Así, por ejemplo, y en el marco de este tipo de conflictos híbridos, la primera afirmación del Presidente Piñera frente a las protestas de octubre de 2019 fue decir que eran impulsadas y/o manejadas desde el exterior, información que –señala un medio– le entregó a la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) en función de retrotraer al público a la lógica de defensa de la patria. Dijo que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso” y pidió unidad “para no perder esta batalla”. Luego su discurso cambió, al igual que el de Iván Duque en Colombia o de Lenin Moreno en Ecuador frente a protestas similares, en la dirección de criminalizar a los manifestantes para terminar argumentando sobre la necesidad de restauración del orden público, y del uso de las policías y de las FF.AA. con este fin y como garantes del poder constituido en función de la razón de Estado, esa concepción premoderna de Nicolás Maquiavelo.
Al efectuar la cuenta pública de su Gestión 2020, el ministro de Defensa, Baldo Prokurica, entre otros aspectos, destacó la polivalencia de las Fuerzas Armadas, expresada en su despliegue frente a las necesidades de la pandemia del COVID-19, así como en la construcción de 124 kilómetros de caminos, el combate de incendios forestales, y las labores de combate contra el narcotráfico, el crimen organizado, la migración ilegal y el tráfico de personas en el extremo norte del país, entre otros.
La polivalencia se define como la capacidad de una persona u organización para realizar diferentes tareas dentro de un mismo entorno. En el marco de una seguridad ampliada, doctrina amalgamada a otras teorías que tienden a securitizar la realidad a partir de amenazas “no” militares (ciberseguridad, terrorismo, seguridad internacional, narcotráfico, crimen organizado, catástrofes naturales, etc.), Pablo Correa (Revista de Marina) dice que la polivalencia en el caso militar “está orientada a aprovechar la capacidad residual de las FF.AA. de una nación, en el entendido que en tiempos de paz el cumplir tareas más allá de la clásica defensa de la soberanía y, básicamente, asumiendo determinadas funciones de seguridad interior, permitirá maximizar la eficiencia en el empleo de los recursos y capacidades del Estado”.
Si bien la adaptación y la flexibilidad (en términos de capacidades y destrezas) son vitales para la ecuación eficacia/eficiencia/subsistencia de las personas/organizaciones en un mundo incierto y en permanente cambio, el tema genera variados ruidos y preguntas cuando se inscribe en premisas conceptuales tan amplias de amenazas con que funcionan las FF.AA. hoy y cuando se analizan sus efectos en la sociedad y el Estado. Desde ya, Samuel Huntington alertaba que la amplitud de la misión militar incrementa la influencia institucional en asuntos ajenos a la defensa. Eso, además de los efectos negativos que tiene esta ampliación de roles (polivalencia) en otros organismos públicos creados para estos propósitos en términos de rol-misión, presupuesto, planta de personal, es decir, “se desviste un santo para vestir otro”.
Luego tenemos el hecho de que la actual doctrina estratégica argumenta que la existencia de guerras simétricas (es decir, guerras tradicionales y puras entre Estados) prácticamente han desaparecido del escenario internacional (no han acabado), siendo sustituidas por un tipo de conflicto llamado de baja intensidad, en el que se mezclan actividades simultáneas y versátiles insurreccionales/desestabilizadoras y sin un teatro de operaciones siempre claro, pero que terminan en una espiral de violencia sin fin (alguien la comparó con la Petite Guerre de los franceses). Esto ya fue graficado por el ex secretario de Defensa de EE.UU., Caspar Weinberger, en 1986, al decir en un seminario lo siguiente: «El mundo está hoy en guerra. No es una guerra global, pero se extiende alrededor del planeta. No es una guerra entre ejércitos totalmente movilizados, pero no por ello es menos destructiva. No se libra de acuerdo con las leyes de la guerra y, más aún, la ley en sí misma, como un instrumento de civilización, es un blanco de esta particular variedad de agresión».
