Trump se proyectó como un hombre del pueblo –un multimillonario, difícil de creerlo– y amenazó con no reconocer los resultados electorales si le eran adversos cuando enfrentó a Hillary Clinton. Su apuesta surtió efecto y alcanzó 306 electores en contra de los 232 de su contrincante, el mismo número con que Biden lo venció cuatro años después. Y la advertencia de 2016 se ejecutó al cuatrienio, al darle un empujón al grupo más proclive a la insurrección dentro de los congregados en las inmediaciones de la Casa Blanca. Toda una trama que recuerda a ratos la primera parte de la ficticia novela de Philip Roth, “La Conjura contra América”. Solo que no es una ucronía, es la realidad.
Cuando apenas faltaban dos semanas para concretar el traspaso de mando en Estados Unidos y habiéndose superado ciertos obstáculos del posproceso electoral –como las denuncias de fraude desechadas por los tribunales– todo hacía presagiar que el último acto de este drama político ocurriría en la sesión del Congreso Pleno para confirmar al presidente electo, mediante la rebelión de 11 senadores y 24 representantes republicanos, liderados por Ted Cruz, que exigiría una comisión para investigar las denuncias en estados como Arizona. Sin embargo, Trump tenía otros planes.
Durante cinco años –desde que era candidato– nos acostumbró a sus sorpresas y en este caso tampoco defraudó en ese sentido. La grabación en la que presionó, el sábado último, al secretario de Estado de Georgia para objetar los 11 mil votos de diferencia estadual, y la conminación a su vicepresidente para no ratificar a la dupla Biden-Harris en el mismo rito, son inéditas en la historia de Estados Unidos. Qué importaban las 12 enmiendas de 1804 respecto a fijar el procedimiento a seguir para consagrar la jefatura nacional. Para el creador del reality “El aprendiz” todo era posible y, si las autoridades de su partido republicano eran inmunes a sus atributos carismáticos, siempre queda el expediente de las masas.
Su discurso en Washington volvió a vociferar que las elecciones “habían sido robadas”, agregando la petición a sus fieles partidarios de marchar hasta el Congreso y así respaldar a los senadores objetores. Cruz y el representante de Arizona nunca terminaron de presentar su documento. Multitudes comenzaron a ingresar ilegalmente al Capitolio –símbolo mayor de la democracia en ese país, aunque denominado por Trump simplemente como “el pantano”–, por lo que la sesión fue interrumpida. Hubo disparos y una mujer murió. La primera pregunta que aflora es: ¿cómo el país con mayor presupuesto de defensa y protección doméstica permitió a un grupo de insurrectos aproximarse a una de las ramas del Gobierno –como se conoce en la tradición anglosajona al Legislativo–? El otro brazo gubernamental, el Ejecutivo, no advirtió peligro alguno en la columna que se dirigió al Congreso, envuelta entre banderas de los cincuenta estados y otras de la confederación sureña extinta en 1865.
[cita tipo=»destaque»]Se cumple la profecía de la estrategia populista: el pueblo contra la elite sumado a una visión maniquea que desdeña todo pluralismo y diversidad de opiniones, rotulándola como traición a una verdad revelada por el líder mesiánico en términos absolutos: no hay matices ni grises, todo es negro o blanco.[/cita]
Desde luego aquello no nos sorprende demasiado en América Latina. Recientemente el Congreso de Guatemala fue asaltado en nombre del desalojo de la élite, y en 2001 ocurrió lo mismo en Buenos Aires bajo la administración de De la Rúa. Los legislativos son el símbolo de las clases políticas y, por lo tanto, allí un movimiento popular escenifica su disgusto contra sus dirigentes. Pero en Estados Unidos este tipo de inflexiones no ha sido la tónica, menos la incitación presidencial a enfrentar a los políticos del Congreso en su sede. Y el efecto de imitación local puede replicarse en otros estados de la Unión Norteamericana. Facciones de la “alt right” combinados con la derecha extrema de los supremacistas, segmentos distintos a los neoconservadores que en general han reconocido los resultados electorales, pueden verse incentivadas a ensayar el mismo derrotero de ataque a las instituciones de su entorno.
Se cumple la profecía de la estrategia populista: el pueblo contra la elite sumado a una visión maniquea que desdeña todo pluralismo y diversidad de opiniones, rotulándola como traición a una verdad revelada por el líder mesiánico en términos absolutos: no hay matices ni grises, todo es negro o blanco. Por supuesto esto tampoco es nuevo en la historia de la democracia de Estados Unidos de América, que, con todas sus contradicciones históricas, como la esclavitud primero y la segregación racial después, había logrado mantener el respeto público a las instituciones brotadas de la voluntad popular.
