Alergias y naciones son expresión inevitable del mundo en que nos toca vivir: todos tenemos alergia a algo y nos sentimos parte de alguna nación. Todos sabemos de parientes o amigos que sufren de alergias severas a determinados agentes y que tienen una relación especial, de apego u odio, con tal o cual nación. No podemos elegir a qué tenemos alergia ni a qué nación pertenecemos; se trata de eventos sobre los que no tenemos control, donde la genética, el lugar el nacimiento o la exposición a determinados elementos en la infancia temprana juegan un rol crucial en determinar quienes somos.
Con la llegada de septiembre, banderas y alergias brotan de un día para otro y se transforman en parte fundamental del paisaje criollo primaveral. Por cierto, nunca desaparecen completamente y, aunque podríamos anticipar su aparición, su irrupción es siempre algo abrupta y nos pilla por sorpresa. Si bien no parecen tener mucho en común, tanto la idea de “nación” como la de “enfermedad inmunológica” refieren cuestiones que parecen estar más allá de la historia: en un caso, el malestar provocado por pólenes estacionales que se repiten cíclicamente y cuyos elementos causantes son parte del mundo natural; en el otro, una identidad permanente, estable y reconocible que nos definiría como pueblo y como cultura. Paradójicamente, sin embargo, ambos fenómenos son relativamente recientes: la celebración “del 18” tiene algo más de un siglo, la definición de las alergias como enfermedad estacional menos aún.
La masificación y la globalización de alergias y naciones están directamente asociadas a dos de las instituciones fundamentales del mundo moderno: la ciencia y el Estado. En el primer caso, la revolución en técnicas agrícolas, el comercio internacional, el crecimiento de las ciudades y los cambios en la propia medicina han transformado nuestra exposición a aquellos agentes biológicos que nos provocan reacciones negativas; en el segundo, la conscripción militar y la educación básica obligatoria fueron claves para instaurar como fundamentales aquellas experiencias comunes que compartimos como parte del mismo colectivo. La lengua oficial, los símbolos patrios y las efemérides son todas expresiones de ese intento estatal por dar forma a aquella unidad cultural que quiere representar.
Alergias y naciones son expresión inevitable del mundo en que nos toca vivir: todos tenemos alergia a algo y nos sentimos parte de alguna nación. Todos sabemos de parientes o amigos que sufren de alergias severas a determinados agentes y que tienen una relación especial, de apego u odio, con tal o cual nación. No podemos elegir a qué tenemos alergia ni a qué nación pertenecemos; se trata de eventos sobre los que no tenemos control, donde la genética, el lugar el nacimiento o la exposición a determinados elementos en la infancia temprana juegan un rol crucial en determinar quienes somos.
Así, buena parte de nuestra vida adulta estará dedicada a morigerar, cambiar o reforzar esos rasgos, incluso a sabiendas de que ya no es posible alterarlos completamente. El paso del tiempo, un poco de suerte y bastante voluntad nos permiten aprender a relacionarnos con alergias y naciones de mejor forma: tomamos antihistamínicos, evitamos ciertos alimentos, aprendemos a apreciar y a rechazar rasgos determinados de la nacionalidad.
[cita tipo=»destaque»]La masificación y la globalización de alergias y naciones están directamente asociadas a dos de las instituciones fundamentales del mundo moderno: la ciencia y el Estado. En el primer caso, la revolución en técnicas agrícolas, el comercio internacional, el crecimiento de las ciudades y los cambios en la propia medicina han transformado nuestra exposición a aquellos agentes biológicos que nos provocan reacciones negativas; en el segundo, la conscripción militar y la educación básica obligatoria fueron claves para instaurar como fundamentales aquellas experiencias comunes que compartimos como parte del mismo colectivo.[/cita]
Finalmente, aprendemos a vivir con ellas con la ambivalencia que es parte fundamental de nuestra experiencia humana: en ocasiones debemos resaltarlas y en otras las escondemos con vergüenza, a ratos nos limitan y en otros nos ayudan a ser creativos e imaginativos. Comprendemos que es iluso querer eliminarlas por completo, pero no aceptamos que son fuerzas con la capacidad de dictar totalmente qué podemos hacer y cómo hemos de vivir.
En el mejor de los casos, nos enfrentan al mundo moderno en su diversidad antes que su homogeneidad, en el reconocimiento de nuestras propias limitaciones antes que en la exageración de nuestras fortalezas. En el peor, nos encierran sobre nosotros mismos, nos incentivan a exigir reconocimiento a todo evento y, sobre todo, nos hacen inmunes a dolores y sufrimientos ajenos. Así, la lección más importante de septiembre debiese ser que, si no hay razones para sentirse orgullosos por las alergias que padecemos, difícilmente las hay para glorificar las naciones en que vivimos.