En artículo anterior sostuvimos que, producto de la pandemia, el cierre de fronteras en distintos continentes obligará a nuestro país, como en la crisis de los años treinta, a modificar el modelo productivo, basado en la exportación de recursos naturales. Las probables restricciones comerciales de bienes y servicios, en otras latitudes, exigirán una reorientación de las inversiones en favor de industrias de transformación.
Esto no es algo malo para Chile, ya que transitar desde la producción de materias primas hacia una economía industrial es lo que favorece el desarrollo y también debiera ayudar a fortalecer la frágil democracia chilena. En efecto, después de treinta años, de una economía que crece en medio de profundas desigualdades y de una democracia con serias restricciones, parece haber llegado la hora de cambiar.
Sin embargo, no resulta tan fácil modificar el sistema económico y el régimen político que lo sustenta, ya que encuentra un obstáculo mayor en el 1% que se ha apropiado del 30% de la riqueza nacional. Porque ese 1% tiene una fuerza poderosa, que se funda en dos tipos de grupos económicos, a veces entrelazados: unos, que han acumulado inmensas ganancias en la producción y exportación de recursos naturales; y otros, instalados en el sector comercial financiero, que se coluden para expoliar de forma inmisericorde a la ciudadanía.
Hay algo más. Las grandes ganancias de los grupos económicos le han otorgado un inmenso poder fáctico en el país, que se expresa en la propiedad de los principales medios de comunicación, en el control ideológico de las universidades y en la utilización de ese poder para comprar políticos y así favorecer sus negocios. Ello ha afectado el despliegue de una democracia plena en el país.
En consecuencia, el poder económico e ideológico del gran capital ha domesticado a políticos y economistas. Éstos no tienen independencia para controlarlo, no lo regulan, no le cobran royalties por la explotación rentista de nuestros recursos naturales, le facilitan la colusión y la elusión impositiva y, además, le han abierto el camino para que operen, sin control, en paraísos fiscales. Es preciso reconocer entonces que el gran capital es el que manda en Chile y debe ser disciplinado.
La clase política ha aceptado, con complacencia, la reproducción incontrolada de los grupos económicos, fundada en la explotación de los recursos naturales y en el predominio financiero. Por tanto, no sólo el gran empresariado sino también la clase política han renunciado a impulsar un proyecto nacional de desarrollo. Se contentan con “el crecimiento con reducción de la pobreza”, lo que al final ha culminado en un rechazo ciudadano generalizado del sistema económico y del régimen político existente. La espontanea rebelión popular del 18-0 no deja dudas de ello.
Lamentablemente, la mayor parte de los políticos y economistas asumieron el pensamiento único, incluso un vasto contingente que, durante la dictadura, rechazaban el neoliberalismo. El énfasis proempresarial antes que promercado, que ha caracterizado el pensamiento dominante de las elites renunció así a una política industrial y con ello al desarrollo de nuestro país. La tesis mentirosa de la neutralidad del Estado, utilizada para justificar el modelo existente, ha servido para que nuestra economía fuera acorralada en la producción de recursos naturales y exacerbara el parasitismo del sector comercial financiero.
Junto a la instalación del pensamiento neoliberal, el tipo de economía que se ha construido en nuestro país no hubiese sido posible sin la instalación de fluidos vasos comunicantes entre la política y los negocios. Es lo que ha permitido el cohecho de políticos y también que exautoridades gubernamentales se instalen en los sillones de las grandes empresas, para facilitar el tráfico de influencias y hacer crecer los negocios del gran capital.
Para desarrollar Chile es necesaria la colaboración entre un Estado moderno y dialogante y el sector privado. El Estado debe ser capaz de proponer un camino hacia el desarrollo con el más amplio acuerdo social posible, realizar inversiones necesarias y establecer incentivos correctos. Mientras que es necesario contar con un sector privado innovador y dinámico, que no tema a los cambios.
Sin embargo, el gran empresariado chileno es reacio a cambios sustantivos. No renunciará fácilmente a los espacios abiertos por la dictadura de Pinochet y consolidados por los gobiernos de la Concertación. Pero, las restricciones que comienza a imponer la economía global, junto a la abrumadora aprobación en favor de una nueva Constitución, generan condiciones para empujarlo a cambiar. Lo exige el desarrollo de Chile.
En consecuencia, es tarea imprescindible “disciplinar” el gran capital. ¿Qué significa disciplinar el gran capital?
