En la práctica el presidente Trump se topó con la barrera constitucional del uso de la fuerza. El Alto Mando emitió una señal de estabilidad institucional hacia el interior de la sociedad estadounidense y, también, hacia el exterior. La comunidad internacional no debía temer de eventuales exabruptos en los últimos días del cuestionado mandatario, que enfrenta un segundo juicio político en el Congreso.
En tiempos del viejo PRI mexicano imperaban las llamadas leyes no escritas del poder, todo “grillo” (político) debía manejarlas con destreza en medio del peculiar sistema que sucedió a la Revolución de 1910. Para los períodos de transición de gobierno se aplicaban dos leyes: “El que se va limpia la casa”, seguida por “el que llega cuida al que se fue”.
La limpieza de la casa aludía a que el gobernante saliente debía alivianarle la carga al entrante, resolver los pendientes y permitirle que empezase su mandato sin papas calientes. Si el realismo obligaba a tener que nacionalizar la banca, o privatizar importantes empresas estatales, o devaluar el peso, o pelearse (o abuenarse) con los americanos, en fin, la tarea ingrata la hacía el saliente, y con ello le alivianaba la mochila al entrante. La contrapartida era que, al alero del nuevo Tlatoani (emperador azteca), al expresidente, a su familia y a su patrimonio, nadie los tocaba. Por cierto, el ex debía corresponder guardando prudente reserva y silencio en el nuevo sexenio.
Cuando se le preguntaba a los experimentados dirigentes priistas el porqué de estas normas de transición, respondían que con ello se garantizaba la estabilidad, que en su opinión era la principal responsabilidad del estadista.
[cita tipo=»destaque»]Confundir el poder de una autoridad unipersonal con poder omnímodo es un grave error. En un régimen democrático, y en un sistema presidencial, el presidente no es un monarca, tiene el poder institucional, incluido el mando de las Fuerzas Armadas, pero en el marco del respeto irrestricto a la Constitución y las leyes. Así se lo recordaron los Altos Mandos a la Casa Blanca.[/cita]
Huelga decir que no siempre se cumplieron estas normas, un presidente saliente no quiso asumir que había guerrillas en Chiapas, tampoco quiso devaluar el peso cuando este ya no podía más. Ya sabemos lo que paso con la estabilidad, por otro lado cabe preguntarse cuánto de estas leyes siguen imperando hoy. Interesante tema para la ciencia política.
Hoy, iniciando la tercera década del siglo, asistimos a una de las transiciones más importantes del planeta, al cambio de gobierno en la potencia más poderosa: Estados Unidos. Y si quisiéramos hacer un ejercicio de sistemas políticos comparados, tendríamos que reconocer que, en el actual caso estadounidense, el que se va está desordenando la casa, y no es para nada claro que el que viene vaya a protegerlo.
El presidente Trump está dejando un legado de inestabilidad, de polarización e incluso enfrenta graves acusaciones de incitación al odio y al desacato a las instituciones, dos cosas imperdonables para un jefe de Estado cuyo deber, recordando a los mexicanos, debiera ser preservar la institucionalidad y, con ella, la estabilidad del país.
Tan grave es la situación, que ha provocado la emergencia de un actor que tradicionalmente opera en silencio, respondiendo con disciplina a la dirección del poder civil: las Fuerzas Armadas estadounidenses.
En efecto, hace pocos días, los principales mandos de las FF.AA. estadounidenses emitieron un comunicado en el cual precisaron con claridad cuál es su doctrina: las Fuerzas Armadas están para defender a los ciudadanos y a la Nación de toda amenaza externa y garantizar el orden doméstico conforme lo manda la institucionalidad vigente. Precisaron que su lealtad es hacia la Constitución y no hacia personas. Potente señal de reafirmación democrática y republicana.
En la práctica, el presidente Trump se topó con la barrera constitucional del uso de la fuerza. El Alto Mando emitió una señal de estabilidad institucional hacia el interior de la sociedad estadounidense y, también, hacia el exterior. La comunidad internacional no debía temer de eventuales exabruptos en los últimos días del cuestionado mandatario, que enfrenta un segundo juicio político en el Congreso.
En un sistema presidencial el jefe de Estado es a la vez el jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Debe ser así para garantizar la verticalidad del mando y, sobre todo, para hacer efectivo el liderazgo civil de la defensa. La defensa de un país no es un tema exclusivamente militar: cuando un Estado se defiende, lo hace con todo. Con sus aliados internacionales, con la fuerza de su economía que se pone al servicio del esfuerzo bélico y, sobre todo, con el apoyo de la población, que proporciona el respaldo político y nutre las reservas. Por cierto, también se defiende con sus Fuerzas Armadas, es decir, la defensa es una tarea nacional, y por ello su liderazgo debe ser político.
Por lo anterior, es un consenso que la política de defensa al igual que la de exterior son políticas de Estado, es decir, no son de gobierno. Son de largo plazo, incorporan el interés de la amplia mayoría de la nación, por ello deben ser suprapartidarias.
Por todo lo anterior, es preocupante cuando un mandatario no distingue entre sus obligaciones de Estado y sus convicciones personales (o sus intereses). Como lo fue la imprudente convocatoria que Mr. Trump hizo a sus adherentes a desconocer el resultado electoral y a dirigirse al Congreso el día en que este debía de ratificarlo. El presidente tiene la principal responsabilidad en la preservación de la paz social y de la defensa de la institucionalidad, y el mandatario estadounidense violó esas premisas fundamentales.
Peor aún, confundir el poder de una autoridad unipersonal con poder omnímodo es un grave error. En un régimen democrático, y en un sistema presidencial, el presidente no es un monarca, tiene el poder institucional, incluido el mando de las Fuerzas Armadas, pero en el marco del respeto irrestricto a la Constitución y las leyes. Así se lo recordaron los Altos Mandos a la Casa Blanca.
Las FF.AA. son disciplinadas y no deliberantes en un régimen democrático, comprometido con el destino del país pero prescindente de la contingencia. Cuando un país experimenta fuertes debates, lo que suele suceder en los procesos electorales, la garantía de la estabilidad radica en el respeto a las bases de la institucionalidad. Los chilenos lo vivimos a inicios de la década de los 70 del siglo pasado, en cuyo momento la sabia decisión del Alto Mando institucional de respetar estrictamente el orden constitucional garantizó la estabilidad política en ese tiempo. Lo conocemos como “la doctrina Schneider”, por el nombre del comandante en Jefe de entonces, quien pagara con su vida su lealtad constitucional al ser asesinado por un grupo de extrema derecha que contó con apoyo externo.
Una república se basa en un equilibrio de poderes, y estos a su vez deben respetar los derechos de los ciudadanos garantizados constitucionalmente. Las autoridades no tienen un poder discrecional.
Casos como los del presidente Trump muestran los excesos a los que pueden llevar “las alturas del poder”. Quienes se apunan, nunca deben olvidar que sus cargos son transitorios. Peor aún es cuando al mal de las alturas se agregan fuertes dosis de narcisismo, gobernar sin considerar a los otros poderes, o denostándolos constantemente. O pensar que la fuerza del Estado se puede ejercer desconociendo o interpretando a su modo la institucionalidad vigente.
Ese olvido de la transitoriedad del poder puede llevar a no entregar ordenada la casa y, por cierto, el mandatario que incurra en eso no puede esperar el aplauso ni de la nación ni de la historia.