Ahí están los casos del padre Coughlin que demonizaba las políticas del New Deal de Roosevelt como “socialistas” en la década de los 30, o la “caza de brujas” emprendidas por el senador McCarthy en la década de los 50 contra todos los “comunistas” infiltrados en el Gobierno, sin olvidar al gobernador demócrata por Alabama, George Wallace, que respondió a las políticas antidiscriminación racial de la administración Kennedy con su salida de la tienda azul (color demócrata) para fundar su propio Partido Americano Independiente, compitiendo en 1968 por la Casa Blanca, el año de Nixon.
Desde luego son muchos los parecidos, el sacerdote católico se apoyó en su audiencia radial de cerca de 40 millones de radioescuchas para declamar sus rasgos judeofóbicos. El senador por Wisconsin tenía la capacidad de transformar los interrogatorios del Comité que presidía en un plató televisivo, usando la nueva caja que se expandía en los hogares norteamericanos. Y Wallace sorprendía por sus discursos, entre otros, el célebre que remató con las palabras “segregación hoy, segregación mañana, segregación por siempre”. Desde luego, como sus precursores, Trump es ducho en el uso político de las actuales Nuevas Tecnologías de la Información. Pero sobre todo llaman la atención los parecidos entre el lema de campaña de Wallace, “De pie por América”, y el mitologema palingenésico (renacimiento nacional) de Trump: “Haz grande a América otra vez”. Pero ahí donde otros fracasaron, Trump lo logró. Conquistó al poder desde adentro, capturando al Partido del Elefante –ya sensibilizado por la irrupción del “Tea Party” en tiempos de Obama– y laminando a sus oponentes.
Se proyectó como un hombre del pueblo –un multimillonario, difícil de creerlo– y amenazó con no reconocer los resultados electorales si le eran adversos cuando enfrentó a Hillary Clinton. Su apuesta surtió efecto y alcanzó 306 electores en contra de los 232 de su contrincante, el mismo número con que Biden lo venció cuatro años después. Y la advertencia de 2016 se ejecutó al cuatrienio, al darle un empujón al grupo más proclive a la insurrección dentro de los congregados en las inmediaciones de la Casa Blanca. Toda una trama que recuerda a ratos la primera parte de la ficticia novela de Philip Roth, La Conjura contra América. Solo que no es una ucronía, es la realidad.
Durante el período de Trump ocurrieron muchos eventos. Bajo la idea dominante de representar a los patriotas contra los globalistas, minó al sistema multilateral que Estados Unidos había forjado después de la Segunda Guerra Mundial, concibiendo al orbe como un pandemónium de guerra y competencia, en que debía prevalecer también su consigna “América primero”. La construcción del muro entre Estados Unidos y México fue dinamizada para dejar en claro a sus electores que separaría “la civilización de la barbarie”, desestimó el programa de salud “Obama Care” y sobre todo incidió todo lo que pudo en la remodelación de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, de clara mayoría conservadora en la actualidad. Y todo con una economía en ascenso. El sueño de la reelección se estrelló contra el 2020, el año de la pandemia y del estallido de ira social por la violencia policial desplegada contra afroamericanos. La sobrevivencia del racismo en determinadas estructuras institucionales, unido esto a las cifras de muertos por coronavirus –que superan a los caídos en varias guerras–, dilapidaron la paciencia de una parte de la población que se unió en una alianza para votar –en la modalidad anticipada por correo–, más que a favor de los demócratas, en contra de Trump. El punto de tolerancia había llegado a la ebullición.
Pero el Presidente en ejercicio, acostumbrado a ganar y que ha reconocido que le es muy difícil perder, comenzó a atacar el voto por correo y más tarde el procedimiento de conteo, judicializando sus acusaciones de fraude. Y aunque se podría reconocer algunas irregularidades entre los partidarios de ambas candidaturas, las instituciones estaduales y judiciales fueron desestimando cada una de las querellas. Pero aún quedaba el líder y las teorías de la conspiración. Después de todo, la gente cree lo que quiere creer y Trump dispone de 74 millones de votantes que en buena parte son sus fieles creyentes, un caudal más personal que afectó a las ideas del viejo Partido Republicano y, por lo tanto, más sensibles en algunas de sus facciones a cruzar los límites.
Es lo que ha pasado y, aunque anoche se retomó la interrumpida sesión de certificación del Presidente electo en su cargo, que comienza al mediodía del 20 de enero, entre las víctimas no solo hay una mujer sino también la propia democracia de Estados Unidos. Desde hoy será más difícil invocar el excepcionalismo de dicho país y esta puede ser la antesala de una crisis mayor allí. Al mismo tiempo no hay que engañarse, este no es el fin del trumpismo. La pregunta es: ¿se prolongará fuera el republicanismo o se reproducirá en el seno de ese partido en la persona del mismo Presidente saliente o en uno de sus vástagos políticos?