El problema de las conmemoraciones violentas y marginalidad estructural (territorial, cultural, económica y política), en que ya existen territorios donde la policía no entra, requieren de un enfoque de gobernanza sistémico, de largo plazo y con un mix de políticas que incluyan pensar la cultura práctica de sus habitantes, su horizonte de vida y el funcionamiento de sus ciudades y barrios, sus diseños y sus conexiones. Porque una receta de más de lo mismo en seguridad ciudadana nos llevará a una atmósfera de guerras civiles ocasionales y programadas en nuestra vida cotidiana. Es imprescindible reflexionar sobre la subjetividad profunda que está animando la violencia en el país, sobre todo ahora que la Convención Constitucional inicia el debate de fondo sobre la nueva Constitución. Porque no basta con rechazar o desacreditar una violencia irracional, que seguramente casi nadie comparte ni aprueba.
La violencia muchas veces espontánea, dispersa y fragmentada del Chile de hoy, junto con la rabia estructural, se han instalado como un virus que corroe las principales ciudades del país. Es un error considerar que ello es el solo resultado de condiciones extremas de pobreza y marginalidad que conlleva nuestro modo de sociedad, o, como sostienen los adherentes de la violencia institucional, de la carencia de medios policiales y leyes más represivas.
Como quiera que se analice el problema, el punto de partida o llegada son las personas y su antropología cultural y social, las que habitan funcionalmente la ciudad. Y ello incluye una manera de experimentar la violencia, sea como actor o como víctima.
Esta cultura y normalización de la violencia se ha rutinizado como un regulador de conductas, tanto de los ciudadanos como de las policías e instituciones de seguridad. Estas últimas inventan “una ideología de la violencia”, que predetermina su forma de existencia y sus actuaciones. Incluso cuando las causas de los hechos violentos no son siquiera antagonismos políticos o económicos de carácter general, sino que solo intereses individuales arraigados –incluso delictuales, como el microtráfico de drogas–, que ante hechos menores operan como desencadenantes de sucesos mayores en el espacio público.
Es esto lo que explica en gran medida la incapacidad del Estado –primer responsable del orden público– de proveer la seguridad a los ciudadanos, tal como lo mandata la actual Constitución, y seguramente lo hará también la que está en camino.
Una sociología comparada de la marginalidad y la polarización social de Chile y el mundo, nos muestra que hechos como la violencia con pillaje que se da en el país son un fenómeno global. Por cierto, una forma de violencia muy vinculada a la miseria urbana, pero que en el caso de Chile es una conducta culturalmente adaptada, con rasgos muy propios.
El primero, es que los grupos violentos, sean de anarquistas, barras bravas o bandas vinculadas al narcotráfico, se orientan a perturbar y controlar el funcionamiento de un sector o territorio y normalmente lo logran. Segundo, como el funcionamiento de la ciudad se da en torno a un anillo periférico con un trazado entre espacios de retail (malls), superpone a la cuadrícula original puntos radiales y espacios comerciales concentrados que funcionan entre todos como un sistema. Se altera uno y se contamina todo el resto. De hecho, el transporte público es un sistema radial. Tercero, la ciudadanía se adecua a vivir la violencia como una situación o tiempo de emergencia, como la sequía o los cambios climáticos, la que además tiene espacios públicos en la que se exhibe de manera iconográfica y sirve de comunicación subversiva, por ejemplo, la Plaza Italia.
[cita tipo=»destaque»]El problema de Chile y sus conmemoraciones violentas y su marginalidad estructural (territorial, cultural, económica y política), en que ya existen territorios donde la policía no entra, requieren de un enfoque de gobernanza más sistémico, de largo plazo y con un mix de políticas que incluyan pensar la cultura práctica de sus habitantes, su horizonte de vida y el funcionamiento de sus ciudades y barrios, sus diseños y sus conexiones. Ello no significa que no se deba seguir actuando con las leyes y medios disponibles, pero es evidente que estos no son ni suficientes ni definitivos, y que una receta de más de lo mismo en seguridad ciudadana, nos lleva a una atmósfera de guerras civiles ocasionales y programadas en nuestra vida cotidiana.[/cita]
La violencia se produce en nudos urbanos, con accesos fáciles y cortos para los habitantes de la profundidad marginal de la ciudad, que tienen contiguos centros comerciales que, una vez producida la perturbación del funcionamiento de la ciudad (barricadas), se proyecta al pillaje y al robo. Todo es sincrónico y masivo porque los habitantes entienden cómo funciona la ciudad pánico y actúan previsiblemente en consecuencia, como actores o víctimas.
El pillaje tiene un rasgo primitivo de retribución de oportunidad para quienes lo practican. En la historia, los primitivos grupos armados puestos al servicio de señores o príncipes feudales, en el norte de Italia por ejemplo, tenían como parte importante de su retribución los bienes de los vencidos, de los cuales podían apropiarse. La profesionalización de la fuerza militar con la creación del Estado Moderno, reprimió y eliminó esa práctica del botín, la que sin embargo subsiste, como delito, en situaciones de descontrol y despotismo político.
A su vez, el paso de la barra a la banda, como se llama el fenómeno de militarización delictual de jóvenes en zonas o barrios en Colombia, se ve amparado por un repliegue del Estado, con policías ineficaces y/o corruptas.
Todo lo dicho lleva a la conclusión de que el problema de Chile y sus conmemoraciones violentas y su marginalidad estructural (territorial, cultural, económica y política), en que ya existen territorios donde la policía no entra, requieren de un enfoque de gobernanza más sistémico, de largo plazo y con un mix de políticas que incluyan pensar la cultura práctica de sus habitantes, su horizonte de vida y el funcionamiento de sus ciudades y barrios, sus diseños y sus conexiones.
Ello no significa que no se deba seguir actuando con las leyes y medios disponibles, aunque poniendo acentos en corrección de procesos y en prevención, para hacer más eficaces los mecanismos concretos de intervención en los territorios. Pero es evidente que estos no son ni suficientes ni definitivos, y que una receta de más de lo mismo en seguridad ciudadana nos lleva a una atmósfera de guerras civiles ocasionales y programadas en nuestra vida cotidiana. Con todos los conflictos legales y violaciones de derechos de la ciudadanía, incluidas las policías, que ello implica.
Es necesario reflexionar desde ya sobre estos aspectos, justo cuando se inicia el debate de fondo sobre la nueva Constitución en la Convención Constitucional. No basta rechazar o desacreditar una violencia irracional, que seguramente nadie comparte ni aprueba. Pero los símbolos de rabia que afloran en cada conmemoración o manifestación política, indican que es un mal consejo omitir la subjetividad profunda que está animando la violencia en el país. Y que en ese ambiente será muy difícil compatibilizar derechos civiles, responsabilidad individual y competencias legítimas del Estado como representante del interés de toda la comunidad nacional.