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La desesperada necesidad de una nueva Constitución y la traición del proceso constituyente Opinión

La desesperada necesidad de una nueva Constitución y la traición del proceso constituyente

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Diego Ancalao Gavilán
Por : Diego Ancalao Gavilán Profesor, politico y dirigente Mapuche
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Tal vez deba comenzar esta columna pidiendo excusas a quien lee. Digo esto, porque en el texto que sigue subyace un conjunto de convicciones atravesadas por la desconfianza y la sospecha.

El problema es que en mi condición de mapuche he aprendido a mirar la realidad desde una posición de suspicacia, luego de un entrenamiento intensivo de discriminación e intento de exterminio sufrido por mi pueblo, desde el momento mismo de la llegada de los conquistadores europeos hace exactamente 485 años. A esas características muy propias del imperio español, se sumó un esfuerzo sistemático de anulación del Estado de Chile desde su fundación, hace poco más de 200 años.

Todo este tiempo es más largo que lo que duró la esclavitud en Estados Unidos y la extensa experiencia de discriminación sufrida por su población negra, que a pesar de la inmolación de mártires como Martin Luther King y la valentía descomunal de Rosa Parks, aún persiste.

Señalo todo esto para que se sepa desde dónde pienso, hablo, escribo y existo. En efecto, soy parte de ese pueblo que se manifestó con fuerza el 18 de octubre de 2019 y que fue capaz de abandonar definitivamente la indiferencia y la resignación, para exigir el respeto que cualquier ser humano se merece, independientemente de su condición.

Aferrándonos a la verdad y cumpliendo un mandato de justicia, hay que decir que ese levantamiento social fue una manifestación de la soberanía popular en su más auténtica expresión. Los partidos políticos de todo el abanico ideológico miraron esto con la mayor de las sorpresas, como si vinieran descubriendo que el mundo no era como ellos lo habían diseñado, con tanto sacrificio. De la sorpresa inicial, pasaron al pánico, derivado del aterrizaje forzoso a la realidad, pues se caía ante sus ojos la arquitectura que se había acomodado tanto a sus impúdicos intereses.

Con el terror instalado en sus rostros, pero bien disimulado por supuesto, comenzaron a recuperar la compostura. Y finalmente comenzaron a pensar. Obviamente sus pensamientos se centraron no en el bien de Chile, que hubiera sido lo deseable, sino más bien en cómo evitar el colapso de su mundo ideal.

Y entonces llegó el “acuerdo por la paz y la nueva Constitución”, luego de 29 días de lo que ellos denominaron el “estallido social”, un buen nombre para lo que les estaba ocurriendo.

Entonces, todo el espectro político recobró la calma y encontró la forma de recuperar las riendas de este caballo desbocado. Como el mejor de los magos, sacaron del sombrero el discurso de acogida a las exigencias del pueblo para crear un nuevo orden de cosas, a través del cambio de la nueva Carta Fundamental. Muchos seguramente ensayaron ante el espejo la mejor de sus caras, para no dejar que ningún músculo actuara por su cuenta.

Pero la estrategia ya había sido bien pensada y consumada. No crea usted que le atribuyo a nuestra clase política demasiadas capacidades e inteligencia, lo que ocurre es que el instinto de supervivencia desata en los seres humanos habilidades inesperadas.

El punto es que se dio luz verde a la nueva Constitución, pero una luz roja destellante a los mecanismos que posibilitarán su desarrollo verdaderamente participativo y su configuración efectivamente democrática. Otra vez el “Gatopardo” de Lampedusa, como principio de acción: “Que todo parezca que cambie, para que todo siga igual”.

Me recorren malos pensamientos sobre el proceso constituyente en el que estamos embarcados. Lo que ocurre es que percibo una distancia abismal entre el Chile que despertó en los brazos de gente común, esperanzada en un país más equitativo y justo, y la forma en que el sistema de partidos está administrando este momento crucial de nuestra historia.

La gran mayoría de nosotros hemos sufrido la opresión de una casta política en la que ya nadie cree y la exclusión económica de manos de grupos de poder coludidos para sostener ese statu quo. Ahora bien, que hablemos en este tono, no quiere decir que seamos antipolíticos, de hecho me autodefino como tal, solo que bajo paradigmas completamente diferentes.

Pero lo que está ocurriendo tiene su mérito. ¿Cómo lograron generar estas percepciones de cambio, en un momento que todos rechazaban a los políticos profesionales? La respuesta es tan triste como simple: llevaron el conflicto a su campo de batalla, es decir, a las votaciones en el Congreso y a un plebiscito cuyo resultado era previsible. En definitiva, se diseñó un proceso constituyente normado para establecer una camisa de fuerza que impide la participación real de la ciudadanía, presidentes de organizaciones de base, independientes y pueblos originarios. De este modo, lograron asegurar la hegemonía en los partidos de gobierno y oposición superando los 2/3 de los constituyentes, dejando a los cupos indígenas y a los independientes, como una señal de una supuesta legitimidad democrática.

