer “camino al andar”.
Pero hubo otras necesidades, menos obvias para muchos, pero igual de urgentes de relevar: la de las y los estudiantes que recibimos y acompañamos desde el Instituto de la Sordera a través del Colegio Dr. Jorge Otte, que fueron obligados a vivir, como muchos niños sordos hijos de padres oyentes que no saben lengua de señas, en un enclaustramiento comunicacional vulnerando así su derecho a la comunicación.
En ellos los niveles de frustración aumentan con los días y se complejiza por la falta de información accesible. Los docentes intentan comunicarse, pero se vuelve una tarea titánica cuando las conexiones a internet no permiten siquiera transmitir el mensaje en lengua de señas en tiempo real, o cuando se dice constantemente que lo importante es entregar el contenido, pero no cómo hacerlo.
Esta cuarentena de la comunicación a la que se están enfrentando las y los niños sordos agudiza aún más su exclusión en la sociedad, dejándolos en una situación de vulnerabilidad emocional de la cual no puede salir expresando lo que siente o piensa. Este sentimiento de incomprensión, y la frustración asociada, da paso a la irritabilidad y a la impulsividad, actos entendidos generalmente como agresividad y no como angustia. Además, la falta de interacciones sociales puede dificultar que el niño o niña genere vínculos afectivos, por lo que mantener el contacto y trabajo con su colegio es fundamental.
Establecimientos como el nuestro, para el estudiante sordo, cumplen un rol importante ya que son el espacio donde aprenden su cultura y desarrollan su lengua. Allí conviven con sus pares y llevan adelante un proceso educativo.
Esta ha sido nuestra misión desde más de 60 años como Instituto de la Sordera y más de 20 años como el Colegio Dr. Jorge Otte donde, desde una mirada socioantropológica, trabajamos bajo un modelo educacional Intercultural Bilingüe. Un enfoque que aspira a educar en la pedagogía de la diversidad y que nos enseña a relacionarnos en mundos distintos al propio, siempre en igualdad de oportunidades y capacidades.
Ojala que esta experiencia tan dura que todos y todas estamos viviendo, y que afecta aún más a nuestros estudiantes, nos lleve a reflexionar no solo sobre cuáles son las necesidades educativas de las personas sordas, sino también la urgente necesidad de respetar la característica visual, su cultura y su lengua. Sólo de esa forma, cuando se tomen decisiones que involucren a esta población, pensemos primero quiénes son, qué requieren y cuáles son sus particularidades.