Si algo ha caracterizado la interpretación de los últimos días acerca del cambio de gabinete realizado por Sebastián Piñera, es una tendencia a reducirlo en sus alcances políticos. Esto no se condice con la eficiencia de dicha acción. La crítica inmediata desde la oposición sigue instalada en la báscula Rechazo-Apruebo en el plebiscito constituyente. Incluso algunos de los más sagaces analistas de la oposición, como Ernesto Águila, tienden a plantear la razonable hipótesis de un cierre, una retracción de la derecha hacia sí misma: la bunkerización.
Creo que esta interpretación no está equivocada por interpretar el tema desde el plebiscito, sino por la lectura que hace del modo en que lo entiende la derecha política. Contrario a lo que plantea, creo que la derecha no se está encerrando, no se está parapetando, no está en una guerra de posiciones, sino en una estrategia semejante a una cruzada. Y la “derrota“ del 10% es el mejor ejemplo de esto. Pues, la casi totalidad de la oposición, más algunos parlamentarios de derecha, obtuvieron un triunfo táctico respecto a la defensa más radical del sistema de pensiones de la dictadura, pero al precio de darle una ventaja estratégica al sistema y su fundamento ideológico: la defensa de los fondos como una propiedad individual expresada en un beneficio económico inmediato y real, el retiro de “mi” dinero.
Después de la derrota del Gobierno, la estrategia de defensa de los principios que representaba y representa la dictadura avanzó varias casillas hacia la meta de la defensa del individuo por sobre la comunidad, de la propiedad por sobre la solidaridad y lo hizo sustentado en dinero contante y sonante.
Eso es lo propio de una cruzada. Destruir al infiel en batalla, convertirlo a la fuerza, expulsarlo cuando ya está sometido, indagar y controlar hasta los aspectos más cotidianos de su vida para garantizar que se atenga al dogma o eliminarlo si en algún momento se convierte a la religión de una forma espuria. Es el ideal de guerra absoluta de Clausewitz. La gran diferencia entre la guerra como continuación de la política y ella como continuación de la religión está justamente en ese límite que disuelve la diferencia entre un enemigo con quien se comparten valores y culturas, y el salvaje, el bárbaro, el enemigo absoluto al que solo se puede someter totalmente o destruir totalmente. Las cruzadas son acciones religioso-militares, no políticas. De ahí su éxito en principio y también su descalabro total.
El extraño camino elegido por el Gobierno el día 18 de octubre de 2019 está entrando en su etapa de maduración, a menos de tres meses de la realización del plebiscito constituyente. Lo que en un inicio pareció representar una oportunidad para Sebastián Piñera (pues no estuvo obligado por las circunstancias a actuar de un modo específico y, más bien, tuvo una segunda oportunidad de posicionar su Gobierno con la llegada del COVID-19) terminó de sellar la posibilidad de ampliar su campo de influencia política. Con el endurecimiento de la línea y los rostros, así como la desaparición del mínimo componente de género, la retaguardia del Gobierno (construida con las tropas auxiliares de la Democracia Cristiana, principalmente), queda demasiado en evidencia si sigue siendo parte de un programa con ese nivel de conservadurismo y autoritarismo.
Una cosa es aprobar leyes represivas con Blumel y, otra, hacerlo abrazados con el círculo de confianza de Jacqueline Van Rysselberghe. Sin quererlo, la estrategia usada obliga a las fuerzas moderadas (supuestamente en la oposición) a definirse en medio de la cruzada pinochetista, lo que augura un difícil camino legislativo y político para el Gobierno de Piñera.
El ataque racista a las comuneras y los comuneros mapuches en toma de las municipalidades entre la noche del 1 y la madrugada del 2 de agosto fue el puntapié inicial de un camino que lleva a la derrota de la opción Rechazo, así como una larga temporada en el infierno para el Gobierno, pero que le permite engendrar grandes esperanzas respecto al resultado estratégico, es decir, la construcción de un bloque, que es lo que está detrás de una Constitución.
La opción es salir a dar todas las batallas, a pesar de que se sabe que se perderán, pues la articulación política que generó el levantamiento popular del 18 de octubre cambió la correlación de fuerzas. Sin embargo, para la derecha son derrotas con armas propias. No son victorias con armas ajenas, como fue el 10%, que aunque resulta un éxito en el corto plazo, es un retroceso en el largo. Ya sabemos de la importancia de estas derrotas, como lo muestran los mártires.
Como señalé antes, la táctica no es encerrarse, sino salir, actuar, luchar, disputar la calle con ideas propias. Esta fórmula les resultó tremendamente exitosa a las ultraderechas europeas en el transcurso que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundial.
No deja de ser sintomático que Víctor Pérez, el nuevo ministro del Interior, haya sido (y, al parecer, lo sea hasta hoy) un exacerbado defensor de Colonia Dignidad, llegando a marchar flanqueando a Paul Schäfer. Que llegue al segundo mayor cargo del Poder Ejecutivo una persona con vínculos con la secta paramilitar de Schäfer es preocupante, si tenemos en cuenta el modo en que los grupos de ultraderecha europeos llegaron a hacerse con el poder en Alemania e Italia.
