¡Vaya que dan trabajo las palabras! Y lo darán también, cómo no, a los constituyentes, a los actuales 155 constituyentes, y no solo para emplearlas bien y controladamente en nuestras intervenciones al interior de la Convención y en las declaraciones a la prensa, sino al momento de escoger los términos en que se expresarán las disposiciones de la próxima Constitución.
¿Cómo deben ser llamados quienes han recibido el encargo de estudiar, debatir, concordar, redactar y proponer al país una nueva Constitución? Las leyes que dieron origen al proceso en que nos encontramos los llama de la primera de esas maneras, aunque la segunda y la tercera son también procedentes, con preferencia para esta última por economía de lenguaje.
“Convencionales”, fuera del contexto constitucional actual, es un término que, en el uso habitual del mismo, se relaciona con alguien cumplido, apegado a las reglas, respetuoso de las formas, lo cual viene bien en el caso de la Convención Constitucional, puesto que, les guste o no a algunos, existen normas previas a ella que es su deber observar y que solo podría alterar el mismo órgano que las estableció –el Poder Legislativo- y no la propia Convención. Tampoco podría la Convención pretender cogobernar con el Ejecutivo, sea este el actual o el próximo, ni pautear al Legislativo, ni decir cómo tendrían que fallar ciertas causas los tribunales de justicia. Tiene que estar consciente la Convención, por ejemplo, de que si pautea al Legislativo éste podría hacer lo mismo con ella; por ejemplo, diciéndole que no piense más en un reglamento interno propio y que adopte con ciertas modificaciones alguno de los que tienen hoy una u otra de las ramas del Congreso Nacional.
Peyorativamente ahora, “convencional” equivale a “conservador”, a alguien tradicionalista en cuanto a sus ideas, predecible en sus conductas y más preocupado de las formas externas que de los asuntos sustantivos. Pero en el caso de los “convencionales constituyentes” lo que nos libra de este alcance negativo de la primera de tales palabras es la segunda de ellas –“constituyentes”-, puesto que, juntas, dejan claro que “convencionales” significa aquí otra cosa: integrantes de una convención, de un órgano, de una asamblea de personas que se han reunido para un objetivo temporal determinado.
“Convencionalistas”, si atendemos siempre al significado peyorativo del término “convencional”, podría sonar a quienes aplauden, apoyan y promueven conductas convencionales, es decir, tradicionales, formales, predecibles, pero aquella palabra, lo mismo que en el caso de “convencionales”, se salva si se le agrega la voz “constituyentes”.
En cuanto a esa última palabra –“constituyentes”, así, sin más- resulta en principio demasiado vaga, puesto que constituyente es cualquiera que constituye algo, cualquier cosa, y no solo una nueva Constitución, pero en el caso presente, utilizada en el contexto de una Convención Constitucional, se entiende perfectamente que se trata de quienes están a cargo de elaborar y proponer una nueva Constitución para el país.
[cita tipo=»destaque»]Si en algún sentido los constituyentes no deberíamos ser “convencionales”, en el sentido de apegados a conductas muy antiguas y repetidas, es en cuanto a reiterar prácticas políticas negativas muy arraigadas en el país y que la ciudadanía viene censurando hace ya tiempo, de las cuales la principal es a actuar al interior de la Convención sobre la base de grupos que podrían transformarse en bancadas y estas, a poco andar, en facciones cerradas sobre sí mismas. Otras de esas prácticas es hablar a las cámaras y no a los compañeros de trabajo, la utilización reiterada de cuñas y eslóganes, los cartelitos alusivos a causas que abrazan los distintos constituyentes y, aún peor, si bien es algo que no ha ocurrido ni ocurrirá, los disfraces y los bailes en el hemiciclo o demás salas en que funciona la Convención.[/cita]
Los contextos de uso de las palabras suelen aclarar muy bien el significado en que se las utiliza en un momento y lugar dados. “Linda mesa”, dicho al interior de una tienda de antigüedades, tiene que referirse a un mueble de ese nombre; en cambio, en esa misma frase, expresada en un acto solemne que tiene lugar en el aula magna de una universidad, su palabra “mesa” alude a quienes encabezan o presiden la correspondiente ceremonia.
¡Vaya que dan trabajo las palabras! Y lo darán también, cómo no, a los constituyentes, a los actuales 155 constituyentes, y no solo para emplearlas bien y controladamente en nuestras intervenciones al interior de la Convención y en las declaraciones a la prensa, sino al momento de escoger los términos en que se expresarán las disposiciones de la próxima Constitución.
Si en algún sentido los constituyentes no deberíamos ser “convencionales”, en el sentido de apegados a conductas muy antiguas y repetidas, es en cuanto a reiterar prácticas políticas negativas muy arraigadas en el país y que la ciudadanía viene censurando hace ya tiempo, de las cuales la principal es a actuar al interior de la Convención sobre la base de grupos que podrían transformarse en bancadas y estas, a poco andar, en facciones cerradas sobre sí mismas. Otras de esas prácticas es hablar a las cámaras y no a los compañeros de trabajo, la utilización reiterada de cuñas y eslóganes, los cartelitos alusivos a causas que abrazan los distintos constituyentes y, aún peor, si bien es algo que no ha ocurrido ni ocurrirá, los disfraces y los bailes en el hemiciclo o demás salas en que funciona la Convención.
Es natural que se formen aquellos grupos, ojalá por afinidades de pensamiento más que por intereses que tengan que ver únicamente con posiciones de poder o que se tienen por tales, pero no lo sería pasar a bancadas y, menos aún, a facciones que se miren como permanentes enemigos que se muestran los dientes y funcionan siempre con la lógica del belicismo y no de la colaboración. Los 7 ó 9 constituyentes que acompañarán a la mesa para facilitar la gestión de esta, por ejemplo, accederán a lugares de trabajo y no a posiciones de poder, y, por lo mismo, sus designaciones tienen que ver con la división del trabajo de la mesa directiva y no con la división del poder.
La política, y en particular la democracia como forma de hacer política, enfrentan pacíficamente a partidarios y adversarios, y no, como la guerra, a amigos y enemigos. Con los adversarios se conversa y se puede llegar a acuerdos; a los enemigos, en cambio, se les busca no para conversar, sino para eliminarlos, o, cuando menos, se les desconoce o desprecia como interlocutores.