En el actual proceso constituyente, los temas asociados a la Función de Defensa y a las Fuerzas Armadas han surgido tempranamente. Esta celeridad era esperable y diríase necesaria. En la actual Carta Fundamental, las Fuerzas Armadas tienen un reconocimiento y una regulación fundamental bien desarrollada. En esto, el texto vigente sigue una evolución gradual, cuyos orígenes se remontan al Reglamento Constitucional de 1811 –documento en todo caso muy primitivo para ser llamado una constitución propiamente- hasta la reforma constitucional de 1970, que modificó el texto del artículo 22 original de la Carta de 1925 y sentó las bases del tratamiento que la actual Constitución otorga a las Fuerzas Armadas y a la institucionalidad de la Defensa, manifestada, esta última, en la cobertura que el actual artículo 101 otorga al Ministerio de Defensa Nacional.
Entre los varios temas relativos a las Fuerzas Armadas que el actual y acelerado debate ha perfilado, se cuenta aquel relativo a sus roles y misiones. Nuevamente, esto no debe sorprender. En un sistema democrático lo que las instituciones armadas estén jurídicamente habilitadas para hacer subyace en el centro de las relaciones político-militares, a su turno uno de los argumentos principales que avalan su reconocimiento y regulación constitucional. La vieja cuestión ¿Quis custodiet ipsos custodes? se manifiesta en pleno en este ámbito.
Por lo pronto, en este debate se ha adelantado ya una visión restrictiva de la misión de las FFAA. En esta perspectiva deberían, exclusivamente, ser responsables de la seguridad exterior del país, sin otros cometidos. Esto asume, presumiblemente, que el único riesgo a la seguridad exterior del país proviene de una agresión convencional, por parte de un actor formal del Sistema Internacional. Desde luego, este es un planteamiento legítimo que se inscribe en las discusiones generadas principalmente en América Latina, a propósito del otorgamiento de cometidos policiales a las fuerzas militares.
La cuestión es si esa visión se condice con las realidades estratégicas de Chile.
Por lo pronto, tanto la Fuerza Aérea como la Armada tienen responsabilidades de seguridad que se ejercen al interior del país: la vigilancia y protección de su espacio aéreo y la función de policía marítima. De igual modo, el Ejército ejerce soberanía efectiva en áreas territorialmente sensibles. No se ve que otras organizaciones pudieren reemplazarlas en tales misiones. Pero, naturalmente, esto no es todo. En los escenarios actuales de seguridad internacional resulta muy difícil separar las amenazas externas de aquellas de raigambre doméstica. La <<guerra híbrida>> y el <<conflicto de cuarta generación>> implican el empleo alternado o conjunto de medios militares, acciones criminales y/o subversivas, ciberguerra y varias otras formas no convencionales de agresión. De igual modo existen nuevos dominios de naturaleza estratégica, entre estos el espacio, que afectan la seguridad de los Estados. Paralelamente, el sistema internacional muestra signos de desregulación. El escenario post pandemia sugiere mayor conflictividad y menos respeto a las normas. Y todo ello sin desconocer que el empleo o la amenaza del uso de la fuerza en sus dimensiones convencionales, sigue vigente. La reciente confrontación en el Mediterráneo Oriental y la guerra en el Cáucaso lo evidencian sin duda.
Es evidente, por otra parte, que no es posible asegurar, a priori, que los avatares de la seguridad internacional no se proyectarán sobre el horizonte estratégico del país. La experiencia de la Segunda Guerra Mundial, cuyo 75º aniversario se conmemoró este 2020, proporciona un buen ejemplo: no obstante la lejanía de Chile de los frentes de combate y la neutralidad que adoptó al comenzó del conflicto, el país igualmente se vio afectado por la guerra y, eventualmente, no pudo sustraerse a sus realidades estratégicas y diplomáticas. Hoy el asunto es aún más complejo. Chile no puede confiar solo en su distancia física –que no política- de las áreas de confrontación. Lo que ocurre en el Hemisferio Norte puede tener efectos reflejos en otras áreas del planeta. Por otra parte, la “neutralidad activa” que Santiago ha decidido respecto de las confrontaciones globales, como toda neutralidad, no puede depender solo de la buena voluntad y del Derecho Internacional. Suecia y Suiza son prueba de lo aseverado. De igual modo, Chile aspira a jugar un cometido relevante en la seguridad internacional, especialmente en los escenarios geográficos de su interés estratégicos, lo que asume, desde luego, tener la habilitación normativa para hacerlo.
Todo esto tiene efectos directos sobre las misiones de las Fuerzas Armadas. En la perspectiva de una Carta Fundamental, donde solo sería posible establecer los parámetros generales de las mismas, el horizonte estratégico del país sugiere, al menos, los siguiente cometidos y responsabilidades castrenses: defensa de la soberanía e integridad territorial del país; asegurar su independencia política, proteger a su población, coadyuvar a la consecución de sus intereses nacionales y apoyar a la Política Exterior. Lo anterior es sin perjuicio de las misiones que el mismo ordenamiento constitucional les asigne en el ámbito interno, los que deben ser discutidos sin complejos y con mirada de futuro. Estos cometidos, anclados en la Constitución deberán ser desarrollados luego por su legislación derivada, asignando las misiones más específicas para las Instituciones de la Defensa. Naturalmente, estas misiones deberían ejecutarse dentro de las políticas públicas respectivas (cuya definición esta fuera del ámbito constitucional) y bajo la égida de una institucionalidad superior de la seguridad y la defensa -hoy virtualmente inexistente- la cual sí debería ser parte del debate propio de la nueva Carta Magna. Así, misiones y responsabilidades como las antes planteadas, proporcionarían a las Fuerzas Armadas el sustrato normativo fundamental para el cumplimiento de su cometido natural y la continuidad de su presencia histórica en el desarrollo y devenir de la República.