El 26 de agosto de 1920, tras varios intentos fallidos y largos años de discusión parlamentaria, se promulgó la Ley de Educación Primaria Obligatoria en Chile (LEPO). Tres días después, las calles del centro de Santiago fueron escenario de un desfile multitudinario que congregó a miles de manifestantes que celebraron, como un triunfo largamente esperado, el compromiso del Estado de garantizar la obligatoriedad escolar de todas las niñas y los niños de Chile.
La alegría de la larga caravana de profesores, padres y estudiantes y el agitar de las banderas chilenas resultó, probablemente, un bálsamo tranquilizador para un país que, en esos días, se encontraba en un período de incertidumbre que inducía a algunos sectores a reaccionar con miedo. Parecía estar desmoronándose lo que alguna vez se interpretó como un orden sólido e inconmovible, una pax oligárquica amable y serena como un vals.
Era un tiempo de cambios acelerados e impredecibles. Rojos pendones saludaban que en la lejana Rusia nacía un faro ideológico que tendría importancia crucial en el resto del siglo, al tiempo que se incrementaba, tanto en América Latina como en Chile, la presencia económica, política y cultural de los Estados Unidos. Europa, mientras tanto, intentaba ponerse nuevamente de pie tras la brutal Gran Guerra.
Eran aquellos días en que movimientos de estudiantes y trabajadores hacían sentir su presencia crítica y pregonaban bulliciosamente el descontento en las calles de las principales ciudades del país, mientras se esperaba la resolución de la contienda presidencial que había enfrentado, el 25 de junio, a Luis Barros Borgoño y Arturo Alessandri. Pasarían todavía algunas semanas desde que el presidente Juan Luis Sanfuentes firmó la ley de obligatoriedad escolar hasta que el León de Tarapacá fuera ratificado, a fines de septiembre, como ganador de los comicios por un Tribunal de Honor que actuó algo amedrentado por la presión popular que se desplegó en favor de Alessandri.
La LEPO fue una ley de difícil acuerdo entre los bandos enfrentados en el Congreso. Visiones divergentes acerca de la primacía de los derechos de los padres sobre sus hijos versus el deber del Estado de garantizar que niñas y niños tuvieran un umbral mínimo de escolarización animaron debates prolongados que, a lo largo de décadas, parecieron no tener posibilidad de llegar a un punto de acuerdo. Y, sin embargo, ello sucedió finalmente en 1920.
La ley acordada estableció sanciones para padres y tutores que se negaran a cumplir con la obligatoriedad escolar, al mismo tiempo que concedió a la educación privada un rol de colaboración más sistemático para la tarea inconmensurable de educar a toda la infancia en edad escolar, pues incorporó formalmente la subvención escolar como herramienta de política educativa.
Por otra parte, eliminó la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas primarias públicas, dando testimonio de la adaptación a un proceso de secularización que el país venía experimentado desde décadas y que se coronaría, en el plano normativo, con la separación de la Iglesia y el Estado en 1925. Fue, por ende, una norma con tintes de transacción entre los campos en disputa, pero que reconoció un principio que ya se iba haciendo sentido común: el Estado debía tener un rol más activo en la educación que simplemente considerarla como una atención preferente, que era lo que señalaba la Constitución de 1833, norma vigente en la época. Era la muestra incontestable de que el marco legal del país estaba quedándose atrasado en relación con la dinámica de los cambios democratizadores que se demandaban desde la sociedad.
La época en que la LEPO fue discutida y promulgada era el preludio de tiempos constituyentes. Pocos años después, en 1925, el país se dio una nueva Carta Magna, en un proceso que, en términos generales, resultó paradójico: si bien recogió en alguna medida parte de las demandas de cambio que se levantaban desde distintos sectores, el proceso constituyente fue conducido de manera restringida, con debates poco inclusivos y ratificado, por lo mismo, en un plebiscito que contó con escasa participación de parte de la ciudadanía. Con todo, emergió un nuevo pacto constitucional que fue, en las décadas siguientes, tanto un marco facilitador como también, en ocasiones, un obstáculo para dar espacio a la expresión de tendencias profundizadoras de la democracia.
Cien años después, la historia de Chile atesora a la promulgación de la LEPO como un momento digno de recuerdo. El paso del tiempo le ha dado un tono amable, un sentido de necesidad, a aquello que en algún momento fue motivo de conflicto. Ha pasado a formar parte de una memoria patrimonial, a ser mirada como un triunfo del acuerdo razonable frente a situaciones cruciales.
Más allá de que la ley no haya tenido los efectos inmediatos que eran esperados por unos y otros, resulta interesante pensar hoy a la LEPO como un objeto de polémica, un campo de pugna y negociación inscrito en un tiempo marcado por el conflicto político y social, y tender una mirada hacia el tiempo constituyente en el que estamos hoy situados, para observarlo con la pasión ciudadana necesaria de una coyuntura promisoria y desafiante, pero también con la certeza de que los cambios que a muchos inspiran miedo son, nada más y nada menos, que parte de los procesos históricos: que el tiempo constituyente es propicio para poner en sintonía, tal como sucedió en alguna medida en 1920 y 1925, las demandas de las mayorías y los marcos de referencias en las que queremos resolverlas.