Con imperfecciones, el país es hoy más tolerante con diversas formas de diversidad sexual, religiosa y valórica. Pero aún no parece comprender realmente que hay una diversidad similar en relación con el principio de la nacionalidad, sino que continúa asumiendo el supuesto “wilsoniano” de que los Estados solo son estables si están compuestos por una única nación lo más homogénea posible.
La idea de que cada nación solo puede expresar su independencia en un Estado propio, así como la idea de que cada Estado debe fundarse en una única nación, tiene poco más 100 años. Por lo general, su presencia global se retrotrae al fin de la Primera Guerra Mundial, cuando el entonces presidente norteamericano, Woodrow Wilson, propuso que el principio de la “autodeterminación nacional” era la mejor forma de reorganizar el mapa político de Europa.
Wilson buscaba traducir la idea filosófica general de la “soberanía popular”, que se había venido promoviendo desde la Revolución Francesa a fines del siglo XVIII, en un programa político concreto: si ese “pueblo soberano” se entiende como una nación que se “autodetermina”, y si las naciones son grupos homogéneos que habitan en territorios bien delimitados, entonces la solución a los conflictos internacionales es que cada nación detente la soberanía territorial de su propio Estado.
La historia de conflictos del siglo XX demuestra cuán equivocado estaba Wilson en que este principio habría de contribuir a la paz mundial. Pero la fuente de su error es menos una comprensión estrecha de la geopolítica que un concepto errado de la nación, que se entiende como un grupo inmutable históricamente, internamente homogéneo y claramente separable de otras naciones.
En el Chile contemporáneo, esta discusión ha adquirido creciente relevancia debido a la representación especial que los pueblos originarios tienen en la Convención Constitucional. Después de 200 años de historia independiente, nos estamos preguntando por primera vez qué significa ser chileno para los grupos étnicos para quienes la creación de esa “chilenidad” implicó el hostigamiento hacia sus idiomas, la supresión de sus formas legales, la marginación de sus prácticas religiosas y, por supuesto, despojos territoriales. En relación con la forma institucional concreta que han de adoptar las relaciones entre esa(s) nación(es) y el Estado, esta discusión tiene al menos dos dimensiones.
La primera dice relación con el pasado. La idea tradicional de que hay una única forma de definir quién es miembro de la nación nunca fue adecuada para describir la realidad y es cada vez más insostenible. En el caso de Chile y tantos otros países, la construcción de la identidad nacional que hoy se nos presenta como “natural” se hizo, durante buena parte de los siglos XIX y XX, mediante una forma de comprender el país basada en instituciones esencialmente autoritarias, como el ejército. Paradójicamente, la razón fundamental para la justificación de la conscripción forzada era la protección (o ampliación) de las fronteras del mismo Estado que les negaba a esas naciones su identidad. La continuidad de la existencia de un Chile independiente significó, para ellos, un doble sacrificio: como individuos, debían ofrecer su vida como valientes soldados; como colectividades, debían sacrificar sus identidades particulares para crear un país “común” a todos.
[cita tipo=»destaque»]Proyectar la nación hacia el futuro requiere aceptar que ella no fue ni será nunca un grupo homogéneo o natural. Por el contrario, a pesar incluso de sí misma, su éxito consistió en que la diversidad es un dato básico de la existencia humana que se las arregla para reproducirse y renovarse más allá de imposiciones de cualquier tipo.[/cita]
La segunda dimensión dice relación con el futuro. La diversidad y el pluralismo son grandes fortalezas para cualquier nación en tiempos tan inciertos como los nuestros. Con imperfecciones, el país es hoy más tolerante con diversas formas de diversidad sexual, religiosa y valórica. Pero aún no parece comprender realmente que hay una diversidad similar en relación con el principio de la nacionalidad, sino que continúa asumiendo el supuesto “wilsoniano” de que los Estados solo son estables si están compuestos por una única nación lo más homogénea posible. De hecho, aunque en el debate público no suelen presentarse conectados, la redefinición futura de la nación como espacio diverso es central para resolver de forma democrática la actual crisis migratoria. Más temprano que tarde, los extranjeros de hoy serán los chilenos que mañana comerán arepas y plátano frito en vez de empanadas y cazuela.
No sabemos cuál será la forma institucional concreta en que se resolverán estas tensiones en la nueva Constitución, pero no hay forma de rescatar la idea de que la soberanía estatal descansa en una nación única y homogénea. Menos aun la idea protofascista de una nación esencial basada en vínculos “pulsionales” y “esenciales” con la cultura o el territorio. Proyectar la nación hacia el futuro requiere aceptar que ella no fue ni será nunca un grupo homogéneo o natural. Por el contrario, a pesar incluso de sí misma, su éxito consistió en que la diversidad es un dato básico de la existencia humana que se las arregla para reproducirse y renovarse más allá de imposiciones de cualquier tipo. La paradoja que hoy enfrentamos, entonces, es que la continuidad de “la nación” se asegura mejor a través del reconocimiento constitucional de que habitamos un Estado plurinacional.