Una tercera situación que el gobierno, la derecha y la elite empresarial no comprenden cabalmente es que el modelo de democracia presidencialista llegó a un límite en su capacidad de integrar intereses y resolver conflictos sociales.
Esto tiene que ver no sólo con el modelo en sí mismo, sino también con los cambios ocurridos en Chile en las últimas décadas.
El sistema político presidencialista, con variaciones históricas, es tal vez la herencia política más persistente que hayamos tenido. Su fundamento cultural está en un concepto elitista de sociedad, que atribuye sólo a las “clases superiores” la capacidad de comprender la complejidad de conducir un país y la entereza moral para hacerlo. En consecuencia, restringe las posibilidades de participación de los demás sólo al voto, en elecciones acotadas.
Uno de los textos en que mejor se encuentra expresado ese pensamiento es en la famosa carta de Diego Portales a José Manuel Cea, de 1822: “La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. […] La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos.”
El problema es que esa forma de comprender la sociedad y la actividad política han llegado a un límite que requiere de una urgente reformulación. De lo contrario se corre el riesgo de aumentar aún más la conflictividad social.
Sorprende que, a propósito de la revuelta de octubre, analistas sigan preguntándose – igual que a comienzos del siglo XX – cómo es posible que la ciudadanía se levante así, qué grupos concertados radicalizaron el movimiento o, peor aún, sigan buscando a los agitadores extranjeros que sublevaron al pueblo. A “su” pueblo.
Cuando se tiene en reiteradas oportunidades a un par de millones de personas protestando en las calles de todas las ciudades y pueblos de Chile, es evidente que las preguntas están mal planteadas. No hay capacidad operativa para coordinar simultáneamente tomas y cortes de camino de Arica a Punta Arenas, como tampoco suficientes activistas extranjeros para desarrollar tamaña agitación. La pregunta es mucho más simple: ¿cuál es el origen y el grado de descontento de la población, que la lleva a movilizarse en esos volúmenes y con esa determinación?
A las limitaciones de modelo de desarrollo (vistas en un artículo anterior) se agregan las del sistema político. La sociedad cambió, se hizo más diversa, surgieron derechos donde antes no los había, minorías cansadas de discriminaciones se empoderaron, los territorios exigen mayor descentralización, los postergados quieren más igualdad, grupos generacionales se han hecho más reivindicativos, poblaciones indígenas reclaman reconocimiento y estatus político. Y así suma y sigue.
Los valores de la elite ya no son dominantes. En el nuevo contexto, son sólo un grupo social más, minoritario, que no encarna hoy ni un ejemplo, ni el proyecto de país de otros grupos sociales mayoritarios. Al contrario, aparecen como distantes, egoístas y extemporáneos. Si a lo anterior se agrega el desprestigio de la actividad política institucional, propiciado en gran parte por sus propios protagonistas, se tiene el cóctel perfecto: un sistema político concebido y administrado principalmente por la elite, cada vez menos capaz de integrar la diversidad y de resolver los conflictos originados en las nuevas realidades sociales, y en extremo deslegitimado. Por ello la gente decidió salir a la calle, a intentar conquistar un espacio político para construir un mejor futuro. Y como se trata de eso, de un futuro mejor para sí y sus descendientes, que supere las injusticias actuales, le tiene escaso miedo a las lumas y a las amenazas. De ahí la urgencia de repensar y cambiar este modelo.
En el fondo, lo que el gobierno, la derecha y la elite política no logran comprender es que la sociedad civil se ha hecho más diversa y que se ha politizado más que nunca. Pero dado que el sistema político no tiene capacidad de integrar esa diversidad y esa voluntad de participación, no sólo no resuelve, sino que acrecienta los conflictos sociales.