Ahí estaba el hombre sobre el caballo, estatua impuesta sobre la plaza por Ibáñez del Campo en 1928, dictador militar, fundador de carabineros y que el empresariado llamaba “el paco Ibáñez” para degradarlo. Monumentalismo que imprime sobre la ciudad la violencia propia de lo militar marcando el territorio, porque cada estatua u otro hito monumental fija la presencia colonial, militar y patriarcal como el núcleo realmente constituyente que ha erigido este país desde 1830. Para recordarnos que han refundado a su arbitrio el fracaso de cada una de sus repúblicas y constituciones. Chile es la reunión de discontinuidades de estos fracasos de lo militar.
Esa plaza, ahora Plaza Dignidad, se ha resistido por décadas a autodenominarse Baquedano, porque para las mayorías santiaguinas siempre había sido Plaza Italia. Incluso en ese pequeño gesto había una resistencia a la cartografía de lo militar. La misma que, aprovechando un terremoto en Arica post-Guerra del Salitre y el Guano, borró todas las huellas del plano urbano de la ciudad otrora peruana para chilenizarla, esa que también llama a la carretera austral General Augusto Pinochet. Toda carretera en territorio colonial es una infraestructura de ocupación.
Entonces, ¿qué defiende el exaltado discurso legalista, punitivista y reaccionario de la casta de poder militar? Su proyecto históricamente situado desde 1830, su condición de herederos de las fuerzas colonizadoras del Reino de España, que le usurparon la revolución a las comunidades rebeldes que habían logrado la independencia en 1818. Con cambio de escudo (1832) y variación de la bandera, para continuar el proyecto colonial, eurocéntrico, modernizador y capitalista inconcluso. Baquedano es uno de los símbolos más característicos de la conquista colonial republicana. Estuvo en Wallmapu, pero fundamentalmente entró a Lima.
Pero ese proyecto histórico de dominación ha estado condenado una y otra vez a fracasar, porque su soberanía reclamada y anhelada es colonialista en un doble sentido, como herencia y a la vez motor de la República y, por ende, no puede sino serle exterior al territorio usurpado/ocupado, sosteniéndose en última instancia en el capital de las armas. La chilenidad se teje con alambres de púa oxidados.
Entonces, ahí está el caballo con el hombre mirando de costado, objeto de múltiples intervenciones desde el 18-O, cada una de estas marcando una dimensión diferente de la potencia destituyente al régimen del ochenta. Lo simbólico no está en la disputa de los sentidos comunes porque desborda la cotidianidad, lo simbólico viene de las entrañas de las fracturas traumáticas para presentarse en contextos de alteración, revuelta, rebelión o revolución y en su lucha irrumpe una o varias catarsis que puede o no condensar la diversidad de conflictos que tensionan al cuerpo social. Porque en lo simbólico está la promesa de ese futuro que organizará el horizonte de sentido.
La insistencia en el asalto a Baquedano toma las formas (una de ellas) de renunciar a la ficción de que existe una herencia en común con ese proyecto y subraya un territorio marcado por muchas formas de violencia sobre este territorio: patriarcales, capitalistas y coloniales. Por ende, no tiene una voz única sino múltiples, que van desanudando distintas hebras de esa narrativa monolítica y unitaria que se protege sobre una red de significantes legatarios/policiales que tienen sentido sólo sí se aceptan como propios. Si se destituye la voz legataria colonial, patriarcal y de clase, lo que queda abierta son las entrañas de la propia historicidad, como conflicto permanente que nos cruza y que derrama nuestras sangres diversas.
Hoy, la cartografía de lo militar construye un muro, tratando de proteger una estatua ausente, pero exponiendo a la luz del día la condición de territorio ocupado/colonizado que llaman Chile.