La política pública pesquera no solo debe corregir los errores del presente, sino también abordar la problemática histórica en donde los recursos cobran una importancia distinta tanto para artesanales como para industriales, al igual que las historias de colapso y recuperación, hoy es el momento de cambiar la historia de la merluza común.
La crisis de la merluza es algo que se escucha de manera recurrente. Sin embargo, pocas veces se da cuenta de los factores que la desencadenaron, tendiendo a entregar explicaciones desde un análisis actual, cuando en realidad se trata de un problema histórico.
En un comienzo, la extracción de esta pesquería fue practicada por pescadores de pequeña escala, mientras que, a fines de la década de 1940, se incorporaron embarcaciones industriales con mayor capacidad de pesca. Desde entonces y hasta 1973, se habla de una etapa de “crecimiento y primer colapso” de esta pesquería, la que se debió al aumento de desembarques, el ingreso de la flota industrial, la producción de harina de pescado, los incentivos tributarios y exenciones arancelarias que llevaron a desembarcar un máximo de 130 mil toneladas en 1968. Recién en 1970, se prohibió que la merluza fuera destinada a aceite y harina de pescado.
Posteriormente, entre 1974 y 1989 vino un periodo de baja “productividad y recuperación” que obedeció a las modificaciones de la política económica implementadas en dictadura, donde se privilegió la inversión extranjera, nuevamente con medidas de rebaja de aranceles para la participación en el sector industrial, generándose un “aumento excesivo del esfuerzo y la explotación intensiva de los recursos pesqueros”.
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Recién en 1982 se fijó por primera vez una cuota que se mantuvo estable hasta 1989 y que fue constante en 45 mil toneladas.
Desde 1990 en adelante, se pasó a un nuevo contexto y la merluza entró en “fase de crecimiento y segundo colapso”. Si bien fue un periodo donde se avanzó desde el punto de vista institucional con la dictación de la Ley General de Pesca y Acuicultura, la presión por la extracción siguió siendo la misma y se llegó en el año 2003 a desembarcar 123 mil toneladas.
Según Hugo Arancibia, investigador de la Universidad de Concepción, “a fines de los 90 y mediados del 2000, operaban entre 24 a 26 naves de arrastre de fondo simultáneamente”, mientras que las plantas de proceso funcionaban de lunes a domingo con tres turnos de trabajo. En la misma dirección el académico señaló que “desde 2002-03 vivimos con la sobreexplotación de la merluza”, ya que en “esos años la pesca industrial de merluza no discriminaba entre diferentes especies y su fauna acompañante estaba entre el 20% a 25%”.
Es así, como desde 2004, la abundancia del stock (población) de merluza disminuye de la misma forma que la estructura de edades. Lo anterior, producto de la depredación de la jibia, pero también “el principal responsable de la caída del stock, cerca de 2/3, se lo lleva la pesca industrial”, según el mismo investigador, quien considera que en 2004 la pesquería debió ser cerrada debido a la sobrepesca. Desgraciadamente desde entonces la historia no ha variado mucho.
Si bien en 2013, con la cuestionada ley de pesca, se avanzó en introducir criterios científicos en la toma de decisiones, la Subpesca indicaba, el año 2015, que “los indicadores de estado del recurso configuran una situación de conservación muy desmedrada, que se estima de significativa probabilidad de riesgo en su renovabilidad, lo que se refleja en general, en los magros resultados logrados en la actividad pesquera (particularmente del sector artesanal) pero también en los niveles de producción industrial y empleo generado por las plantas elaboradoras de productos”.
Este mismo año, por segunda vez consecutiva, el Comité Científico Técnico establecía el estatus de la merluza como “colapsada o agotada”. Ante este relato hay situaciones que llaman la atención y que la administración pesquera nunca ha tomado en cuenta.
En primer lugar, es llamativo que el sector industrial, el principal causante de la sobreexplotación según el doctor Arancibia, siga teniendo el mayor porcentaje de participación en la pesquería. Parece una contradicción que aquel que más daño realizó obtenga el mayor beneficio, mientras que el sector artesanal, con menor asignación de cuota, sea el más perjudicado.
Si aplicáramos la lógica de la justicia ambiental y redistributiva, el Estado debería tender a equilibrar los beneficios sociales, económicos y ambientales de manera equitativa. Lo que por cierto acá no ocurre, pues en la actualidad el sector industrial, fundamentalmente un barco de forma permanente y un segundo de manera ocasional, concentra el 60% de la cuota anual, quedando el restante 40% para 2.193 botes y/o lanchas medias de pescadores artesanales.
En segundo lugar, es llamativo que ante la ausencia de investigaciones que den cuenta del efecto del arrastre sobre el fondo marino, el Estado no aplique el principio precautorio. En este punto el doctor Arancibia indica que “en Chile no tenemos ni un solo estudio del impacto de la pesca de arrastre en el fondo marino. Sin embargo, es evidente que la pesca de arrastre tiene impactos en el fondo”. Agrega además que “no se ha evaluado la velocidad de recuperación del “bentos” en los lugares donde antiguamente operaba la pesca de arrastre de fondo”.
Finalmente, podemos decir que existen dos momentos a analizar. Las causas del estado actual y las razones de la no recuperación. Por un lado, tenemos la sobreexplotación por casi 60 años con pesca de arrastre de fondo y por otro, ya cerca de siete años con niveles de ilegalidad que, según lo reportado por un estudio financiado por el Fondo de Investigación Pesquera y Acuícola (FIPA) y elaborado por el doctor Arancibia bordea tres a cuatro veces lo autorizado.
La política pública pesquera no solo debe corregir los errores del presente, sino también abordar la problemática histórica en donde los recursos cobran una importancia distinta tanto para artesanales como para industriales, al igual que las historias de colapso y recuperación, hoy es el momento de cambiar la historia de la merluza común.