Desde ya las primeras medidas del nuevo Gobierno deberían inclinarse por firmar Escazú y reanclar el acuerdo de París en la lucha en contra del calentamiento global con metas más audaces y profundas, particularmente en relación con los gases de efecto invernadero (GEI); ampliación de los parques/áreas protegidas marinas, de lo que Chile es uno de los precursores; apoyar pacto global en contra de las pandemias –acuerdo regional por los medicamentos, incluyendo las vacunas–; impulsar políticas tendientes a reactivar un Unasur 2.0; nombramientos transparentes e inclusivos de embajadores y direcciones del Minrel, entre otros.
Siendo la política exterior una de las funciones básicas de la acción estatal y teniendo presente el mundo globalizado e incierto (controvertido) en que vivimos, uno cuyo dinamismo marca un cambio epocal, esta materia debe tener un tratamiento relevante en el próximo programa de Gobierno –y también en el nuevo texto constitucional–. Un tratamiento desde un sentido que dé cuenta de la realidad nacional post 18 de octubre, es decir, más democrática, participativa y progresista, y no desde uno conservador en lo ideológico y administrativo-economicista en lo práctico, como el que ha primado en los últimos años.
Entre otros aspectos, y tal como lo hacen en mayor o medida los programas de los candidatos(as), debería describir los órganos y la operación en su formulación y toma de decisiones; debe transparentar los intereses fundamentales, los valores, las visiones del mundo que tiene el país y los conceptos que la guiarán; los mecanismos de control y participación democrática (por ejemplo, pasar por el Congreso el nombramiento del grueso de los embajadores e incluir consultas o plebiscitos en la toma de decisiones relevantes, como los tratados internacionales), de modo de generar coherencia, consensos y sinergias a nivel nacional y alianzas multinivel en el plano internacional.
Publicados los programas presidenciales y dentro de las pocas páginas e intervenciones hechas hasta ahora en la materia por la candidata y los candidatos del arco progresista, y más allá de unas cuantas diferencias menores (matices) o énfasis, encontramos una matriz bastante común que refleja importantes acuerdos al respecto.
En lo referente a anclajes contextuales, valóricos y marcos normativos, por ejemplo, vemos la prevalencia de la democracia y los derechos humanos en todo lugar y por encima de cualquier consideración –un valor supremo por sobre otras consideraciones, como las ideológicas o económicas– y que no ha sido la tónica actual.
Respeto por el derecho internacional para un relacionamiento sano y justo con otros actores (pensando en las asimetrías de poder) y para la solución de controversias pacíficamente como parte de nuestra tradición y seguridad y la necesidad de limitar las “carreras armamentistas” en desmedro del desarrollo.
Está la reivindicación de la independencia, soberanía nacional y autodeterminación, pero ahora desde una perspectiva inteligente, en un mundo donde lo local y lo global están casi completamente entrelazados y donde participamos consensuando normas –cedemos parte de nuestras potestades/soberanía en función de un bien superior, léase tratados–.
Se proclama la defensa del principio de no intervención y de autodeterminación en la solución interna de los conflictos y controversias, pero sin vacilar en usar otros mecanismos, al tratarse del tema de la defensa de la vida y derechos humanos (desde la acción diplomática a la presión y sanción).
Se profesa la igualdad entre los Estados más allá de su poder, nivel de desarrollo u otras características en función de estándares de convivencia democrática/humanitaria.
Se adhiere a la cooperación activa (responsabilidad) en la defensa de la paz y la seguridad internacional, repudiando a la vez lacras como el terrorismo, el racismo y toda forma de discriminación.
Se suscribe una protección activa e integral del medio ambiente y la biodiversidad, donde son preponderantes acciones integrales y conjuntas (deberes y derechos compartidos).
Se ratifica la cooperación entre las sociedades y pueblos –con especial énfasis en los postergados pueblos originarios–, para el progreso de la humanidad en su conjunto, dejando de a poco atrás la extrema competitividad que impuso el neoliberalismo en la globalización actual.
