El plebiscito del 25 de octubre es un evento de suma relevancia para el país, por lo que resulta necesario reflexionar sobre las trabas que han dificultado la realización de cambios y derogaciones constitucionales en democracia, como así también sobre la relevancia del proceso constituyente para la reconstrucción del tejido social. La Constitución es el conjunto de leyes fundamentales del país. Se considera la “ley de leyes”, pues tiene jerarquía y manda por sobre todos los demás cuerpos legales, es decir, ninguna normativa puede estar en contradicción con ella. Su importancia se debe a que la Constitución consagra los derechos fundamentales de la ciudadanía, por ejemplo, el artículo 1 establece que “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”; y, por otro lado, da forma política al Estado, como el artículo 3 que señala que “El Estado de Chile es unitario”.
Dado que se trata de las leyes fundamentales de un país es que, la modificación o derogación de la Constitución (y de las leyes que incluye) es considerablemente más difícil que el resto de las leyes comunes. Por lo mismo, contiene una serie de mecanismos que buscan proteger de todo evento sus aspectos fundamentales, separándolos de la discusión pública y evitando que sus artículos puedan ser cambiados o modificados. Esto no tiene nada de malo si pensamos, por ejemplo, en el artículo 1 o el artículo 3, que deben mantenerse.
Sin embargo, el problema en Chile se originó cuando la Junta Militar y sus aliados civiles (principalmente Jaime Guzmán), impusieron arbitrariamente en la Constitución de 1980 los lineamientos del modelo político-económico y social que estaban implementando en el país, con el objetivo de evitar que la ciudadanía -y, en concreto, el poder legislativo- pudieran cambiarlos. De esta forma, su estrategia fue amarrar el modelo, pues sabían que tarde o temprano retornaría la democracia y temían su modificación. De hecho, esto se refleja en el pensamiento de Jaime Guzmán al analizar el nuevo régimen político que se crearía con la Constitución que se estaba redactando: “si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque -valga la metáfora- el margen de alternativa que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario” (Guzmán, 1979, p. 19).
Si bien, Guzmán en el mismo artículo sugiere que este “nuevo régimen” podría ser revertido en democracia (p. 21), primó exactamente lo contrario, pues para defender el modelo se diseñaron una serie de mecanismos, cerrojos, trabas o trampas constitucionales, que han dificultado extremadamente poder cambiarlo. Estos mecanismos son lo que Fernando Atria (2013) denominó “las trampas de la Constitución”, los cuales mencionaré brevemente:
Más allá de estas trabas aún vigentes, para comprender mejor el espíritu de la Constitución de 1980, vale la pena mencionar también aquellas trabas que estaban en el texto originalmente, pero que en las últimas décadas lograron ser derogadas.
La combinación de los cerrojos mencionados, fueron cuidadosamente diseñados con el fin de dejar el país bien amarrado antes del retorno de la democracia. Esto es lo que se denominó como “democracia protegida” que, en la práctica, es profundamente antidemocrática, ya que, independiente de qué grupo gobierne o tenga la mayoría en el Parlamento, hay elementos que son imposibles de cambiar. Por estos motivos, la Constitución de 1980 refleja una concepción de la democracia como algo que debe ser neutralizado, pues restringe a la población la capacidad de tomar decisiones sobre temáticas relevantes para su vida, una suerte de camisa de fuerza.
Si bien uno podría estar de acuerdo en que ciertos temas requieren consensos elevados para poder ser modificados (por ejemplo, los artículos 1 y 3 anteriormente mencionados), lo que realmente está detrás de los mecanismos citados es la intención de proteger y perpetuar el proyecto político-económico de la dictadura, también llamado “modelo neoliberal”. Para esto, le otorga a la élite el poder necesario de frenar cualquier cambio y mantener así un modelo económico profundamente desigual que, sin estas trabas, sería prácticamente imposible de sostener. En otras palabras, no se puede cambiar nada que la élite no quiera cambiar, y hoy, 40 años después de que se promulga la Constitución, esto es precisamente lo que nos impide hacer algunas de las reformas esenciales que son demandadas por la ciudadanía.
Hay quienes argumentan que estas trabas son falsas, pues se han realizado diversas modificaciones a la Constitución original de 1980 (entre ellas, 54 reformas en 1989 y 58 reformas en 2005), llegando a argumentar que esta es “la Constitución de Lagos”. No obstante, ninguna de estas modificaciones ha sido sustancial ni ha apuntado a cambiar el equilibrio de poder en el país (Heiss, 2020). Incluso, como afirmó Andrés Chadwik siendo senador en 2005: “Por muy importante que hayan sido las reformas que hemos compartido y consensuado, sigue siendo la Constitución de 1980. Se mantienen sus instituciones fundamentales tal como salió de su matriz.” (El Mercurio 23/09/2005: Atria, 2013. p.17). Asimismo, las reformas del 2005 se dieron en un contexto donde la derecha iba a quedar en desventaja frente a la Concertación en el Senado, y por eso, accedió a negociar ciertas reformas constitucionales.
Por otro lado, como explican Atria (2013) y Heiss (2020), una consecuencia de las trabas ha sido la profunda desilusión de la población con la política (y la clase política). La confianza en las instituciones está por el suelo y sus actores completamente desacreditados. Recordemos la encuesta CEP de enero 2020: el presidente tenía la aprobación de un 6%, el Congreso un 3% y los partidos políticos un 2%. A su vez, la participación electoral de las personas es muy baja. Es una profunda crisis de la democracia; sin embargo, no debería sorprender a nadie, pues dado que el amarre y la imposibilidad de cambiar aspectos importantes del modelo, la ciudadanía ya no cree en la política y ha dejado de participar (la población dice “la política no sirve para nada”).
La realidad es que bajo nuestro sistema constitucional actual la política no tiene capacidad para resolver los problemas de la población, por lo que ha perdido la representación de la ciudadanía. Es más, al mantener este modelo altamente desigual, ha contribuido a agudizar los conflictos sociales. Ante esto los movimientos sociales han sido los encargados de canalizar las demandas ciudadanas; y mientras más incapaz es el sistema político de resolverlas, más fuertes son las movilizaciones (2006, 2011, 2015, 2019 y 2020), abarcando cada vez más temas: educación, igualdad de género, medioambiente, pensiones, salud, entre otros.
Es claro que el país requiere de una nueva Constitución y un nuevo pacto social que permita superar el legado autoritario y antidemocrático de la de la constitución de 1980. La consigna de la derecha, “rechazar para reformar” es un engaño, pues sus representantes seguirán protegiendo sus intereses y los de la élite, rechazando los intentos por cambiar este modelo que los beneficia.
Si bien, es cierto que el cambio constitucional no resolverá los conflictos de la noche a la mañana, este es completamente necesario para poder iniciar un proceso de cambios que permitan solucionar los problemas del país a mediano y largo plazo. De ganar el Apruebo y la Convención Constitucional, podremos reclamar nuestra legítima autoridad y soberanía para tomar decisiones sobre aquellos temas que consideramos esenciales para nosotros y para el país, sin que estos sean manipulados por la élite política. Para ello, la elaboración de una Constitución paritaria, democrática e inclusiva será fundamental para recuperar la confianza en el camino por la deliberación democrática. Es ahora cuando más se requiere de la participación de la ciudadanía, no solo en el plebiscito, sino que sobre todo en el proceso constituyente que le seguirá.