Una de las mayores dificultades que la derecha chilena post-Pinochet ha tenido, qué duda cabe, es construir un proyecto ideológico. Es decir, formular una visión de país que trascienda la sola defensa de sus intereses de clase.
A eso, de seguro, se refería Mario Desbordes cuando dijo que la derecha debía destetarse “absolutamente del empresariado” y comenzar a entender que una cosa es defender la libertad de emprender y otra defender al empresariado.
Lo primero es servir un principio; lo segundo, servilismo.
Este déficit le ha pasado la cuenta una y otra vez, y ha provocado que movimientos y partidos que han tratado de desligarse de los intereses de su grupo social, regresen presurosos al rebaño cuando suenan los tambores o el peligro aparece a la vuelta de la esquina. Sucedió con la “patrulla juvenil” de Renovación Nacional a comienzos de los años 90 y ahora con Evópoli. Un partido que se suponía liberal, pero que no tuvo mayores inconvenientes en arrodillarse ante un caudillo de derecha extrema a la primera de cambio.
Hasta ahí todo bien. O casi bien. Tampoco se les puede culpar demasiado por subordinar intereses ideológicos a fines electorales. Lo han hecho muchos, a ambos lados de la línea.
Lo sucedido en la reciente elección, sin embargo, tuvo una diferencia fundamental. Ahora se apoyó, casi sin condiciones, a un candidato que proponía importantes regresiones valóricas y que usó la mentira como herramienta sistemática campaña.
Ambos aspectos tienen un carácter completamente distinto respecto de lo que había sido el comportamiento electoral de la derecha chilena.
Entre lo que proponía Kast en su programa estaba integrar las Fuerzas Armadas de manera recurrente a labores policiales (pág. 4), indultar a los violadores de derechos humanos (pág. 7), derogar de la ley de aborto (pág. 12), hacer partícipes a las iglesias cristianas de la formulación de políticas públicas de familia (págs. 12 y 13), intervenir sobre los planes de estudio en temas como aborto o género (pág. 20), avanzar en la generación de energía nuclear (pág. 51) y derogar la reforma laboral para reducir el poder sindical (pág. 53).
Estas medidas integristas iban en contra de cualquier ideario de una derecha liberal. Ni hablar de la defensa de la dictadura y la relativización de los derechos humanos.
Por otra parte, el candidato Kast usó la mentira como un mecanismo central de su campaña. Mintió cuando afirmó que TVN y ENAP nunca habían tenido números azules, afirmó que el Festival Lollapalooza se suspendió por razones ideológicas, que en los países con aborto libre había mayor mortalidad materna, que su padre no había sido nazi e, incluso, desde su comando enviaron una foto trucada de Gabriel Boric para hacerla circular en las redes. Todo este repertorio de falsedades lo coronó con su conocida frase “no he mentido ninguna vez”.
Nada de esto, sin embargo, fue impedimento para que la derecha se le uniera, aunque parte de ella lo hiciera de manera quejumbrosa y asegurando que no se integraría a su eventual gobierno. El punto es que lo secundó y, con ello, no solo traspasó una barrera ideológica, sino que también cruzó una frontera moral: apoyó valores que aseguraba haber abandonado hace décadas y legitimó el uso de la mentira sistemática como parte del discurso político.
La pregunta que de esta historia se deriva es si la derecha reconocerá esta situación y recogerá cañuela. O si definitivamente emprenderá un viaje hacia un populismo sin marco valórico. Populismo del que tanto acusó a la izquierda, pero que terminó por seducirla.
Si es lo primero, deberá hacer un gran esfuerzo para recuperar la credibilidad que se jugó en esta apuesta. Si es lo segundo, no hay que decirlo, ello representa un grave peligro para el futuro de la política chilena.