Se adhiere con firmeza a un multilateralismo 2.0, es decir, más democrático, en función de acuerdos globales que den cuentan de un nuevo orden más justo y de las tendencias del nuevo escenario internacional que empieza a dibujarse, entre otros.
En general, acompañan estas definiciones valórico-conceptuales ciertas prioridades geográficas y de actores a partir de una ecuación compleja de valores, intereses y capacidades. En una concepción de círculos concéntricos, en primer lugar, resalta la voluntad de afianzar y desarrollar las relaciones con los países vecinos (Argentina, Bolivia y Perú), con los cuales compartimos una agenda compleja y bastante complementaria, aprovechando los instrumentos ya suscritos y fomentando otros, en la perspectiva de dinamizar las acciones de cooperación e integración en función del codesarrollo, la coprosperidad y el fortalecimiento de la gobernanza democrática subregional.
Hablamos de potenciar un diálogo político multinivel –no solo de la diplomacia presidencial o de las estructuras formales de Cancillería–; del potenciamiento de la cooperación en los ámbitos académicos, científicos, culturales y, en general, de la sociedad civil; del fomento de nuevas medidas de confianza dirigidas a crear una zona de paz; de acuerdos y homologación de políticas migratorias, ambientales, de desempeño profesional y de seguridad social, etc.; de conectividad fronteriza (eficacia/eficiencia en vías, aduanas, controles fito y zoosanitarios, etc.), en particular fortalecimiento de los comités de frontera; de alianzas productivas/cadenas de valor (por ejemplo, energía) y acuerdo diversos en materias primas estratégicas (minerales, por ejemplo); de seguridad reforzada frente a dilemas ambientales, eventos físicos (catástrofes) y desafíos en defensa de los intereses nacionales, como la depredación del mar de las grandes flotas pesqueras, el crimen organizado, narcotráfico y otros desafíos comunes.
Reconociendo la temprana voluntad de cooperación e integración desde las guerras de la Independencia y el Congreso Anfictiónico de Panamá (1826), la vocación latinoamericana del progresismo y de un realismo fundado en que el nuevo equilibrio de poder internacional se decidirá entre los poderes regionales, es decir, entre países-continentes y en zonas/espacios que sean capaces de generar una “región-Estado”, como el caso de la Unión Europea, por ejemplo, resalta como segunda prioridad esencial el ámbito el regional. Más allá del afianzamiento de las relaciones bilaterales, y basado en un concepto de regionalismo abierto y desideologizado, a diferencia del practicado por los presidentes empresarios de derecha que lideraron la región en la última década y de algunas tendencias nacionalistas trasnochadas fortalecidas por una tribalización (un nosotros) impulsada por la pandemia, debemos potenciar la unidad en la diversidad de la región, fortaleciendo el diálogo en organizaciones como Celac, reactivando Unasur y sus 12 comités como el principal instrumento de cooperación e integración sudamericano, homologando políticas y estándares de otros organismos subregionales y bilaterales (CAN, Alba, Mercosur, Sica, etc.). El caso de la Organización de Estados Americanos (OEA) y rescatando alguno de sus órganos, debe tener una “refundación” tendiente a despojarla de los estertores de la Guerra Fría que la acompañan.
