Este año 2022 se cumplen 60 otoños de la denominada crisis de los misiles en Cuba, acontecida en octubre de 1962, que puso al mundo en vilo ante una inminente guerra nuclear por parte de las dos superpotencias en plena Guerra Fría. En Ucrania 2022, es deseable y posible que la crisis internacional en evolución, dentro de las fronteras de este país, vaya a durar lo que se demore la instalación de una mesa de negociación entre representantes de EE.UU. y la Federación Rusa, o bien, una negociación bilateral entre ucranianos y rusos. Ya sabemos el objetivo que persigue Putin “por las buenas o por las malas” para terminar con el expansionismo de la OTAN hacia el Este de Europa. La pregunta es cuál es el objetivo de la comunidad internacional.
La historia no se repite, pero el encuadre de líderes que se mueven por satisfacer sus intereses nacionales y geoestratégicos son similares al tipo de eventos que dominó la escena internacional durante la Guerra Fría y la ha dominado posterior a ella. El desafío actual es generar los suficientes incentivos para una paz sostenible, cuyo acuerdo probable específico asegure una suerte de neutralidad activa, para evitar la instalación de poder bélico a poca distancia de la soberanía rusa y que, por su parte, Rusia retire sus tropas invasoras del territorio ucraniano. En un potencial acuerdo entre EE.UU. y Rusia, al igual que antaño, Ucrania no va a ser parte de la solución ni del proceso de construcción del acuerdo. Tan solo le quedaría firmar las reglas del juego del invasor en una negociación bilateral exigida por las armas.
Ya sabemos que la crisis de los misiles de 1962 en Cuba se superó sin la intervención política de la Cuba de Castro, a pesar de su pataleta histriónica e histórica, sino que la solución geoestratégica llegó por la vía de la negociación directa entre EE.UU. y la URSS, donde los representantes de John Kennedy y Nikita Jrushchov acordaron que los soviéticos retirarían los misiles de la isla y que los estadounidenses retirarían los misiles obsoletos de Turquía y no invadirían Cuba, compromiso que se ha honrado hasta el día de hoy.
Ahora, no estamos en presencia solamente de un conflicto entre Rusia y Ucrania, sino de una potencial crisis internacional si no se instala a la brevedad una de las dos mesas de negociación previsualizadas, con resultados mínimos. Sabemos que Putin escogió el enfoque guerrero de “terminación de conflictos” (ganar el conflicto) y no el de “resolución de conflictos” (mover el sistema entero de actores hacia una zona de compatibilidad), para obligar sobre ese escenario de guerra a negociar el cese del plan hegemónico de la OTAN y, tal cual lo ha anunciado, pretender forzar a EE.UU. a pactar por escrito una paz garantizada que reponga en algo la simetría que existía en Euroasia antes del derrumbe de la URSS.
El enfoque de terminación de conflictos puede ser una vía corta o una vía larga para imponer una paz formateada, acorde a la argumentación anticomunista histórica que promueve Putin, desafiando a los ucranianos en cuanto a que su anticomunismo ultranacionalista está incompleto en su misión de eliminar el legado comunista, sosteniendo que la Ucrania actual se cimienta sobre la obra de Lenin y es justamente esa Ucrania leninista la que Putin quiere borrar del mapa pos Guerra Fría, ya que al líder ruso le parece insensato que la Ucrania edificada por los bolcheviques resulte ser el pavimento sobre el cual la OTAN quiere extender su hegemonía en el Este de Europa. Así, Putin le dobla la apuesta a Ucrania sobre quien es más radicalmente anticomunista, para retrotraer las fronteras y la historia a una era presoviética.
Como vemos, Putin maneja dos escenarios de negociación en su lógica de paz impuesta. A los países occidentales les pide la simetría de equilibrio de poderes propio de la Guerra Fría y a los ucranianos una paz presoviética. La pregunta es qué necesita la comunidad internacional para acordar una paz sostenible con la Rusia de Putin, lo cual ayudaría a identificar una posición visible que posibilite desentrañar los intereses y necesidades en juego para la comunidad internacional en un marco de alto nivel de complejidad e incertidumbre, producto de las crisis ya instaladas en este siglo XXI y sus efectos inconmensurables para todos los países, incluyendo a Rusia, en caso de malograr aún más la convivencia en el sistema internacional.
Existe la irrenunciable necesidad de poner en juego la variable globalización e interdependencia, considerando que los incentivos para una paz sostenible no pasan por más sanciones y, a la vez, desidia hacia los países en conflicto, ni tampoco por el hecho de que otros países europeos quieran ingresar a la OTAN para blindarse de un ataque ruso, sino que lo urgente implica atender las clásicas exigencias de “seguridad” y “soberanía” como ocurría durante la crisis de 1962 o en el conflicto por la península del Sinaí en 1978. En las negociaciones del siglo pasado, efectivamente EE.UU. nunca más invadió a Cuba y entre Egipto e Israel han evitado las confrontaciones armadas.
