Esta es la tercera y última columna que escribimos relativa a la propuesta sobre un Estatuto Constitucional de agua, aprobada en general en la comisión de la Convención Constitucional que trata los temas de medio ambiente y sistema económico, y se refiere específicamente al agua en relación con los pueblos originarios. Este tema es central en la propuesta de Estatuto, al extremo que cinco de sus seis artículos permanentes se refieren a él.
La propuesta señala que “El Estado reconoce, respeta y garantiza la especial interrelación que tienen los pueblos y naciones preexistentes con el agua en diferentes formas y manifestaciones (…)”, y agrega que “el uso y administración de las aguas estará regulado por esta constitución y las leyes, y en los territorios indígenas, por sus sistemas jurídicos propios”. En el capítulo denominado “De las aguas indígenas” se dispone que: “Las aguas que se encuentren en los territorios indígenas se reputan como tales, y son de propiedad de comunidades, personas naturales y organizaciones indígenas en general (…)”, y “están sujetas a la administración, uso y asignación que les entreguen los pueblos y naciones preexistentes de acuerdo a sus sistemas jurídicos propios”, los cuales “podrán consentir previa y libremente en el aprovechamiento sustentable de sus aguas por terceros, bajo los requisitos y condiciones que libremente definan”. Cuando se refiere a las posibles licencias que podría entregar el Estado sobre las aguas cuyo titular sería “el pueblo chileno», indica que uno de los posibles usos que justificarían su otorgamiento serían los “usos ancestrales y tradicionales”. Además, señala que deberá existir “un mecanismo permanente continuado y coordinado entre los servicios públicos encargados de llevar la política indígena”, que tendrá, entre otras tareas, procurar el “restablecimiento de los derechos de aguas de propiedad ancestral de los pueblos y naciones preexistentes”. Finalmente, en el articulado transitorio, después de proponer la caducidad de todos los derechos de uso de agua otorgados desde 1981, incluyendo aquellos otorgados para el uso doméstico, dispone que solo se excepcionan los derechos de aprovechamiento conferidos a las organizaciones y comunidades creadas en virtud de la ley indígena.
Estimamos que esta propuesta no refleja el propósito de reconocer, respetar y garantizar la especial relación que tienen los pueblos y naciones preexistentes con el agua, y es del todo inconveniente para el país, además de incorporar planteamientos poco definidos y, en ocasiones, contradictorios. En particular, se propone una gestión del agua con una discriminación en favor de los pueblos originarios que va más allá de la deseable equidad social; olvida el papel estratégico del agua para la vida de todos los pueblos; crea condiciones para un manejo especulativo del agua sobre la base de asignarlo en propiedad, sin tomar en consideración el interés general; contradice la experiencia internacional en relación con este tipo de materias; y, contiene disposiciones que resulta imposible llevar a la práctica y/o generan una importante incertidumbre respecto de la futura gestión del agua.
Partamos por resumir lo que proponen los convencionales: Las aguas, en general, serían un bien del dominio público, de todos los chilenos, sobre las cuales se podrían otorgar licencias para su uso (los convencionales proponen que sea un “bien natural común”, lo que hemos discutido en una columna anterior). Pero no todas las aguas serían de todos, ya que “las aguas que se encuentren en los territorios indígenas” se reputarán indígenas y serán de su propiedad, rigiéndose “por sus sistemas jurídicos propios”.
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Así, la propuesta de los constituyentes da un trato privilegiado y discriminatorio no justificado en favor de las personas que pertenecen a pueblos originarios, los que serían los únicos dueños de agua en el país, ya que el resto de los chilenos solo podrían acceder a licencias para su uso; como no harían uso de un bien del dominio público -sino de un bien privado-, no se les podría exigir una utilización con vistas en el interés general, de donde se deduce que podrían no utilizarla, o usarla muy ineficientemente, o incluso en contra del interés común, y ello no tendría ninguna sanción. Además, podrían negociar con terceros y consentir libremente en el aprovechamiento de sus aguas, bajo los requisitos y condiciones que libremente definan.