Para todo esto, entre otros aspectos, es necesaria la reactivación de la llamada diplomacia presidencial –esa aprehendida en la crisis de América Central de los 80 y practicada con éxito por el Grupo de Río) y el fortalecimiento de una paradiplomacia amplia, que dé cuenta de la complejidad de las relaciones de hoy. El posible retorno de Lula es una buena noticia al respecto: la encuesta de XP Ipesque le da una intención de voto de 38% versus el 26% de Bolsonaro, diferencia que se agrandaría en segunda vuelta con 49% versus 35%
En el ámbito global (tercer área/círculo), en el marco de una interdependencia compleja y la existencia de desafíos globales multidimensionales, como la aguda crisis climática que ya nos ha puesto tarjeta roja, la revolución científico-tecnológica y su impacto en todos los aspectos de la vida, la propagación de viejos y nuevos desafíos (narcotráfico, crimen organizado, pandemias, migraciones masivas, conflictos armados, nuevas disputas hegemónicas con carrera armamentista incluida y nuevos espacios de disputa geopolítica como el espacio ultraterrestre, entre otros) y la aspiración/protesta ciudadana por sociedades más igualitarias e inclusivas con la superación del “darwinismo social” creado por el modelo neoliberal y acentuado por la pandemia del COVID-19 –los ricos son más ricos y los pobres más pobres–, la próxima política exterior, desde un liderazgo conceptual y un no alineamiento activo, debe colaborar a la generación de una gobernanza global más humanitaria, fortaleciendo un multilateralismo más democrático (por ejemplo, reformando el Consejo de Seguridad de la ONU, de modo de democratizar esta instancia para que represente mejor el mundo actual), la prevención y la resolución temprana de los conflictos, entre otros, teniendo en consideración las potencias tradicionales y emergentes (Estados Unidos, Europa, Rusia, China, India), países similares/like minded (Nueva Zelanda, Canadá, Europeos y Nórdicos) y emergentes (de África y Asia).
[cita tipo=»destaque»]En la región ya empieza a haber una reconfiguración de la política. Una realidad, aunque esperanzadora, con la tendencia de elección de liderazgos más preocupados por temas sociales y tratamientos nacionales más complejos, no despeja las incertidumbres de fondo. La política exterior, entonces, no solo deberá ser reflejo de un país más inclusivo en su conjunto, de norte a sur, sino que deberá moverse en un escenario dinámico e incierto, en ebullición.[/cita]
Frente a esto último y por un tema conceptual y de seguridad en un contexto de poder asimétrico, es necesario que el país se encamine a diversificar sus dependencias e interacciones internacionales, y se empodere a través de la conjunción con otros (empezando por la región) y de un liderazgo conceptual que se hipotecó desde hace unos años (por ejemplo, fue un visionario fundador de la Comisión Permanente del Pacífico Sur y de su declaración de Santiago en 1952), aunque sus alianzas deberían tener como eje principal y concordancia –en el fondo y por anclaje valórico– con una proyección global de los modelos de gobernabilidad y objetivos geopolíticos democráticos.
Sin dudas, y a pesar de rasgos marcados de obsolescencia institucional, el Ministerio de Relaciones Exteriores seguirá siendo el principal organismo ejecutor y administrativo de las relaciones externas del país en conformidad con los lineamientos y prioridades de la política exterior fijadas por el Gobierno, el Estado en su conjunto y la sociedad. Entre ellas, contribuir a preservar la integridad territorial y la independencia política, fortalecer las relaciones bilaterales, profundizar la política exterior multilateral, reforzar la política de cooperación frente a los temas globales, contribuir a la inserción económica, promover y defender el reconocimiento de los derechos ciudadanos de los(as) chilenos(as), brindar asistencia y protección consular, etc.
Sin embargo, su misión, tareas y capacidades no dan cuenta de la complejidad de las relaciones externas actuales del país, de su diplomacia y paradiplomacia, lo que al final termina debilitando las acciones, políticas e imagen externa del país, incluso a veces con casos de incoherencias y/o franco conflicto (el TPP 11, por ejemplo). Por lo mismo, es urgente modernizar la visión-misión, estructura y los mecanismos de gestión de las relaciones externas de Chile.
En el caso de Cancillería, además de terminar un inconcluso proceso de modernización de fondo, hay que fortalecer la carrera funcionaria con incentivos nacionales –procesos de ingreso y ascenso transparentes e inclusivos, perfeccionamiento permanente, generando espacios normados de participación, rompiendo la lógica verticalista, estabilidad a través de ciclos, ajustando las diferencias salariales nacionales e internacionales–, generar reclutamientos laterales de especialistas para fortalecer el necesario trabajo transdisciplinario en la toma de decisiones, jerarquizando áreas desvalorizadas por la primacía administrativo-economicista que ha primado (léase DD.HH., cultura, ciencia, DICOEX), consolidar en la trilogía Diplan, Academia Diplomática y las universidades nacionales un sistema de pensamiento y análisis estratégico para la formulación de políticas y escenarios prospectivos, revisar embajadas y consulados de acuerdo a este marco, etc.