Es conocido el vínculo entre la policía y el ejército alemán con las milicias de derecha, previo al ascenso de Hitler a la Cancillería. El 15 de enero de 1919, milicias de ultraderecha dirigidas por Ernst Röhm apoyaron la represión policial y militar de la Revolución que había estallado en Berlín. Este mismo Röhm pasaría a formar las S.A., (Sturmab-Abteilung) los temidos camisas pardas nazis, las fuerzas de choque paramilitar que irían tomando el control de la calle hasta terminar integradas en el ejército y la policía. Esta alianza implicó capacidad represiva, protección y desarrollo de grupos de choque al amparo del orden institucional.
El mismo itinerario de unidad entre grupos de ultraderecha y la policía y el ejército, ocurrió en Italia, previo a la llegada del fascismo al gobierno. Los camisas negras (Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale) también terminarían integrados como unidad del ejército en 1923. La protección por parte de la policía a estos grupos de choque fascistas, mientras aplicaban mano dura contra los grupos de izquierda, les permitió utilizar el miedo y el terror como fórmulas para combatir a sus enemigos, al mismo tiempo que ganaban simpatías policiales y militares.
La táctica combina tres aspectos: el señalamiento de un enemigo claro y que resulta particularmente repugnante a la mentalidad militar y policial por su oposición a los valores patrios y el orden; la creación de milicias de choque integradas por exmilitares y policías, que aparecen realizando las acciones que la policía por las cortapisas legales e institucionales no puede hacer; la complicidad de los altos mandos con las ideas de estos grupos de choque, la vinculación subterránea de miembros activos de las fuerzas policiales y militares con las fuerzas de choque de ultraderecha y el desarrollo de una ideología de la salvación patria. En nuestro país el uso de esta táctica, justamente, la pudimos observar en la incorporación de integrantes de Patria y Libertad en acciones de represión y exterminio después del golpe de Estado. También, la propia Colonia Dignidad fue parte de esta relación directa entre el aparato represivo de la dictadura y grupos paramilitares.
Esta estrategia que combina represión, enfrentamiento callejero, aumento de la delincuencia y violencia criminal, en contextos de alta movilización social y crisis institucional, necesita del componente paramilitar. Es parte de la instalación ideológica de la añoranza de la normalidad y tranquilidad previas.
En el ataque a los comuneros mapuche de inicios de agosto, el discurso era claro: es gente común y corriente que se aburrió de estar secuestrada por la violencia de sectores menores al interior del pueblo mapuche. Por supuesto, este discurso poco cuaja con la política de exterminio que se utilizó desde el inicio de la dictadura contra el pueblo mapuche y que fue articulada con una parte importante de civiles que pertenecían a grupos de ultraderecha. La macrozona mapuche fue un lugar donde la violencia de la dictadura fue particularmente extrema. A ello contribuyó el desarrollo de la guerrilla en Neltume y las recuperaciones de tierra desarrolladas por el MIR durante la Unidad Popular, que exacerbaron la inquina de la aristocracia regional, profundamente racista desde los inicios de la República.
Si tenemos en cuenta que todo esto que señalo se da en el marco del plebiscito constitucional, es posible entender el optimismo que produce en la derecha la estrategia que se está desarrollando. Por muy abismal que sea la derrota del Rechazo, al tener que pasar al desarrollo de una plantilla de candidatos y candidatas que integren la convención constituyente, la disgregación, el archipiélago (en palabras de Ernesto Águila) que representan las posturas de “izquierda” y “oposición”, tienden a perder capacidad electoral.
En ese contexto, los caudillismos regionales, la cadena de operadores políticos en terreno, la unidad partidaria y la mayor visibilidad pública, le dan una ventaja absoluta a un programa con escasos puntos de unidad con las expectativas que aparecieron con mayor énfasis desde el levantamiento popular de octubre. Por ejemplo, resulta casi impensable que se logre construir una alianza que aúne principios como el fin de las AFP con un Estado que garantice la educación, haciéndose responsable de ella y no solo cumpliendo un rol subsidiario.
Aunque en el primer punto es posible que una parte de la Democracia Cristiana pueda estar de acuerdo, sin embargo, los vínculos existentes entre este partido y distintos sostenedores católicos, hacen muy difícil que puedan participar de un acuerdo que cambie el principio de la libertad educativa por sobre el derecho a la educación, que han estado en tensión desde los inicios de la educación pública en Chile. La derecha tiene a su favor que el programa que defenderá es el existente. Parte con un acuerdo, no tiene que llegar a él.
