En su Cuenta Pública el Presidente anunció un plan de inversiones en infraestructura física, social y digital, con prioridad en la construcción de viviendas. También se destinarán recursos a hospitales y consultorios, establecimientos educacionales, transporte público, parques y centros deportivos y culturales, redes digitales a nivel nacional e internacional, inversiones regionales y comunales de mejoramiento urbano y de barrios.
Si bien estas inversiones están focalizadas en la generación de empleo y la reactivación de la economía, no pueden pensarse separadamente de tres problemas y desafíos que nuestra sociedad (y el mundo) están enfrentando hoy.
Primero, la crisis ambiental, que nos obliga incorporar criterios de sustentabilidad en todo lo que hacemos. En particular, cuando se piensa en inversiones urbanas, es importante considerar cómo estas pueden contribuir al uso más eficiente de las energías, promover economías circulares y de proximidad, entre otros.
Segundo, la crisis de representación democrática y el desafío complementarla con mecanismos de democracia participativa. Aquí es importante la forma en que se deciden, controlan y evalúan las inversiones. Es muy distinto construir un parque sin un proceso participativo que con él. Hacerlo con la participación de las comunidades implica incorporar una inteligencia colectiva que no está ni en las autoridades ni en lo técnicos. Esto genera un proyecto no solo eficaz, sino también legítimo y socialmente valorado.
Tercero, la desigualdad y el desafío de que las inversiones se planifiquen incorporando el criterio de justicia territorial, es decir, considerando que los recursos contribuyan a mejorar el equilibrio en la manera en que los bienes, servicios, equipamiento y poder de decisión están distribuidos en el territorio, de manera que los y las habitantes puedan vivir dignamente su cotidianidad y decidir respecto a ella.
Las desigualdades socioeconómicas de Chile se evidencian en el espacio, produciendo y reproduciendo agudas diferencias y dinámicas de subordinación entre territorios a distintas escalas: regiones respecto a las áreas metropolitanas, especialmente Santiago; espacios locales-rurales respecto a las capitales regionales y provinciales; finalmente, a escala vecinal, ciertos sectores están en situación de desventaja respecto a los centros urbanos o zonas con mayor inversión y poder adquisitivo.
Todo lo anterior puede resumirse en el desafío de crear bienestar común: que cada peso invertido y que cada decisión tomada, contribuyan a generar una vida mejor para todos y todas. Los que vivimos hoy y los que vivirán mañana.
Incorporar los criterios de sustentabilidad ambiental, gobernanza democrática y justicia territorial en los planes de reactivación económica puede implicar, para algunos, complejizar en exceso una tarea que debe ser rápida. Este argumento has sido esgrimido en repetidas ocasiones y los hechos siempre terminan por desmentirlo.
Un caso emblemático fue el proceso de reconstrucción posterremoto de 2010. Luego de que cientos de ciudades, una enorme cantidad de infraestructura pública y privada y más de trescientas mil viviendas resultaran dañadas, “había que actuar rápido”. Es verdad, los puentes se repusieron, las ciudades y las viviendas se construyeron, pero en muchos casos tenemos algo peor de lo que había. Pensemos en el caso de Talca. El terremoto y las demoliciones posteriores dejaron cerca de 50 hectáreas vacías en el centro de la ciudad. La reconstrucción se hizo sin criterios de sustentabilidad, gobernanza democrática ni justicia territorial. ¿Qué conseguimos? A diez años del terremoto tenemos las mismas 50 hectáreas vacantes, y en cambio una ciudad que expandió su radio urbano de 3 mil a 9 mil hectáreas, lo que ha generado problemas de congestión vehicular que la ciudad nunca antes había visto. La ciudad, en tanto común, perdió.
Otro ejemplo. El plan considera una serie de inversiones públicas en infraestructura que, entre otras cosas, implicaría realizar 47 mil soluciones habitacionales. Las políticas habitacionales chilenas desde la dictadura hasta la actualidad han estado regidas por el principio de subsidiaridad del Estado, es decir, el Estado (nosotros y nosotras) le entrega dinero –“voucher” o un “vale por”– a las familias para financiar parte o completamente una solución habitacional. Estas familias, a su vez, están obligadas a entregar este “vale por” a empresas inmobiliarias que, insertas en el negocio de construir viviendas intentarán –con toda lógica– construir lo más barato posible para así lograr mayor rentabilidad, es decir, lejos (suelos más baratos), con calidad constructiva limitada o sencillamente mala (metros cuadrados y materialidades), entre otros aspectos.
Esta lógica explica, por ejemplo, que gran parte de los y las habitantes de nuestro país tengan que pasar mucho tiempo trasladándose a sus trabajos o que no puedan descansar adecuadamente por la mala calidad de las construcciones. La vida digna se juega en ese tipo de situaciones cotidianas, de modo que cualquier plan de recuperación pospandemia debería cuestionarse los principios que rigen nuestro día a día.
El argumento de la inmediatez fue hambre ayer, es hambre hoy y será hambre para mañana, pues es el pretexto que permite perpetuar una forma de hacer las cosas que no ha generado ni generará las condiciones de vida digna que como chilenos y chilenas merecemos.
Cada peso invertido por el Estado, y cada inversión privada que deba ser regulada, deben tener criterios que los transformen en mejores territorios, mejores ciudades y mejores barrios. La nueva política de desarrollo urbano apunta en esa dirección y es una buena carta de navegación para que los recursos que se invertirán para la reactivación tengan un efecto positivo, no solo en el empleo sino también en la vida misma. Pero esta política no basta. Se requieren nuevos estándares para todo lo que hagamos como sociedad.