Es esta dirección también, es imprescindible desencapsular esta área e impulsar un Sistema Nacional de Política Exterior participativo e integral de todo el Estado, con participación de las organizaciones e instituciones gubernamentales, de la sociedad civil, de la ciudadanía, de las regiones y de la diversidad nacional a través de Consejos Regionales de Política Exterior –incluida la Región Exterior, como actores-redes fundamentales en este mundo globalizado–. Esto no solo permitirá una política exterior más coherente y sinérgica al homologar la acción externa de diversos actores de la diplomacia y paradiplomacia, sino que repercutirá en un desarrollo interno más estable (decisiones conjuntas) y equitativo a través de la protección y distribución de inversiones, fomento del turismo y otros.
Así, entre las líneas estratégicas de un futuro programa de gobierno progresista, deberían estar el fortalecer la democracia y DD.HH.; empoderamiento de multilateralismo y su democratización; diversificación de las interacciones y dependencias; integración y cooperación como palancas fundamentales de la gobernanza mundial; el vecindario geográfico y Latinoamérica como prioridad; coherencia y sinergia a través de un Sistema Nacional de Política Exterior; participación nacional y ciudadana; modernización del pilar fundamental (el Minrel); capacidad de análisis estratégico y prospectivo en la formulación de políticas; fortalecer y complejizar la carrera funcionaria; adherir proactivamente al desarrollo sustentable y medidas que combatan el calentamiento global; cooperar a la paz y seguridad internacional; formular nuevos conceptos ligados a nuevas realidades (codesarrollo, cooperación reforzada, soberanía inteligente, no alineamiento activo, etc.); democratizar la política exterior.
Desde ya las primeras medidas del nuevo Gobierno deberían inclinarse por firmar Escazú y reanclar el acuerdo de París en la lucha en contra del calentamiento global con metas más audaces y profundas, particularmente en relación con los gases de efecto invernadero (GEI); ampliación de los parques/áreas protegidas marinas, de lo que Chile es uno de los precursores; apoyar pacto global en contra de las pandemias –acuerdo regional por los medicamentos, incluyendo las vacunas–; proyectos para la creación del Sistema Nacional de Política Exterior y de la figura de parlamentarios de chilenos en el exterior, de modo de afianzar con nuestra comunidad en el exterior; fortalecer y dinamizar a nivel nacional y limítrofes la puesta en marcha de la agenda 2030 de la ONU como agenda humanizante, democratizadora y sustentable; impulsar políticas tendientes a reactivar un Unasur 2.0; nombramientos transparentes e inclusivos de embajadores y direcciones del Minrel –con personas de capacidad demostrada, de hoja impecable y evitando la “silla musical” y/o la eternización en los cargos–; visita a los principales países de la región; fortalecer (crear) en Punta Arenas una plataforma de interconexión Antártica, teniendo como eje un potenciado Instituto Antártico; entre otros.
Al final, nada será igual que antes de la pandemia, a pesar de los esfuerzos del capital global y sus instituciones por restituir el mundo previo, como, por ejemplo, lo ha denunciado la ActionAid USA, en cuanto a que el FMI sigue bloqueando la acción climática, asesorando y alentando a los países al desarrollo de infraestructura de combustibles fósiles. Es una realidad que ya venía interpelada por las desigualdades, las injusticias y la destrucción del medioambiente, entre otros fenónemos, por lo que se auguran tiempos de mayor alteración del ya incierto tablero geopolítico, paradigmático y humanitario.
En la región ya empieza a haber una reconfiguración de la política. Una realidad, aunque esperanzadora, con la tendencia de elección de liderazgos más preocupados por temas sociales y tratamientos nacionales más complejos, no despeja las incertidumbres de fondo. La política exterior, entonces, no solo deberá ser reflejo de un país más inclusivo en su conjunto, de norte a sur, sino que deberá moverse en un escenario dinámico e incierto, en ebullición.