El hábil Pablo Longueira lo expresaba al decir que había que saltarse el plebiscito y pasar directamente a la elección de la convención. Aunque la idea resultaba interesante, por supuesto, no tuvo demasiado apoyo. Sin embargo, expresa muy bien la confianza y tranquilidad que entrega el cambio y el enroque de gabinete. No hay mejor modo de controlar a quienes se nos oponen que teniéndolos cerca, como lo dejó en evidencia Luis XIV al construir Versalles. Además, el principal ministerio volvió a la línea dura de la UDI. Y, finalmente, un escenario de alta conflictividad social es perfecto para una estrategia que considera lo político y lo militar como un componente único, pues le permite ampliar su base de apoyo, infiltrando ideológicamente a las fuerzas policiales y militares.
Esta combinación de fórmulas, aunque implica perder una parte de las fuerzas con las que contaba el Gobierno durante el gabinete de Blumel (lo que augura un difícil escenario legislativo), es excelente para salir a enfrentar a las fuerzas que se activaron y están en proceso de organización desde octubre del año pasado. Ya varios parlamentarios del Partido por la Democracia (PPD), el Partido Radical, la ya nombrada Democracia Cristiana e incluso el Partido Socialista han estado disponibles para apoyar la agenda represiva de Piñera.
Aunque es posible que presenten un mayor recelo de hacerlo con un protector de Colonia Dignidad, tampoco cabe esperar un apoyo a la agenda transformadora que la movilización social instaló. Aunque el Gobierno tendrá más dificultades para negociar una agenda común con ellos y los intereses que representan al interior de sus partidos, son lo suficientemente fuertes para instalar gente de su grupo o filas en la convención constituyente.
La suficiente para que, en conjunto con la derecha, se produzcan cambios en el sistema constitucional e institucional que no alteren de modo profundo el statu quo surgido de los acuerdos de transición y los principios neoliberales en la gestión de los más amplios aspectos de la vida. A su favor tendrán varios millones de chilenos y chilenas que habrán disfrutado de la libertad económica que sustenta la existencia de las AFP. Una nueva Constitución con las mismas ideas, pero legitimada por un plebiscito.
Sin embargo, esta estrategia seguida por la derecha conlleva un riesgo alto. En dos ocasiones durante el siglo XX actuó de un modo semejante y terminó totalmente derrotada y obligada a tener que articularse de una forma nueva.
La primera fue después de la derrota de Gustavo Ross frente a Pedro Aguirre Cerda, de la que nacería la Democracia Cristiana y terminaría por llevar a la irrelevancia al partido Liberal-Conservador. La segunda ocurriría el año 1964, cuando la derecha abandonaría la campaña de Julio Durán para apoyar a Eduardo Frei y así evitar que Allende se convirtiera en Presidente. Después de esta debacle la derecha se rearticularía en el Partido Nacional.
Ambas derrotas de la derecha llevaron a una aceleración de la movilización social y la consolidación de una estrategia reformista en beneficio de las clases populares. La estrategia de cruzada que busca desplegar la derecha ya ha fracasado en otras ocasiones, sin embargo, esto no le ha impedido volver a utilizarla ni mantenerla en el tiempo. El peligro lo vale, pues incluso con momentos de derrota, la fórmula le permitió tomar el control político y militar en momentos de mayor desorden institucional, algo semejante a lo que sucede hoy. Así como hoy están las cosas, las expectativas tienen alta posibilidad de cumplimiento, considerando que frente a una estrategia clara, por dura y despiadada que sea, una multiplicidad de perspectivas sin unidad ni hegemonía, resulta extremadamente inoperante.
El error de esta estrategia y lo que permite engendrar esperanzas en una salida institucional democrática a la crisis política actual, es que tal vez no estemos frente a una guerra de movimientos, capaz de ganarse con constantes acciones tácticas arriesgadas, sino en el marco de un engrosamiento de la sociedad civil (semejante a una explosión) posterior al levantamiento popular de octubre.
El confinamiento y la cuarentena que en las clases altas (burguesía, administradores de alto nivel como gerentes u otros cargos, grupos profesionales, entre otros) se ha vivido como una burbuja; en las clases populares, donde la pobreza, el desempleo, el hambre y las deudas son el azote, han implicado la ruptura de la burbuja y la tendencia al encuentro y la organización. Las ollas comunes y las fórmulas de autoayuda popular no han sido solo mecanismos asistencialistas, sino, además, experiencias de organización, articulación y desarrollo de conciencia política clasista. La organización conlleva orden y esto produce confianza y seguridad.
Tal vez estemos asistiendo al germen de una nueva sociedad civil híbrida entre la territorialidad y la nueva virtualidad. Si esto es así, el actual sistema político institucional no estará a la altura y será necesario pensar nuevas formas de gobernanza y ejercicio del poder y la autoridad. La bandera de una verdadera democratización siempre es popular. Este puede ser el punto de sustento no para pelear por una nueva Constitución solamente, sino para llenarla de contenidos e ideas que sean el fundamento de un programa popular alternativo al que defenderá el osificado aparato institucional de los partidos tradicionales de la oposición.
Como lo enseña Sun Tzu (Sunzi) en el Arte de la Guerra, las mayores victorias son las que se consiguen sin tener que usar las armas. esas se ganan en la mente de quienes están en el combate, por lo que son inversamente proporcionales a las cruzadas.