Durante un año completo, se insistió tozudamente en abordar la pedagogía sin los profesores, y en contra de los profesores, instándolos a volver a las aulas presenciales, desconociendo el trabajo que realizaban desde sus hogares, en horarios y con funciones mucho más extensas y extenuantes que las habituales, con recursos pedagógicos, materiales y económicos propios, sin piso ni apoyo para construir redes y plataformas de apoyo efectivo a la virtualidad, para ellos ni para las familias de los estudiantes.
El gobierno anterior había logrado un giro sin precedentes en políticas y acciones tendientes a devolver el prestigio a la docencia. En particular, la Ley de Desarrollo Profesional Docente, promulgada en abril de 2016, y apoyada en su proceso por instituciones como Elige Educar y la convocatoria a más de 20 instituciones formadoras de docentes y de la sociedad civil en El Plan Maestro, dieron un salto al comprender la profesión desde la formación de profesores, incrementando progresivamente y diversificando los requisitos de ingreso a carreras de pedagogía, aumentando también los requisitos de acreditación de estas carreras, relanzando la Beca Vocación de Profesor, mejorando sustancialmente las remuneraciones de los docentes, particularmente las iniciales, incluidas las del vasto sector subvencionado, y asegurando la formación continua como un derecho que no debía ser costeado por cada docente, entre otras medidas, pese a constantes fricciones con el Colegio de Profesores dada la forma que asumían estas nuevas materias.
Esta ley parecía en los años siguientes mostrar al menos dos efectos virtuosos en las carreras de pedagogía: un incremento de la matrícula el año 2018 –tras décadas de un decrecimiento también progresivo, atribuido por todos los sectores al escaso valor social atribuido a la profesión y a sus deficientes condiciones de ejercicio y retribución– y una disminución de las postulaciones durante los años 2019 y 2020, las cuales se concentraron en entidades selectivas, al elevarse los requisitos.
Se trataba de un proceso delicado que había requerido mucho esfuerzo legislativo, económico, comunicacional y de participación. Esa fragilidad quedó expuesta tras ser duramente azotado por el sistemático manejo desafortunado de la situación de los profesores y la docencia en pandemia, por parte de las autoridades. Durante un año completo, se insistió tozudamente en abordar la pedagogía sin los profesores, y en contra de los profesores, instándolos a volver a las aulas presenciales, desconociendo el trabajo que realizaban desde sus hogares, en horarios y con funciones mucho más extensas y extenuantes que las habituales, con recursos pedagógicos, materiales y económicos propios, sin piso ni apoyo para construir redes y plataformas de apoyo efectivo a la virtualidad, para ellos ni para las familias de los estudiantes. El mensaje fue claro: los docentes son simplemente flojos, no quieren trabajar, y el único trabajo válido es el que se realiza presencialmente en la escuela. Nadie cuestionó a otras profesiones y oficios que, al igual que la docencia, se reinventaron, adaptándose y transformándose.
Ciertamente, la brecha digital se convirtió en sinónimo de brecha educativa, pero no es un problema atribuible a los profesores, sino al manejo político, que permitió que esa brecha se hiciera evidente y creciera, apostando única y porfiadamente en el retorno a la presencialidad, mientras los profesores desplegaban su creatividad y agencia propia.
La considerable baja en las postulaciones a carreras de pedagogía en este proceso de admisión 2021 puede explicarse, plausiblemente, en razón de lo anterior. Toda la energía previa invertida en la revalorización social de la profesión docente se hace trizas cuando sistemáticamente durante un año se ha agredido a los profesores, se ha desconocido su rol y esfuerzo pedagógico individual y de comunidades educativas enteras, y se ha reducido la pedagogía a una función que sólo es valiosa si se ejerce presencial y tradicionalmente, desaprovechando una oportunidad irrepetible de transformación de la docencia, rigidizando la profesión y desprestigiándola violentamente, lo que implica un retroceso de décadas en esta materia.
Una encuesta prepandemia –de febrero del 2020– arrojaba que la docencia era la cuarta profesión más valorada por los chilenos. No es fortuito que precisamente un año después, bajo las condiciones de agravio ya señaladas, se produzca esta baja de postulaciones, que parece mostrar el efecto comunicacional del menosprecio público de las autoridades a la profesión.