La Constitución actual impone al Estado y sus organismos un rol económico subsidiario a ultranza, incluyendo la prohibición de desarrollar actividades empresariales, o participar en ellas, sin que previamente lo autorice una ley de quórum calificado. Esto ha despejado la cancha al protagonismo extremo del mercado en nuestro país, potenciando la acumulación de ganancias sobre la base de consolidar una economía subdesarrollada especializada en la monetización extractiva de nuestros recursos naturales que agrede peligrosamente el medio ambiente y relega a las mayorías ciudadanas al trabajo poco calificado, mal remunerado y precarizado.
Para avanzar hacia una forma de capitalismo más próspera, sustentable y justa —en concordancia con la aspiración abrumadoramente mayoritaria de la ciudadanía— es menester contrarrestar parte de las mercantiles ansias de acumulación egoísta y cortoplacista que han sido el motor privilegiado de nuestra economía, para potenciar opciones estratégicas centradas en el bien común, labor que sólo puede acometer la comunidad a través de un Estado sujeto al control y escrutinio de la ciudadanía y la opinión pública.
En ese contexto, en esta columna se propone —sin mermar los derechos legales existentes para llevar adelante libremente actividades económicas de mercado— asignar al Estado un rol económico-productivo activo, estableciendo en la nueva Constitución que es deber del Estado impulsar el desarrollo económico inclusivo y sostenible a nivel nacional, regional y local.
Asimismo, para facilitar al Estado el poder dotarse de los instrumentos idóneos para el buen cumplimiento de sus funciones, según corresponda, se propone eliminar la exigencia indicada de quórum calificado estableciendo en la nueva Constitución que el Estado y sus organismos puedan desarrollar cualquier actividad económica destinada al cumplimiento de sus deberes legales, previa autorización por una ley simple y respetando los derechos y deberes consagrados por la Constitución y demás leyes.
Especial atención corresponde prestar al rol estatal en la industria extractivista. La acelerada integración a los mercados globales como economía periférica subdesarrollada ha intensificado notablemente la monetización extractiva en nuestro país a partir de los noventa, lo que ha tornado imperiosa y urgente la necesidad de un Estado que proteja el medio ambiente y que, a la vez, garantice que el valor de los recursos naturales nacionales extraídos y comercializados beneficie a la comunidad entera. Sin embargo, el sistema institucional y político posdictadura no sólo ha sido laxo y permisivo en los temas ambientales, sino que además ha fallado rotundamente en asegurar que la renta de nuestros recursos naturales nacionales sirva al bien común. Clara evidencia de esto último constituye la entrega a unos pocos grupos económicos de la casi totalidad de la renta sobre la biomasa de nuestro mar, y a unas pocas multinacionales, de la mayor parte del valor de los muy cuantiosos recursos mineros extraídos.
Por consiguiente, reivindicando el derecho de la comunidad entera sobre los beneficios de la extracción de recursos naturales nacionales, se propone establecer en la nueva Constitución que es deber del Estado recaudar las rentas económicas obtenidas de la extracción a gran escala de recursos naturales en territorio chileno. Ello gravando la explotación de esos recursos mediante tributos especiales, patentes o regalías, o a través de su explotación directa por empresas del Estado o empresas donde el Estado se asocie con privados.
Asimismo, en línea con la reivindicación del derecho compartido por la comunidad entera sobre los recursos naturales, se propone eliminar el actual amparo constitucional a la propiedad privada de los derechos de agua y establecer en la nueva Constitución que el agua es un bien nacional de uso público regulado por el Estado —con prioridad de uso para el consumo humano y cuyos caudales ecológicos deben ser conservados—, consignando además el derecho de toda persona a acceder a los recursos naturales esenciales para la vida digna, tales como agua y aire saludables, y el deber del Estado de resguardar el cumplimiento de ese derecho.
Por último, en lo que concierne a políticas públicas y reformas legales e institucionales para materializar, en futuros gobiernos y parlamentos, los cambios constitucionales indicados, se propone reestructurar el Estado para consolidar una influyente institucionalidad estatal que lidere y coordine todas las principales actividades e instituciones públicas en el ámbito de la producción y su financiamiento. Esa institucionalidad permitiría al Estado ejercer un rol estratégico de impulso y orientación del desarrollo económico, y —sin abandonar la responsabilidad fiscal— pondría fin a la hegemonía de la pasividad económica estatal, reactiva y conservadora, que típicamente impone el Ministerio de Hacienda en un Estado de inspiración neoliberal.
La nueva institucionalidad —que podría ser liderada por un Ministerio de Desarrollo Económico—se mantendría atenta y receptiva a la opinión experta y ciudadana, impulsando y orientando la actividad económica con contundencia política y técnica sobre la base de visiones estratégicas y de largo plazo, e incluiría las siguientes áreas de actividad principales:
Es claro que para realizar lo aquí propuesto —así como también para cumplir con las muy justas y sentidas aspiraciones de la ciudadanía en el ámbito de los derechos socioeconómicos— se requiere reformar profundamente el Estado tornándolo más democrático, eficaz y eficiente, poniéndolo así a la altura que nos exige esta histórica oportunidad de constituir un país mejor.