El inicio de la tramitación parlamentaria del proyecto de ley “sobre protección de los neuroderechos y la integridad mental, y el desarrollo de la investigación y las neurotecnologías” (Boletín N° 13.828-19), patrocinado por los senadores Girardi, Goic, Chahuán, Coloma y De Urresti, exige prestar atención a algunos de los problemas jurídico-filosóficos que supone la consideración de los neuroderechos como nuevos derechos humanos. Como veremos, el principal problema detrás de la pretensión de regular los neuroderechos es su falta de definición, su imprecisión conceptual derivada, posiblemente, del desconocimiento científico sobre los términos que utiliza la norma. Así, por ejemplo, el proyecto define los neuroderechos como “Nuevos derechos humanos que protegen la privacidad e integridad mental y psíquica, tanto consciente como inconsciente, de las personas del uso abusivo de neurotecnologías” (art. 2D). Pero ¿qué es lo que debemos entender por “mental” y por “psíquico?, ¿en qué sentido serían dos entidades distintas?
El término “lectura de la mente” se ha utilizado para describir los mecanismos empleados por las interfaces cerebro-ordenador (BCI) y la decodificación neuronal mediante neurotecnologías. En la filosofía de la mente, la mente se refiere a estados mentales (imaginación, emociones, intenciones, percepción, toma de decisiones, etc.), y con las tecnologías de interfaz cerebral, la neurociencia ahora puede resaltar algunas correlaciones entre los estados mentales y la actividad cerebral. Por tanto, existe una base material para la mente. Sin embargo, el acceso a alguna base material de los estados mentales permanece fragmentado y no abarca simultáneamente todos los aspectos de la mente[1]. En otras palabras, los correlatos neuronales siguen siendo huellas físicas de la expresión de la mente, pero no son suficientes para pensar que constituyen la mente en su totalidad y que, a partir de ellos, se puede acceder a un pensamiento. Una cosa son datos fragmentados de huellas neuronales y otra muy distinta un pensamiento.
La investigación más avanzada en la actualidad sobre interfaces es la realizada por Edward Chang Chang y publicada recientemente en Nature, “Speech synthesis from neural decoding of spoken sentences” [2]. En ella se busca comprender la ciencia básica de cómo el cerebro controla nuestra capacidad para hablar, a fin de ayudar a personas con dificultad para comunicarse. Con todo, la técnica solo puede leer “señales” del habla, no lo que estamos pensando, no los pensamientos internos, pues tal investigación no es realmente posible en este momento y puede que nunca lo sea[3]. Aun cuando pudiéramos distinguir perfectamente las palabras que alguien intenta decir de las señales que emite su cerebro, ni siquiera estaríamos cerca a la lectura de la mente o el pensamiento, pues la tecnología solo nos permite mirar las áreas que son relevantes para los aspectos motores de la producción del habla, no aquello que constituye un pensamiento. Lo cierto es que no sabemos ni siquiera conceptualmente qué es y cómo se produce un pensamiento, de modo que hablar de la “lectura de la mente” es, todavía, solo metafísica.
Otro problema del proyecto deriva de la definición que hace de aquello que se quiere regular: las neurotecnologías. Ellas serían “el conjunto de dispositivos, métodos o instrumentos no farmacológicos que permiten una conexión directa o indirecta con el sistema nervioso”. Ahora, no se comprende, sin embargo, en qué medida podríamos distinguir ese tipo de métodos de otro tipo de avances tecnológicos no farmacológico que, desde hace mucho tiempo y de manera habitual observan, alteran y determinan nuestra psique. Desde la televisión al internet, desde las terapias psicológicas y psiquiátricas hasta las tomografías computarizadas, desde el implante cloquear hasta las intervenciones quirúrgicas cerebrales, todos instrumentos capaces de acechar o alterar de manera radical aquello que el proyecto llama “identidad personal” o libre albedrío.
Finalmente, si se analiza el proyecto desde una perspectiva filosófica se observa que quienes defienden los “neuroderechos” adscriben a una teoría reduccionista de la neurociencia cognitiva[4]. El reduccionismo nace de la antigua confusión cartesiana expresada en el dualismo mente/cuerpo, que hoy se ha reemplazado por otro dualismo igualmente erróneo: cerebro/cuerpo.
Aunque en el primer caso se requiere creer en una substancia no material y en el segundo en una material, ambos reduccionismos comparten los mismos problemas conceptuales. El principal de ellos (denominado “Falacia Mereológica”[5]) explica que la mente no es ni una sustancia idéntica ni distinta del cerebro y adscribir atributos psicológicos al cerebro es incoherente, pues el pensamiento y la sensación son atributos del ser humano, no de su cerebro. Del todo, no de solo una de sus partes. El ser humano es una unidad psicofísica, un animal consciente que puede percibir, actuar intencionadamente, razonar, tener emociones, usar un lenguaje y ser autoconsciente. No un cerebro dentro del cráneo de un cuerpo. De modo que resulta una pretensión de corte “reduccionista cartesiana” argüir que es necesario construir nuevos derechos a fin de proteger una parte específica del cuerpo humano, el cerebro, pues en ella se encontraría su identidad.
