El estallido (modelado desde afuera) actuó como un potente catalizador de la guerra cultural, y ayer hemos visto cómo el libreto del miedo al caos triunfaba, leve pero ominosamente, sobre la interpretación esperanzada de los eventos que han venido encadenándose desde el 18 de octubre del año 2019 en adelante. El mundo enrarecido de narraciones científicas divergentes e incompatibles, que trajo consigo la pandemia, y el clásico recurso reaccionario que echa mano del gremio de los camioneros y del conflicto mapuche, completan, como la guinda de la torta, el retorno, tan chileno, de la nostalgia de la mano dura, y que Boric con su despliegue no hizo sino acentuar.
Hace cuatro años propuse, aquí mismo, que Kast y el Frente Amplio se nos presentan como dos aspectos diferentes de un mismo fenómeno cultural, que entonces despuntó como una necesidad de sintonizar con horizontes morales que trascendieran el callejón sin salida de la apatía generalizada, a la que se había llegado por causa del neoliberalismo, expresado como consumismo individualista.
Por un lado, el horizonte de la familia tradicional, orden y patria, de una utopía neoconservadora (ultraliberal en lo económico y ultraconservadora en lo moral), a la busca de un Estado mínimo; por el otro, una épica del retorno al Estado benefactor, y de una utopía verde y tecnológica. Esta guerra cultural se hace patente sobre todo en asuntos valóricos extremos, que no afectan directamente la experiencia cotidiana de las mayorías, como el del aborto o el del matrimonio homosexual, que –a mi juicio– la izquierda chilena ha cometido el error de colocar como cuestiones de primera línea (ahí en el lugar vacío donde dejó de impugnar al sistema capitalista), mientras el candidato de la ultraderecha se limitaba a sintonizar con el sentido común (naturalmente conservador) del pueblo (no en vano formado en la matriz cultural de la religión cristiana).
Hoy, no sin cierto admirado espanto, compruebo cómo estas observaciones han venido nutriéndose a partir de la realidad misma, que el domingo 21 de noviembre demostró, en la primera vuelta electoral, que son justamente estas –Kast y el candidato del FA, Boric– las dos almas que interpretan a esa mitad de chilenos que ejercen su derecho al voto. En el lapso de una columna es difícil abordar de manera consistente las dinámicas globales que informan el fenómeno: el uso de algoritmos para generar percepciones desde las redes sociales, el caso de Brasil y Bolsonaro como modelo de aplicación de una nueva tecnología de gobierno cultural, las inevitables redes y conexiones entre estos desarrollos, las dictaduras militares que instalaron las bases del neoliberalismo en Latinoamérica, los nexos entre estos militares y Kast y Bolsonaro, la potencia extranjera que monopoliza la utilización política de los algoritmos, las formas paralelas de utilizar el tema de la corrupción general de la política a través de la amplificación en los medios de casos particulares (Lula o el caso Caval, por decir algo). El análisis da para varias páginas.
Lo que sí cabe en una columna es indicar relaciones posibles entre el estallido social y la guerra cultural ya mencionada: ¿el estallido fue la expresión de una acumulación de fuerzas populares organizadas –como quiso ver Daniel Jadue– o, más bien, se trata de una expresión espontánea, inorgánica, que traduce malestar, pero no signos políticos capaces de agregación? Estallido: una olla a presión, una simple colección de demandas desparramadas como manchas sobre un muro. Estallido: un ataque extranjero a la infraestructura crítica, el incendio simultáneo y de grado militar de varias estaciones del metro, realizado durante una coyuntura de movilización popular, en medio de una crisis económica global. Si esta fue una operación bien calculada de desestabilización, cuyo objetivo era producir caos, ciertamente funcionó a pedir de boca (operaciones similares se desplegaron por todo el globo en los años previos a la pandemia).
El oscuro rol de una policía militar y de un ejército no subordinados al poder civil, las articulaciones entre estos actores y el crimen organizado (indicadas por los casos de corrupción y la transferencia de armas hacia el narco), el protagonismo de este último en la destrucción sistemática de ciertas zonas bien delimitadas de la ciudad (justo las zonas bohemias de Santiago y Valparaíso), y el papel de los medios de comunicación en fomentar y amplificar la percepción de caos, y de un auge de narcos y de anarquistas, son capítulos abiertos al escrutinio de investigaciones futuras.
El estallido (modelado desde afuera) actuó como un potente catalizador de la guerra cultural, y ayer hemos visto cómo el libreto del miedo al caos triunfaba, leve pero ominosamente, sobre la interpretación esperanzada de los eventos que han venido encadenándose desde el 18 de octubre del año 2019 en adelante. El mundo enrarecido de narraciones científicas divergentes e incompatibles, que trajo consigo la pandemia, y el clásico recurso reaccionario que echa mano del gremio de los camioneros y del conflicto mapuche, completan, como la guinda de la torta, el retorno, tan chileno, de la nostalgia de la mano dura, y que Boric con su despliegue no hizo sino acentuar.