En nuestro país no hemos hecho lo suficiente. En otras latitudes se han promovido los sistemas de arriendo controlado en inmuebles municipales o estatales, se han regulado los precios de arriendo o se ha dado prioridad a la compra de suelos para fines públicos. Y, contrario a las alarmas de los agoreros de la derecha y los grandes gremios empresariales, no se han derrumbado las economías. Por otro lado, más cerca, en Chile hay varias discusiones que llevan demasiado tiempo sin resolución: las injusticias de algunas exenciones tributarias, las políticas de recuperación de plusvalías urbanas, las cuotas de vivienda pública en la planificación urbana, la institucionalidad para fiscalizar el mercado de la producción de viviendas o los abusos de la banca en los créditos hipotecarios.
Nos encontramos en una crisis sanitaria de grandes proporciones. La situación es dramática y, por lo mismo, es necesario hacer un llamado a la acción. La urgencia debe abordarse con medidas sanitarias, vacunatorias, hospitalarias y con apoyos económicos que requiere la población para efectivamente poder quedarse en sus casas. Pero también es necesario asumir que estamos atravesados por una crisis general de la ciudad que hemos construido y es también urgente un cambio profundo en las medidas urbanas y habitacionales.
La dictadura nos heredó la desastrosa instalación de políticas neoliberales sobre el suelo y una ciega creencia de que la acción estatal era un escollo para el mercado urbano. Durante la década de los noventa, fuimos avanzando en reducir el déficit habitacional pero fortalecimos el esquema de una ciudad para ricos y otra para pobres: se concentró a la población pobre en villas periféricas alejadas de los servicios de la ciudad, tendencia que aún no ha cambiado. Durante las últimas décadas, las inversiones de los grandes capitales sobre la ciudad crecieron como nunca antes: se construyeron muchos más malls, muchos más condominios privados y muchos más edificios. Los bancos, las aseguradoras, e incluso las AFPs, compraron suelo para luego poder venderlo con más ganancias.
Las inmobiliarias se transformaron en un actor que muy pocos pueden decir que no han visto a llegar a sus barrios. Tener edificios para arrendarle más y más caro a los sectores populares se convirtió en un lucrativo negocio, y la posibilidad de tener una casa en propiedad se fue alejando. La gente comenzó a gastar un porcentaje cada vez mayor de su sueldo en vivienda, mientras sus sueldos estaban lejos de subir al mismo ritmo. De hecho, los precios aumentaron a más del doble en la última década, tanto para arrendar como para comprar. Ante la ausencia de regulaciones, surgieron los aprovechadores: en el último tiempo se ha extendido el subarriendo abusivo, la construcción de edificios hiperdensos y los departamentos que son cada vez más chicos, generando abusos que semana tras semana aparecen en los noticieros centrales.
Por supuesto, volvió a aumentar el déficit habitacional. En la Región Metropolitana, el déficit viene aumentando desde 2006, hace 15 años, con un fuerte componente de allegamiento. El último dato es de hace un par de semanas: el Catastro de Campamentos 2021 de Techo, revela que las familias que viven en campamento han llegado a un peak histórico desde 1996. Hay más de 81.000 familias viviendo en casi 1000 campamentos en Chile, con todos los problemas que esto acarrea en salubridad y acceso al agua en medio de la pandemia.
Pese a que, nuevamente, los diagnósticos estaban publicados desde hace muchos años, el 2020 es el año en que las autoridades del gobierno conocieron el hacinamiento en que vive una parte importante de la población. La coyuntura de la pandemia del Covid-19 volvió a evidenciar que, dado que hay comunas para dormir y otras comunas para trabajar, los vecinos de algunas comunas deben trasladarse por más de 4 horas al día en transporte público, exponiéndose más a los contagios. Así también, que muchas mujeres que hoy son víctimas de violencia doméstica y tienen que convivir con quienes las agreden, no pueden salir de sus casas, precisamente, porque no tienen posibilidades de tener otra casa para estar con sus hijos. Y que mientras en algunas comunas, sus residentes pueden salir en las mañanas a hacer ejercicio en las plazas y áreas verdes para oxigenarse de la cuarentena, hay otras comunas en donde sólo hay cemento.
Todos estos problemas son fundamentales para entender las razones del malestar acumulado que, luego de mucho tiempo de gestación, irrumpió a partir de Octubre del 2019.
La tentación analítica es tratar estos problemas como hebras separadas. Y, sin ánimo de desmerecer los esfuerzos de las políticas que para los distintos efectos se han impulsado, es momento de asumir que, sin un abordaje que encadene distintas medidas económicas, sociales, constitucionales y políticas, es muy probable que los problemas se nos sigan escapando de las manos. ¿Cómo podemos revertir la segregación sin abordar la regulación del mercado de suelos? ¿Cómo conseguir mejores terrenos para vivienda si siempre estamos a la siga de los precios del mercado? ¿Cómo regular la compra-venta de suelos sin un cambio constitucional sobre la base de fortalecer la función social del derecho de propiedad? ¿Cómo abordar el alza de campamentos sin garantizar el derecho a la vivienda? ¿Cómo garantizar el derecho a la vivienda sin un gasto social redistributivo? Todos estos problemas tienen, en el fondo, una misma raíz. Son entonces un mismo problema. Abordar uno inevitablemente implica abordar otro, por lo que parece ser un problema estructural y una crisis que implica cambios al mercado de suelo, al derecho de propiedad, a la exclusiva formación de precios vía mercado, al rol de la iniciativa estatal, a la política impositiva y a los criterios de la focalización de las políticas públicas, entre muchos otros elementos.
No pretendo arrogarme haber descubierto la rueda. He tratado, más bien, de narrar lo que me han comentado vecinos de mi distrito: los allegados de San Joaquín que llevan décadas postulando a subsidios, quienes viven en galpones de subarriendo en Santiago, las vecinas de Macul asustadas por los nuevos edificios o las dirigentas sociales de las villas de La Granja donde no llega el internet para las clases de los niños. Quiero transmitir a las autoridades, a los representantes y a todo quien esté dispuesto a escuchar, que esto es una urgencia. Me sumo a todas las voces que hoy se ponen del lado de las personas y comunidades que la propia ciudad dejó de lado.
En nuestro país no hemos hecho lo suficiente. En otras latitudes se han promovido los sistemas de arriendo controlado en inmuebles municipales o estatales, se han regulado los precios de arriendo o se ha dado prioridad a la compra de suelos para fines públicos. Y, contrario a las alarmas de los agoreros de la derecha y los grandes gremios empresariales, no se han derrumbado las economías. Por otro lado, más cerca, en Chile hay varias discusiones que llevan demasiado tiempo sin resolución: las injusticias de algunas exenciones tributarias, las políticas de recuperación de plusvalías urbanas, las cuotas de vivienda pública en la planificación urbana, la institucionalidad para fiscalizar el mercado de la producción de viviendas o los abusos de la banca en los créditos hipotecarios.
Es cierto que, de ahora en adelante, tendremos que aprender a convivir con muchas más incertidumbres. Pero el rol de la política en este nuevo contexto es justamente contribuir en otorgar certezas y seguridades. Si no es ahora, ¿cuándo?