Lo sucedido en Iquique descorazona. Una explosión racista y xenófoba que no nace de la nada, sino que fue pavimentada durante años por una política gubernamental excluyente, discriminatoria y selectiva. Tanto la quema de enseres de las personas migrantes –un acto de por sí deleznable– como el desalojo por parte de las autoridades de la plaza Brasil –además mediatizado como espectáculo–, vulneran los derechos humanos de quienes buscan refugio ante la crisis. Pero se cosecha lo que se siembra y hoy esta actuación política del Gobierno en la materia tiene efectos perversos en la ciudadanía que, tristemente, nos muestra el horror de los últimos actos en Iquique.
Deyanira tiene 70 años. Sus hijos y nietos(as) migraron hace más de 10 años a Chile. Ellos(as) siendo profesionales, trabajan en diversos rubros de servicios. Ella se quedó pensando que la situación de Venezuela mejoraría. No sucedió. Pronto se encontró sola, sin recursos económicos, sin redes, sin acceso a salud –es hipertensa y con complicaciones pulmonares–, sin tener las necesidades básicas cubiertas. Por más de dos años no pudo renovar su pasaporte en su país para salir. Sus familiares, residentes en diversos países de la región, juntaron dinero y contrataron un “servicio” para logar sacarla y traerla a Chile. La travesía duró 15 días, con diversas inseguridades y violencias. Finalmente la dejaron cerca de la frontera y debió caminar bajo el frío de la noche junto a otros(as) para poder alcanzar el bus que la trasladaría a Santiago con sus familiares. Obviamente, llegó en malas condiciones a la capital.
Esta historia no es de las más cruentas que se pueden encontrar. Las personas venezolanas que migran lo hacen porque deben hacerlo ante una crisis social y económica en su país. Es un trance humanitario en Latinoamérica que es sistémico y en el cual, como región, los países deben pensar conjuntamente una solución. No obstante, la vida de las personas no puede quedar en puntos suspensivos.
Lo sucedido en Iquique descorazona. Una explosión racista y xenófoba que no nace de la nada, sino que fue pavimentada durante años por una política gubernamental excluyente, discriminatoria y selectiva. Tanto la quema de enseres de las personas migrantes –un acto de por sí deleznable– como el desalojo por parte de las autoridades de la plaza Brasil –además mediatizado como espectáculo–, vulneran los derechos humanos de quienes buscan refugio ante la crisis.
La migración venezolana se está dirigiendo en múltiples direcciones. Chile en los últimos años emerge como un posible país de destino. Ya es sabido cómo el Gobierno de Sebastián Piñera, en el inicio de la crisis venezolana, estableció un uso político de esta, lo que le llevó a abrir una visa humanitaria anunciada directamente en Cúcuta. Fue un llamado explícito a puertas abiertas. Un llamado efectista que finalmente se retrotrajo con el paso del tiempo, para establecer una política de cierre y de expulsiones masivas.
Pero se cosecha lo que se siembra. Este Gobierno intensificó el uso de visados en origen para algunos países, estableció una política de frontera restrictiva, y, además, burocratizó a tal punto la concesión y renovación de visados, llevando a una irregularidad devenida a muchas personas residentes migrantes. Además, a través de una estrategia mediática, ha promovido la criminalización, la intensificación de estereotipos y la xenofobia y racismo hacia personas extranjeras. Hoy esta actuación política tiene efectos perversos en la ciudadanía que tristemente nos muestra el horror de los últimos actos en Iquique.