En primer lugar, significa impulsar una estrategia de alianzas, un gran acuerdo social, que reúna las fuerzas del Estado, trabajadores, organizaciones de la sociedad civil, junto a pequeños y medianos empresarios. Es la manera de hacerle contrapeso al gran capital.
Por cierto, esa alianza requiere de políticos que encabecen un Gobierno, con completa independencia del gran empresariado y estén comprometidos con una política nacional de desarrollo.
En segundo lugar, disciplinar significa comprometer al gran capital en una estrategia de desarrollo, con políticas públicas que orienten a los inversionistas hacia actividades de transformación industrial, en sectores complejos y que apunte a una inserción exportadora en escalones más altos de cadenas regionales y globales de valor.
Ello exige terminar con el Estado subsidiario y, por cierto, olvidarse del generoso regalo existente actualmente en favor de la explotación de recursos naturales sin procesar. En cambio, el Estado podrá ofrecer incentivos a la inversión en las actividades de transformación y en la producción de ciencia y tecnología.
En tercer lugar, habrá que erradicar, sin contemplaciones, los abusos a los consumidores por parte de empresas de servicios y grandes cadenas del retail, así como las colusiones de precios y los acuerdos oligopólicos entre empresas productoras de bienes y servicios, en la banca y en el comercio.
Será necesario entonces un SERNAC y una Fiscalía Nacional Económica potentes, que se coloquen del lado de consumidores y clientes. Para ello, es necesario modificar las atribuciones del SERNAC de forma que pueda aplicar sanciones administrativas (lo que fue bloqueado por el Tribunal Constitucional en 2018) y, desde luego, también exige una legislación que castigue severamente a los que violen las leyes del mercado, para que no les sea más conveniente pagar multas que cumplir con la ley. Se necesita, finalmente, que frente a las controversias, las leyes e instituciones del Estado depositen el peso de la prueba en las empresas y no en las personas.
En cuarto lugar, pastelero a tus pasteles. La plata no puede mandar cuando se trata de medios de comunicación. El empresariado que explota actividades productivas o se dedica a la banca, al comercio u otros servicios no debiera controlar, al mismo tiempo, medios de comunicación.
Cuando un pequeño número de grandes empresas controlan los medios se favorecen intereses económicos particulares, lo que daña el papel democrático de los medios de comunicación. Así sucede actualmente en Chile y esto debe cambiar, si se desea construir una democracia plena, con equilibrios sociales y políticos.
En quinto lugar, el pago empresarial a políticos debe terminar y también la instalación fácil de ex funcionarios de gobiernos en los directorios de las grandes empresas, para favorecer contactos y ganar influencia en las instituciones públicas. La ética, el desarrollo económico y la democracia no pueden aceptar la indignante complacencia frente a la corrupción de parte de instituciones gubernamentales y judiciales, como ha sucedido recientemente con los casos de Penta, Ponce Lerou y Angelini. Se debe respetar la igualdad ante la ley y castigar a quienes delinquen, aunque sean parte de la elite.
En sexto lugar, será preciso transparentar los flujos indiscriminados de capital hacia los paraísos fiscales, pues estos representan un incentivo a la corrupción, a la evasión y elusión fiscal de grandes empresas y súper ricos, contribuyendo así a la desigualdad y el crimen. Además, debiera existir, para toda autoridad pública, la obligación de entregar su consentimiento para que el SII pueda confirmar en otros países que no tiene cuentas sin declarar en el extranjero.
En séptimo lugar, la protección del medio ambiente es ineludible. El Estado no puede permanecer impasible con la proliferación de zonas de sacrificio en beneficio ganancias empresariales. Basta de niños intoxicados porque viven cerca de chimeneas industriales o de comunidades enteras dependientes de camiones aljibes para sus necesidades básicas de agua y de mineras que destruyen glaciares.
El desarrollo y la democracia no pueden construirse sin equilibrios económicos, sociales y medioambientales. Con el actual poder fáctico de los grupos económicos esos equilibrios son imposibles. Es preciso “disciplinar” el gran capital por razones productivas y financieras; pero, además, por el monopolio que ejercen sobre los medios de comunicación, porque coluden precios contra consumidores modestos, porque depredan el medio ambiente y sobre todo porque corrompen políticos en beneficios de sus negocios. La democracia y el desarrollo de Chile lo exigen.