Francisco Javier Gil nos dejó la maravilla de una idea simple, la idea de que todos y todas las jóvenes escolares –por muy humildes y vulnerables socialmente que fueren– tienen la misma inteligencia que cualquier otro ser humano y, por lo mismo, no hay por qué negarles la oportunidad de educarse a nivel superior.
¿Y qué es uno sino sus obras?, ¿desde dónde, al fin y al cabo, podemos recordar quién fue cada uno, si no es por los frutos que la propia historia pudo engendrar? No hablemos de cosechar que sería mucho presumir, hablemos de la obra de cada uno en cuanto proyecto y en cuanto horizonte que puede proyectar sobre un desierto yermo o una materia inerte. Conocido tal vez en círculos reducidos, Francisco Javier Gil fue un prohombre de la igualdad educacional y un ser humano de excepción, si de construcción democrática de la educación podemos hablar. Murió, nos dejó, pero la anamnesis de su presencia estará ahí constante e inquisidora por generaciones: nos dejó la maravilla de una idea simple, la idea de que todos y todas las jóvenes escolares –por muy humildes y vulnerables socialmente que fueren– tienen la misma inteligencia que cualquier otro ser humano y, por lo mismo, no hay por qué negarles la oportunidad de educarse a nivel superior.
Por muy simple que parece esta idea de que todos somos iguales en inteligencia, que nada nos separa jerárquicamente los unos de los otros en cuanto a las habilidades cognitivas, prácticas o emocionales; por muy simple que parezca, es una idea total y absolutamente revolucionaria para un Chile de winners neoliberales que sólo y únicamente piensan en su propio bienestar o en sus supuestos propios éxitos nacidos del mismísimo vientre de la meritocracia entendida como competición abierta y descarada de todos contra todos. Quien crea en esto –como Francisco Javier Gil creyó– sin duda porta un mensaje de emancipación y conversión ante los hechos y la dura realidad. Sólo puede emancipar quien previamente se ha emancipado a sí mismo y en esto no hay duda, este gran hombre fue un converso y vivió con el peso de la responsabilidad de quien, ante la luz, no deja de aceptar el valor de anunciar ese mensaje ¡y vaya que lo hizo!
Los propedéuticos universitarios, los dispositivos de PAIEP instalados en las universidades chilenas, el ranking de notas para valorar el trabajo de los estudiantes en sus liceos, los instrumentos de igualdad que promovió Francisco Javier Gil son realidades que cristalizaron, de alguna manera, los movimientos sociales por una educación universitaria para todos, gratuita y de calidad.
¿Qué es la inclusión educativa de la que tanto hablamos y de la que tanto se hace gárgara en los ambientes de élite universitaria? No es sólo la puesta en marcha de un principio democrático de justicia distributiva. Si de eso se tratare a la hora de hablar de inclusión, no sólo la tarea estaría hecha, sino que con creces, cuando inclusión significa, por ejemplo, en este a veces triste Chile neoliberal, la posibilidad de acceder a un crédito bancario para pagar los estudios universitarios, que según reza el dogma, no es un estudio que se hace gratis y que a fin de cuentas alguien lo tiene que pagar, ojalá la propia familia del propio estudiante. Si es por eso, ya este país sería el paraíso de la inclusión y la meritocracia. La inclusión es algo más; y por de pronto, es estar a la escucha del otro en tanto otro, del otro que no se nos parece, del otro que no tiene voz y que nos habla desde su silencio, del otro que sufre en la angustia de la pobreza o en la desdicha del estigma social. Escuchar al otro de cerca, al oído, y no sólo verlo y describirlo a la distancia mediante un dato o una planilla Excel. Estar atento a sus errores, a sus derrotas, a sus resentimientos y estar dispuesto a aceptar su creatividad, cuando de transformar el mundo desde la orilla de lo revolucionario, es de lo que estamos hablando y es lo que debemos hacer. Por eso hablo de responsabilidad, de ética de la responsabilidad, de humanismo vivo, de nervadura sintiente.
Lo suyo fue cuestión de amor y pedagogía, la revolución de la fe, la catarsis del mal, la esperanza de construir un mundo mejor del que recibimos. Adiós Francisco Javier y gracias por tu testimonio: nunca fue en vano y mientras más fue la incomprensión y el abismo del egoísmo, más supimos que la estrecha ruta de los hombres sabios llevaba su cruz. Adiós.