Junto con ello, los planificadores de seguridad de tendencia autoritaria están recurriendo a otras nociones (no enteramente definidas) como la de “guerra híbrida” o guerra de “zona gris”, de la que hablaron el 2005 Mattis y Hoffman en Future Warfare: The Rise of Hybrid Wars. Fundada en las premisas de la guerra compuesta de Thomas Huber, de manera genérica se entiende por guerra híbrida a aquella que utiliza medios simétricos y asimétricos coordinados en tiempo, espacio y propósito para alcanzar el estado final deseado, uniendo los niveles de conducción táctico, operacional y estratégico, reviviendo el antiguo concepto de las maquinaciones del régimen soviético (y luego ruso) en Europa y en otros lugares, en particular el uso acumulado de desinformación, redes sociales, ciberataques y agitadores para inflamar a las poblaciones y desestabilizar los gobierno. En esta conceptualización de guerra híbrida vuelve a aparecer claramente el concepto del “enemigo interno”, al presentar a los manifestantes y otros movimientos de oposición organizados como posibles amenazas a la seguridad nacional, es decir, agrupa a la disidencia democrática legítima con amenazas existenciales.
Así, por ejemplo, y en el marco de este tipo de conflictos híbridos, la primera afirmación del Presidente Piñera frente a las protestas de octubre de 2019 fue decir que eran impulsadas y/o manejadas desde el exterior, información que –señala un medio– le entregó la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) en función de retrotraer al público a la lógica de defensa de la patria. Dijo que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso” y pidió unidad “para no perder esta batalla”. Luego su discurso cambió, al igual que el de Iván Duque en Colombia o de Lenin Moreno en Ecuador frente a protestas similares, en la dirección de criminalizar a los manifestantes para terminar argumentando sobre la necesidad de restauración del orden público, y del uso de las policías y de las FF.AA. con este fin y como garantes del poder constituido en función de la razón de Estado, esa concepción premoderna de Nicolás Maquiavelo.
Vemos estas afirmaciones falsas repetirse una y otra vez, particularmente de la boca de líderes autoritario-transaccionales. Ahora último y en el marco de estas doctrinas, por ejemplo, fue el presidente de Kazajistán, Kassym Jomart Tokayev, quien autorizó a las fuerzas del orden a abrir fuego «sin aviso previo» contra los manifestantes que han ocasionado graves disturbios por el alza del precio de los combustibles. Jomart Tokayev calificó a los manifestantes de «bandidos», de «terroristas (que) siguen dañando los bienes del Estado y usando armas contra los ciudadanos»; dijo que eran unos 20.000 hombres ,»tanto locales como extranjeros”, y que «los enemigos no se han rendido y siguen cometiendo crímenes o preparándose. La lucha debe seguir hasta el final en contra de estas células militantes dormidas”.
Además de desnaturalizar la función de las FF.AA., y como dicen Miguel García y Gabriel Martínez, si se abusa de estos conceptos, podrían convertirse en una nueva “Doctrina de Seguridad Nacional, incluso en países que carecen de insurgencias armadas o escenarios insurgentes creíbles”. No olvidemos que, durante las dictaduras militares, la “Doctrina de Seguridad Nacional» alentó a las Fuerzas Armadas de la región a asumir roles internos de dirimir los conflictos políticos con enormes costos en los derechos humanos.
Finalizada la Guerra Fría, cuando se percibió que la amenaza comunista era menor y se vivían transiciones democráticas en medio de una gran distensión de la conflictividad regional, se impuso el concepto de seguridad ampliada para justificar el rol de las FF.AA. (en tiempo de paz) en los programas de “guerra contra las drogas” y el crimen organizado, creando nuevas misiones internas para los militares (por ejemplo, ahí están el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida). A fines de 2015, una publicación del Comando Sur encontró que 23 de los 31 países de su área de “responsabilidad” (excluyendo México), habían ordenado a sus Fuerzas Armadas apoyar a las fuerzas del orden, incluso en esta lucha. Esa tendencia continuó avanzando, como constata el diario El Universal en México, al publicar que, desde el 2018 a marzo de 2021, 27 labores que eran asumidas por civiles hoy están en las manos de las FF.AA. En países como Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela, los militares se han convertido en aliados políticos, en donde las élites civiles dependen de ellos para permanecer en el poder, lo que las empodera, además de darles más recursos: el caso del Brasil del presidente Bolsonaro es simbólico y extremo al respecto, con 9 ministros militares de 22 y más de 6 mil militares en funciones de gobierno.