[cita tipo=»destaque»]En los últimos años hemos fallado en asegurar el derecho igualitario a la justicia y al debido proceso, lo que ha quedado en evidencia con las últimas expulsiones masivas en el país. Cualquier medida que tome el Estado de restricción de ciertos derechos debe ser acorde a los parámetros internacionales y a los principios de igualdad, proporcionalidad y respeto al contenido esencial de los derechos. Por tanto, debieran considerarse ciertas limitaciones a este derecho del Estado, como la prohibición de arbitrariedad o la denegación de justicia. En ese sentido, no se puede bajar del estándar que ya existe constitucionalmente. La respuesta del Estado chileno frente a esta crisis humanitaria está totalmente en una dirección opuesta de esto. Esto, sumado a narrativas xenófobas y racistas, amplificadas por algunas perspectivas periodísticas, que sin duda están teniendo efectos que afectan la cohesión social interna.[/cita]
Desde que en 2012 se establecieron los visados en origen, comenzaron a aumentar las entradas por pasos fronterizos no habilitados, pasando de 922 en 2011 a 16.848 en 2020. Esto evidencia que esas políticas de puertas cerradas no generan que las personas dejen de venir, sino que busquen otras vías para entrar al país. En el fondo, estas políticas restrictivas terminan fomentando redes de tráfico de personas. Estamos asistiendo a una crisis humanitaria importante, que llama a generar protección a esas personas desplazadas; sin embargo, a lo largo del tiempo se constata una tendencia cada vez más baja a otorgar refugio (el año pasado, en medio de esta crisis humanitaria, el Gobierno solo concedió siete).
Es importante, por otro lado, considerar que la Convención Americana sobre la materia ha fijado el derecho al libre tránsito. Si bien no existe un derecho a “inmigrar”, sí se reconocen los derechos a emigrar, a circular libremente una vez que se ha ingresado a otro Estado y el derecho a retornar al Estado del que se partió. La única forma de hacer operativo este derecho reconocido a salir, es entender que debiera existir un derecho intrínseco a entrar en otro territorio. Sin embargo, esto queda a criterio del régimen interno y soberano de los Estados. Pese a ello, el ejercicio de esta atribución debe hacerse en respeto a los derechos fundamentales de las personas migrantes. En Chile, la Constitución vigente consagra que extranjeros(as) puedan entrar al país (en el artículo 19, N° 7, letra a), y eso desde cierta perspectiva jurídica se puede interpretar como una correlación entre el derecho a emigrar de toda persona, con el derecho a inmigración.
Los hechos de Iquique muestran que estamos en una urgencia nacional: necesitamos profundizar el principio de igualdad y no discriminación. Esto implica reconocer que no resulta compatible un estatus diferenciado entre nacionales y migrantes. Las personas extranjeras por el solo hecho de tener otra nacionalidad reciben un trato diferente y excluyente al de los(as) nacionales, pero gozan de dignidad inherente de todo ser humano. Bajo el paradigma del Derecho Internacional moderno, la dignidad es valor como un fin absoluto, lo que en el plano jurídico se vincula con la plena vigencia de sus derechos humanos.
Si bien el Estado puede controlar el ingreso al país, las distinciones deben ser proporcionales y objetivas, por lo que no se puede discriminar por razones de raza, etnia, color, idioma, religión, sexualidades, edad, procedencia nacional, entre otras causales. Sin embargo, hemos visto en el último tiempo que prácticamente existe de hecho una política selectiva que pone serias dificultades a personas provenientes de ciertos países, especialmente con Venezuela y Haití.
En los últimos años hemos fallado en asegurar el derecho igualitario a la justicia y al debido proceso, lo que ha quedado en evidencia con las últimas expulsiones masivas en el país. Cualquier medida que tome el Estado de restricción de ciertos derechos debe ser acorde a los parámetros internacionales y a los principios de igualdad, proporcionalidad y respeto al contenido esencial de los derechos. Por tanto, debieran considerarse ciertas limitaciones a este derecho del Estado, como la prohibición de arbitrariedad o la denegación de justicia. En ese sentido, no se puede bajar del estándar que ya existe constitucionalmente. La respuesta del Estado chileno frente a esta crisis humanitaria está totalmente en una dirección opuesta de esto. Esto, sumado a narrativas xenófobas y racistas, amplificadas por algunas perspectivas periodísticas, que sin duda están teniendo efectos que afectan la cohesión social interna.
Pero estamos a tiempo de girar el timón, actuar desde un compromiso irrestricto de respeto a los derechos humanos y evitar que esto se convierta en una ola xenófoba que se instale en nuestra convivencia cotidiana.