Hoy es indispensable avanzar en garantizar la autorrepresentación de quienes han sido históricamente excluidas y excluidos de los espacios de deliberación y representación política. La elección de constituyentes fue un antecedente inédito para ello, abriendo paso a la composición más democrática de un órgano político en la historia de Chile. Hoy nuestra tarea es asegurar que esto no sea una excepción sino las bases democráticas sobre las que avanza un nuevo ciclo político.
El miércoles, en la Comisión de Sistema Político de la Convención Constitucional, se aprobó una indicación propuesta por constituyentes de la UDI que exige contar con educación media completa como requisito para ser elegida diputada o diputado. Esta exigencia, que ya existe en la Constitución de 1980, fue repuesta y aprobada por diversos sectores de la Comisión.
Los términos en que esta iniciativa fue planteada en dicha Comisión se sostuvieron sobre supuestos de obviedad tramposos. Los argumentos eran varios: que la obligatoriedad de la educación media la hacía un requisito evidente; que no era posible normalizar la deserción escolar, pues el Estado debía encargarse de proveer de educación a toda la población; que es indispensable mantener los estándares que se les exigen a las personas que representan proyectos colectivos en el Parlamento. Sin embargo, lo que no recibió argumento ni respuesta alguna fue el núcleo problemático que un requisito como ese trae aparejado: ¿por qué el “compromiso del Estado con la educación de la población” debe expresarse en un requisito que, de hecho, redunda en la exclusión de amplios sectores de la población de la representación política?
En nuestro país, la deserción escolar es una realidad abrumadoramente amplia. Según los datos de la encuesta CASEN de 2017, más de un tercio del total de mujeres (37,5%) y hombres (36,4%) no cuentan con la escolaridad completa. Esta realidad es incuestionablemente también una condición de clase. La distribución de la escolaridad por quintiles demuestra que precisamente las mujeres precarizadas son mayoritariamente expulsadas de la educación formal. Esto se agudiza aún más entre la población que, con mayor fuerza, ha experimentado una exclusión profunda del quehacer democrático: en zonas rurales, tres quintos de la población (60,7%) no ha concluido su educación formal, y en el caso de las personas en situación de discapacidad, solo un 37% tiene educación media completa, según el Estudio Nacional de Discapacidad de 2015.
[cita tipo=»destaque»] Si nuestro objetivo es asegurar la garantía del Estado, si nos preocupa la exclusión y queremos revertirla, es deseable y preferible hacerlo junto a quienes la experimentan, y no sin ellas ni en su nombre.[/cita]
En el debate, se ha pretendido justificar la exclusión como un incentivo para el Estado a responder a su deber, históricamente incumplido. Como feministas, este argumento lo conocemos bien, pues su estructura básica es la misma a partir de la cual algunos sectores se niegan a garantizar nuestros derechos sexuales y reproductivos. Bajo el argumento de que lo verdaderamente importante es erradicar las condiciones que hacen posible un embarazo no deseado, los grupos conservadores se han negado al reconocimiento de derechos, mientras se niegan, al mismo tiempo, a la garantía de una educación sexual integral y al derecho a la salud pública y gratuita.
Aunque las determinantes económicas y sociales de la deserción escolar no son tan complejas de descifrar, las historias detrás de cada deserción son tan incontables como las vidas que las encarnan. Nos preguntamos si es posible pensar en desmontar esas condiciones excluyendo de la posibilidad de la representación política directa a sus protagonistas. ¿Es tan deseable ese requisito como para que en él se funde la imposibilidad de que puedan hablar con voz propia, y representar sus propios proyectos políticos, quienes han vivido el abandono del Estado?
Nos preguntamos si para sectores de izquierda y progresistas, una orilladora de mar, una asalariada agrícola o una trabajadora de casa particular sin cuarto medio son menos competentes para disputar una legislación sobre las aguas y las condiciones laborales que el ingeniero Longueira, que el abogado Orpis o que la médica Van Rysselberghe. Si nuestro objetivo es asegurar la garantía del Estado, si nos preocupa la exclusión y queremos revertirla, es deseable y preferible hacerlo junto a quienes la experimentan, y no sin ellas ni en su nombre.
Hoy es indispensable avanzar en garantizar la autorrepresentación de quienes han sido históricamente excluidas y excluidos de los espacios de deliberación y representación política. La elección de constituyentes fue un antecedente inédito para ello, abriendo paso a la composición más democrática de un órgano político en la historia de Chile. Hoy nuestra tarea es asegurar que esto no sea una excepción sino las bases democráticas sobre las que avanza un nuevo ciclo político.