Respecto de los cupos reservados para los pueblos indígenas, solo puedo decir que resulta ser un buen gesto, una concesión graciosa, un avance relativo, muchas cosas, pero finalmente un show que raya en lo patético. Es decir, seguimos siendo llamados a participar pero no a decidir.

En este punto quiero hacer una advertencia que es más bien una constatación. Creo que las movilizaciones sociales de 2019 no fueron un arrebato irreflexivo de la gente, sino la expresión de una indignación contenida por mucho tiempo y sustentada en la experiencia dolorosa de una exclusión premeditada. Desde ese punto de vista, si no hacemos algo muy pronto podemos vernos obligados a la disyuntiva entre la violencia o la paz. La violencia se despertará cuando el Chile excluido se dé cuenta que nuevamente la casta política lo ha traicionado. Y es que resulta muy evidente que este proceso constituyente está viciado y carece de las condiciones para garantizar el dialogo democrático y deliberativo.

El tiempo es algo que, hace mucho rato, ya no está a favor de los viejos comportamientos. Pero hoy el tiempo corre a favor de los humildes y los que sueñan con un país más respetuoso de la dignidad de las personas y las comunidades.

No aspiro a derribar mitos, esto es una realidad que conocemos muy bien. Aun así, sigo creyendo que «otro Chile es posible», sigo creyendo que la libertad no es ni ha sido nunca un regalo, siempre es el resultado de una lucha por recuperarla. En cierto sentido, esta es una lucha por la decencia y, para ello, tenemos que deshacernos de dos ideas falsas que continúan existiendo en nuestra sociedad. Una, es la noción de que solo el tiempo puede resolver el problema de la injusticia. Lo cierto es que no estamos dispuestos a seguir esperando.

Y la otra idea, que los ciudadanos son violentos por reclamar sus derechos. En esto la cosa es muy clara: ha habido una gran mayoría que ha manifestado sus legítimas demandas y grupos reducidos que han aprovechado este movimiento masivo para promover actos completamente censurables. Mientras la casta política posponga la justicia, estaremos en la posición de tener estas recurrencias de disturbios una y otra vez. La justicia social y el desarrollo son los garantes absolutos de la prevención de la violencia y la paz social.

Como lo he señalado en muchas ocasiones, me asiste la esperanza de un tiempo en que aprendamos del Buen Vivir, que nos enseñaron nuestros pueblos ancestrales y que se basa en la cooperación y no en la competencia salvaje por poner la utilidad por sobre el hombre y la madre naturaleza.

En ese sentido, nuestro camino es la instalación de una sociedad en que prime el carácter de Estado plurinacional, que es ni más ni menos que el reconocimiento de lo que somos, una nación de naciones. Pero esto, una vez más, choca con intereses económicos y políticos, de matiz claramente racista, que, por ejemplo, se pueden apreciar en los dichos del miembro de la Comisión de derechos humanos del Senado, Iván Moreira, muy conocido por esa elegante frase que aludía al “raspado de la olla” o más claramente al financiamiento irregular e ilegal de la política. Este personaje, hizo declaraciones sobre un fallo judicial que, en su fundamento, hacía referencia a que el Pueblo Mapuche constituye una nación. Al respecto decía: “Me parece desafortunado y grave este fallo de la Corte de Apelaciones de Valdivia, que señala que el pueblo mapuche es una nación”. Además, se adelanta o dicta el fallo de la Corte Suprema al decir que “no le cabe de menor duda que este fallo va a ser desestimado y revertido por la Corte Suprema, porque aquí hay un solo territorio y una sola nación que es Chile, este es un fallo que no se ajusta a derecho, es un fallo que atropella nuestra propia Constitución”.

Este hecho, que para Moreira es un atentado a la institucionalidad, para nosotros constituye un hito único en la historia de Chile, ya que el discurso hegemónico del mundo político (de izquierda y derecha) que han administrado el Estado, ha consolidado la idea que el Wallmapu (territorio mapuche) simplemente ha sido anexado por la fuerza a este Estado unitario. Para ellos, la nación mapuche no existe, y somos solo una población de origen indígena, patrimonio de la nación chilena (art. 7, Ley 19.253).

Este fallo resulta muy doloroso para los sectores más racistas y arribistas, representativos de sectores políticos fundamentalistas, pero por sobre todo, para esa casta que ha comprado tierras mapuche de forma irregular. Todo ello es una señal más de las complejidades que abre el proceso constituyente y la necesidad imperiosa de definir nuevos parámetros de convivencia y de comprensión del modo en que queremos desarrollarnos.

Con esto quiero decir, finalmente, que es muy plausible que el resultado de la construcción de la nueva Constitución tenga elementos para “agradar al pueblo”. Esto puede quedar reducido a una mera serie de declaraciones de buenas intenciones, pero sin una aplicabilidad efectiva, al estilo del artículo 1º de la actual Constitución, que señala que “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. ¿Usted cree que ese principio rige de verdad en la convivencia de Chile?

Tenemos un camino que recorrer y este tiene nombre y apellido y se denomina Kume Mongen, el Buen Vivir, en que todos reciban lo necesario y a nadie le falte lo indispensable.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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