Una cosa es sugerir correlaciones entre un todo subjetivo y complejo (por ejemplo, la actividad de decidir) y alguna parte física particular de esa capacidad (como los disparos neuronales) y otra insinuar que la parte (el cerebro) es el todo (la persona). Estas afirmaciones no son falsas sino que, como afirmaba Wittgenstein, carecen de sentido. “Solo de seres humanos vivos y de lo que se les asemeja (se comporta de modo semejante) podemos decir que tienen sensaciones, ven, están ciegos, oyen, están sordos, son conscientes o inconscientes”[6]. Por ello, cuando John Searle se refería al papel del cerebro en el dolor concluyendo que “el dolor en el pie está literalmente en el espacio físico del cerebro”[7], cometía precisamente la falacia mereológica, al ignorar que la experiencia del dolor es solo susceptible de ser adscrita al animal humano como un todo, no a una de sus partes.
En la línea del clásico experimento mental de Rorty[8], se puede afirmar que para que el cerebroscopio pueda interpretar un patrón particular de actividad neuronal como representando mi experiencia de ver [un] autobús rojo, necesita más que poder registrar la actividad de todas esas neuronas en este momento presente, sobre unos pocos segundos de reconocimiento y acción. Tiene que haber estado acoplado a mi cerebro y mi cuerpo desde la concepción, o al menos desde el nacimiento, para poder registrar toda mi historia de vida neuronal y hormonal.
Entonces, y solo entonces, podría decodificar la información neuronal[9]. En el mismo sentido, supongamos que pongo mi firma en un documento. Aunque el acto de poner mi firma va acompañado de disparos neuronales en mi cerebro, esos disparos neuronales no explican lo que he hecho, pues al firmar mi nombre podría estar firmando un cheque, dando un autógrafo, legitimando un testamento o firmando un certificado de defunción.
En cada caso, el disparo neuronal es el mismo y, sin embargo, el significado de lo que he hecho al poner mi firma es completamente diferente en cada caso y esas diferencias son “dependientes de las circunstancias”, no solo el producto de mis disparos neuronales. Los disparos neuronales acompañan al acto de firmar, pero solo las circunstancias de mi firma, incluyendo la intención de hacerlo, son los factores significativos para explicar lo que he hecho[10]. La neurociencia cognitiva hoy solo es capaz de identificar de dónde provienen esos “disparos” neuronales, pero no tiene más idea de su significado que el que tiene Google o Facebook cuando hacemos “like” a una imagen que nos gusta.
Vale la pena, entonces, no exagerar lo que estas tecnologías pueden hacer y saber de nosotros, pues lo cierto es que los datos que diariamente entregamos a los gigantes de la tecnología –mediante el uso de los teléfonos inteligentes, el Echo de Amazon, Alexa o el Asistente de Google– también les permiten comprender y predecir nuestro comportamiento sin que, con todo, podamos decir que pueden leer nuestra mente.
[1] Rainey, S., Martin, S., Christen, A. et al. “Brain Recording, Mind-Reading, and Neurotechnology: Ethical Issues from Consumer Devices to Brain-Based Speech Decoding”. Sci Eng Ethics 26, 2020: 2295–2311
[2] Anumanchipalli, GK, Chartier, J. & Chang, EF “Speech synthesis from neural decoding of spoken sentences”. Nature 568, 2019: 493–498.
[3]Edward Chang en “Why computers won’t be reading your mind any time soon”, Wired. 12 March 2020.
https://www.wired.co.uk/article/brain-computer-interfaces.
[4] Bennett, M.R. and Hacker, P.M.S. Philosophical Foundations of Neuroscience, Blackwell Publishing. 2003.
[5] Ob cit., Bennett y Hacker. 2003.
[6] Wittgenstein, L. Investigaciones filosóficas, 1999, Altaya S.A, § 281.
[7] Searle, J. The Rediscovery of the Mind, MIT Press, 1992: 63.
[8] Rorty, R. Philosophy and the Mirror of Nature. New Jersey: Princeton U.P. 2 ed., New Jersey. 1980.
[9] Ob.cit, Rainey, S., Martin, S., Christen, A. et al. 2020.
[10] Patterson, D. Philosophical Foundations of Neuroscience. Bennett, M.R. and Hacker, P.M.S. Notre Dame Philosophical Reviews. 2003. https://ndpr.nd.edu/news/philosophical-foundations-of-neuroscience/