[cita tipo=»destaque»]Existe un río que recorre el territorio nacional de cordillera a mar; sobre las aguas de ese río actualmente existen miles de derechos de uso otorgados para los más diversos aprovechamientos; ese río en varios sectores atraviesa territorios de comunidades indígenas, las cuales además son dueñas de derechos de aprovechamiento sobre esas aguas (o pueden regularizarlos, por ser ancestrales).[/cita]
Cabe recordar que cuando se trata de concesiones de bienes del dominio público, como lo es el agua, la obligación de su aprovechamiento es de la esencia. La obligación de uso, además, es una condicionante que existe en todo el mundo (el principio es: “úselo o piérdalo”) y ayuda para evitar monopolios y especulación. Justamente en este sentido avanza la recientemente aprobada modificación del Código de Aguas de 1981, incorporando la extinción de los derechos de aprovechamiento que no se utilizan. Las normas constitucionales ahora propuestas van en el sentido opuesto, dando la espalda a la historia.
El enfoque sesgado de la propuesta también se refleja en que, a diferencia de todos los demás derechos de aprovechamiento constituidos a partir de 1981, los de propiedad de indígenas no caducarán, aunque tales derechos no se utilicen ni se obtenga de ellos ningún provecho. Esta excepción ni siquiera se contempla para usos socialmente sensibles, como los de sectores campesinos, agua potable rural y para consumo humano y saneamiento, entre otros (sin considerar el enorme impacto social asociado al uso del agua en el resto de los sectores productivos).
En nuestro país, con regiones con grave situación de escasez hídrica y desafíos crecientes en el tema, la gestión del agua tiene una importancia estratégica para el conjunto de la población, contribuyendo en sus condiciones de salud, empleo, economía y bienestar general, por lo que no puede quedar subordinada a los intereses de un grupo, cualquiera que éste sea. Justamente ese es el sentido de considerar el agua como un bien del dominio público.
Además, este enfoque discriminatorio en favor de las personas pertenecientes a los pueblos originarios constituye una situación que no existe en ninguna parte del mundo. En algunos países se establecen prioridades en el uso para ellos, y en otros los usos por indígenas tienen características especiales, pero en ninguna parte se llega a negar a las aguas la calidad de bienes del dominio público, para entregárselas en propiedad. En lugares como Nueva Zelandia, cuando se han reconocido derechos a pueblos originarios se han dejado a salvo los usos existentes. Así, la ley Te Awa Tupua (Whanganui River Claims Settlement). Act 2017, dispone (art. 16) como principio general que no se limitan los derechos de propiedad existentes, ni los crea, ni extingue, justamente porque del agua dependen muchos más ciudadanos que los pertenecientes pueblos originarios. En otros lugares, como Ecuador, la Ley Orgánica de los Recursos Hídricos (art. 71) garantiza la participación, los usos, y el derecho de las comunidades indígenas, pero en ningún caso les entrega agua en sus fuentes naturales sin condiciones. Ecuador busca garantizar un acceso equitativo al agua respetando la “especial interrelación que tienen los pueblos y naciones preexistentes con el agua en diferentes formas y manifestaciones”, pero nunca creando grupos privilegiados.
Respecto de la aplicación práctica de esta propuesta, en primer término, es útil ilustrar la situación que se da en muchas partes del país: Existe un río que recorre el territorio nacional de cordillera a mar; sobre las aguas de ese río actualmente existen miles de derechos de uso otorgados para los más diversos aprovechamientos; ese río en varios sectores atraviesa territorios de comunidades indígenas, las cuales además son dueñas de derechos de aprovechamiento sobre esas aguas (o pueden regularizarlos, por ser ancestrales).
El ejemplo anterior nos sirve para hacernos algunas preguntas que permitirán explicar lo alejada de la realidad que es la propuesta de los constituyentes: ¿les pertenecen a los indígenas todas las aguas de ese río, en la parte que atraviesa territorios indígenas?; ¿cómo se distinguen las aguas indígenas de las de dominio público?; ¿cómo se distribuirán las aguas en una cuenca sometidas a distintas normativas (las nacionales y las propias indígenas)?; ¿cómo se abastecerán los actuales usos de aguas existentes aguas abajo del territorio indígena?; ¿las aguas subterráneas ocultas en el subsuelo de la tierra indígena, también son indígenas?, ¿aunque los acuíferos se extiendan más allá de esos territorios? En definitiva, en este escenario: ¿cómo es posible hacer una gestión integrada de las aguas de una cuenca (objetivo considerado en la propuesta) en un escenario donde son aplicables, según su ubicación espacial, distintas normativas?
Además, la propuesta encarga al Estado tareas que en su propio texto le impide cumplir, como son las de garantizar la conservación, recuperación y manejo integral de las aguas, cuencas hidrográficas y caudales ecológicos asociados al ciclo hidrológico. En efecto: ¿Cómo podría el Estado garantizar dichos objetivos si las aguas en determinados territorios han sido excluidas de su regulación?