La necesidad de las jefaturas de mantener el contacto directo con los teletrabajadores en todo momento responde, en principio, a un propósito de coordinación, pero también deja entrever la insistente desconfianza de las empresas respecto de la ética laboral de sus trabajadores. Las reuniones virtuales y llamados telefónicos sirven a las organizaciones para reproducir lo que lograban cuando el trabajo ocurría en sus instalaciones: mantener a sus empleadas y empleados al alcance de su mirada.
La idea de trabajar desde casa, lejos de la mirada de las jefaturas, poseía un atractivo indudable para muchas personas antes de la pandemia. Entre otros beneficios, la distancia física respecto de las organizaciones era vista como una oportunidad para ganar autonomía e injerencia en la definición de los ritmos y formas del propio trabajo. Ahora que muchas y muchos nos hemos visto forzados a trabajar desde casa, ¿cuánta libertad hemos ganado?
El popular filósofo surcoreano Byung-Chul Han publicó recientemente un ensayo en un periódico español donde sugiere que las personas en modalidad de teletrabajo experimentan un sentimiento de falsa libertad que acompaña y refuerza su autoexplotación. El teletrabajo sería el escenario de una nueva forma de control que no requeriría autoridad o coacción externa, puesto que las personas habrían interiorizado el culto al rendimiento que el neoliberalismo ha fomentado en el mundo a lo largo de las últimas décadas. Esta autoexigencia sería la responsable del agotamiento que caracteriza el sentir de buena parte de la población desde que comenzó la pandemia.
Pero como el mismo filosofo reconoce, la explotación no opera de la misma manera en las distintas regiones del mundo ni tampoco –podemos agregar– en las distintas ocupaciones y grupos sociales. En ciertos contextos, el agotamiento que experimentan las personas en modalidad de teletrabajo no tiene tanto que ver con la autoexigencia sino con la presión directa que ejercen las organizaciones sobre ellas. Como bien lo demostraban algunos estudios de caso antes de la pandemia, las personas en modalidad de teletrabajo pueden estar sujetas a una supervisión más estricta y opresiva que cuando cumplen sus tareas presencialmente, por ejemplo, a través del uso de aplicaciones que permiten evaluar en tiempo real su actividad en casa. Además, conviene matizar la oposición entre autoregulación y control externo. El desarrollo de la autoexigencia en los empleados ha sido uno de los propósitos explícitos de la gestión de recursos humanos en las últimas décadas, y es inoculado y estimulado a través de mecanismos específicos de control, como los sistemas de evaluación a partir de la opinión de pares, el coaching u otras actividades que buscan intervenir en la subjetividad laboral. En este sentido, convendría aclarar que la autoexplotación no niega la explotación por otros en las organizaciones, sólo sugiere que los mecanismos para llevar a cabo esta última son más sutiles que antaño.
Pero, ¿qué ha pasado en Chile con el teletrabajo? Las relaciones laborales en el país han estado históricamente marcadas por la desconfianza del mundo empresarial a la ética laboral de sus empleados. La creencia de que las y los trabajadores son perezosos o niños que deben ser guiados está instalada en la cultura organizacional desde la Colonia y explica, en parte, el apego de buena parte de las empresas a una supervisión estrecha, y su rechazo a ofrecer espacios de participación relevante a los trabajadores en las decisiones de la organización. Por lo mismo, no es extraño que el teletrabajo, hasta el inicio de la crisis sanitaria, tuviese un alcance limitado: era visto con suspicacia, como una excusa para que las y los empleados trabajaran menos.
Por esta razón, la sorpresa frente al rendimiento del teletrabajo ha sido un sentimiento común en el mundo empresarial desde que comenzó la pandemia. El rendimiento excepcional de las y los trabajadores en circunstancias tan adversas puede tener que ver, en algún grado, con la autoexplotación que promueve el culto al rendimiento. Pero también, como dijimos, con el desarrollo de nuevos mecanismos de control. Uno de los ejemplos de lo anterior son las reuniones virtuales, los llamados y mensajes telefónicos que se han multiplicado, al punto que los teletrabajadores se quejan de no tener tiempo para cumplir con sus tareas.
La necesidad de las jefaturas de mantener el contacto directo con los teletrabajadores en todo momento responde, en principio, a un propósito de coordinación, pero también deja entrever la insistente desconfianza de las empresas respecto de la ética laboral de sus trabajadores y su apego a la supervisión estrecha. Las reuniones y llamados sirven a las organizaciones para reproducir lo que lograban cuando el trabajo ocurría en sus instalaciones: mantener a sus empleadas y empleados al alcance de su mirada. Por eso, lejos de sentir libertad, muchos teletrabajadores sienten que el control se ha reforzado durante la pandemia.
El temor a perder el empleo en un contexto como el chileno, donde la protección social es débil y las personas deben velar individualmente por su suerte, favorece evidentemente la docilidad y autoexplotación. No obstante, la virtualización de la supervisión a través de llamados o reuniones, al interrumpir el flujo normal del trabajo, ha hecho más visible un control que antes se ejercía de manera informal en las relaciones cotidianas que se daban dentro de las instalaciones.
Los teletrabajadores han desarrollado estrategias de resistencia que van desde apagar la cámara durante las reuniones, a la lucha de los sindicatos por el derecho a la desconexión. El teletrabajo es, en este sentido, más que un simple “campo de trabajo forzado”, como señala Han. Es también un nuevo campo de disputa entre el capital y el trabajo y, por ende, un motor que puede generar cambios en las relaciones laborales o reforzar el autoritarismo tradicional.