Desoyendo a Alfred Stepan en cuanto que la clave para preservar las nuevas democracias y su desarrollo era garantizar que nadie llamara a las FF.AA. y/o apoyara una solución militar, debido a la falla de las instituciones democráticas en el objetivo mantener el orden por la ausencia de políticas públicas efectivas, multidimensionales y prospectivas de seguridad, la mayoría de los gobiernos de la región han recurrido a ellas como escudo (última ratio) en la lucha contra el crimen organizado, las crisis de seguridad interna y, particularmente, las protestas ciudadanas (es decir, las usan como navajas suizas). Precisamente, un artículo de la organización de promoción de los DD.HH. en las Américas, WOLA, advierte que la democracia está en retroceso mientras aumentan los roles militares. Los autoritarios se están aprovechando de las nuevas definiciones de guerra, mientras se preparan para enfrentar a las poblaciones inquietas por el empeoramiento de la desigualdad y la depresión económica de COVID. Al igual que la Doctrina de Seguridad Nacional de la Guerra Fría, la “guerra híbrida” o su variante “molecular dispersa”, corre el riesgo de permitir una nueva militarización en América Latina.
Vicenç Fisas definió el militarismo como la tendencia de los aparatos militares de los países a asumir un sobrerrol de control en la vida social, ya sea a través de los llamados “objetivos militares” o por medio de los llamados “valores” militares, instrumentos que han sido aptos para conseguir un dominio y hegemonía político-cultural mediante la utilización de las instituciones civiles y militares. Anclado hoy a los conceptos de seguridad ampliada y guerras híbridas (securitización de la realidad), entre otros, el “militarismo” ha dejado la exclusividad de su dimensión militar tradicional (la seguridad internacional y defensa) para insertarse en la vida cotidiana incluso desde visiones civiles. Existe un “militarismo cívico” y que se entiende como el proceso por el cual líderes civiles elegidos democráticamente implementan discursos y prácticas de militarización/securitización, legitimadas por la propia sociedad con el fin de dar gobernabilidad (no gobernanza). La persistencia de la securitización en los conceptos seguridad nacional y de orden público usado por el poder, proporciona elementos para comprender y sistematizar las realidades militarizadas y la institucionalización de lo excepcional. GADFA, por ejemplo, ha dicho que se debe terminar con los efectos de militarización interna que se derivan de la “polivalencia militar” y el uso indiscriminado de las FF.AA. en los estados de excepción, pidiendo el retiro de ellas del conflicto del Wallmapu, al concebirlo como un problema político, policial y del Poder Judicial.
El general (r) Eduardo Aldunate Herman (La Tercera, 2019) alertaba: “Nuestra historia es generosa en ejemplos que muestran decisiones de la autoridad política que dispuso el empleo de los militares en situaciones de orden interior que afectaron nuestra convivencia y dañaron la relación civil militar, como se evidencia generosamente en el siglo XX desde la Escuela Santa María a los sucesos previo y post septiembre de 1973, y sin duda, lo que acabamos de vivir que va en la misma dirección, problemas que debieron ser solucionados por la política, no por el calibre 5.56”. Agrega que “la polivalencia (…) llevada a este tipo de misiones, no se compadece con la instrucción, entrenamiento ni equipamiento de los militares y pareciera que es el momento de hablar en serio sobre este tema, que afecta el necesario sentimiento de valorización de nuestra sociedad hacia nuestras FF.AA. y para peor, es que nuestra historia es generosa en ejemplos de que será él, ese soldado, ese comandante quien pagará las consecuencias de equivocadas decisiones de otros”. Los militares están entrenados para derrotar a un enemigo con una fuerza letal.
Aún tiene vigencia lo expresado por Ignacio Cienfuegos el 2014, en cuanto que, a pesar de los progresos, “mis observaciones me dicen más bien que los valores democráticos y el respeto a los DD.HH., como aspectos incuestionables, no han calado suficientemente hondo en la cultura de la ‘familia militar’, persistiendo y reproduciéndose, de manera generalizada en sus discursos y convicciones”, lo que concluiría en una cierta “relativización del mal”, como diría Hannah Arendt, en función de la razón de Estado. Es decir, en la mayoría de los países de la región no se ha logrado una plena inclusión de las FF.AA. al nuevo orden democrático, al mantener grados importante de autonomía, vivir en una subcultura y espacio cerrado y, particularmente, por la continuidad de marcos normativos, teóricos e ideológicos resocializados en nuevos envoltorios por personal militar (r) recontratados pero con estigmas propios de la Guerra Fría (doctrinas que ven a los ciudadanos organizados como enemigos/conspiradores), y que sirven como “drivers” que incentivan una actuación fuera del campo profesional a partir de escenarios de “alteración del orden público” y la “seguridad nacional” (o los llamados campos grises de una seguridad ampliada o guerras híbridas). Amenazas híbridas, polivalencia y militarismo son una tríada peligrosa para la democracia.