El desafío actual tiene que ir más allá de las negociaciones clásicas sobre equilibrios precarios de ejercicio del poder, porque la construcción de una paz sostenible demanda negociaciones espacio temporales que, luego de resolver la satisfacción de los intereses inmediatos sobre seguridad y soberanía, tiene que centrarse en entretejer acuerdos flexibles, sensibles y sostenibles, considerando criterios de globalización e interdependencia, para indagar en soluciones de diseño que incorporen la complejidad e incertidumbre, no solamente para Europa occidental y Euroasia, sino que para el nuevo sistema internacional que surja después de esta crisis anclada entre la seguridad y soberanía territorial.
En este escenario, Biden ha demostrado no tener la sensibilidad de John Kennedy para atender las complejidades de la crisis en Ucrania. Biden hoy juega el rol que impulsó en 1962 el propio Nikita Jrushchov al llevar, esta vez, el líder estadounidense la amenaza bélica a las fronteras de Rusia, utilizando a su antojo la mediocridad que han exhibido los líderes ucranianos en los últimos años, con consecuencias inimaginables sobre la posibilidad de que una guerra localizada se extienda potencialmente por Europa ante el interés hegemónico persistente de la OTAN y su obsesión por Europa del Este.
La solidaridad de los países europeos por la suerte de Ucrania debiese fortalecer el rol de neutralidad activa que podría jugar Ucrania, para facilitar una resolución pacífica del conflicto en su territorio y, con ello, frenar una escalada del conflicto más allá de las fronteras ucranianas, para que esta crisis internacional en ciernes no pase a una fase aguda con más actores involucrados, apostando por la misma estrategia guerrera de Putin de “terminación del conflicto”. Dicho de otra manera, no puede ser que, a poco tiempo de cumplirse 80 años del término de la II Guerra Mundial, no hayamos aprendido nada sobre construcción de cultura e infraestructura de paz como comunidad internacional.
Resolver el conflicto entre la soberanía territorial exigida por Ucrania y la seguridad fronteriza demandada por Rusia, moviendo el sistema entero de actores hacia una zona de compatibilidad, por la vía de negociaciones bilaterales y multilaterales, puede ser un paso decisivo, para luego gestionar una crisis invisibilizada como es la crisis de legitimidad institucional sistémica, evidenciada por la sobrevivencia de la vieja OTAN, más allá de su objetivo en un mundo bipolar, entre otras instituciones caducas u obsoletas propias del periodo de la Guerra Fría.
Occidente necesita una nueva institucionalidad para equilibrar fuerzas con el nuevo Oriente emergente, donde China e India están sentando las bases de su juego actoral en el siglo XXI. De hecho, la guerra de Putin representa un intento desesperado por ser parte de este nuevo orden mundial germinal. En este contexto, la Unión Europea, que estuvo llamada al término de la Guerra Fría, para ser un poder equidistante de EE.UU. y, con ello, un colchón de contención entre las ex superpotencias de la segunda mitad del siglo XX, hoy no puede convertirse en una trinchera anacrónica de los intereses hegemónicos de EE.UU., que recién viene saliendo de una derrota política, militar y cultural con la oriental y tribal Afganistán.
Es importante, más allá de la emocionalidad mediática y real que despierta el drama que vive el pueblo ucraniano, identificar cuánta responsabilidad tiene EE.UU. y la UE por la jugada de Putin y el creciente éxodo ucraniano, derivado de la invasión rusa. ¿Puede la UE soportar una nueva crisis migratoria de más de 1 millón de ucranianos, producto de este conflicto? Sabemos del interés de Ucrania por ingresar a la UE desde 1994 y con tratativas formales desde el 2005; sin embargo, 17 años más tarde, dicha solicitud aún no encuentra eco efectivo, a pesar de los alardes de líderes europeos que, desde su zona de cobijo, enarbolan la bandera ucraniana y aplauden de pie en el Parlamento Europeo. Lo propio ocurre con un Biden sonriente ante el Congreso de su país. Lo líquido de la escena desnuda la falta de solidez de los líderes occidentales.
Los líderes políticos de occidente aún están a tiempo de aprender algo del temple y sensibilidad de John Kennedy ante una crisis de similares características, con el potencial nuclear de un juego de suma cero intratable. Llevar el escenario de negociaciones posibles hacia el resguardo de intereses sobre soberanía y seguridad es un guión conocido y plausible para desescalar este conflicto localizado y gestionar estratégicamente las derivadas de una crisis internacional aún mayor. Los aprendizajes poscrisis son memoria y futuro.
Los incentivos para una paz sostenible tienen que ver con las oportunidades que abren los conflictos y las crisis. Europa podría encuadrar las crisis presentes y venideras en el marco de la crisis ecológica, apostando por el enfoque de resolución ecológica de conflictos como su opción preferencial. Incentivos para una paz sostenible hay varios, como por ejemplo un reimpulso a las energías renovables como infraestructura de paz, para una estabilidad limpia entre Europa y Asía, así como promover una cultura de paz, compartiendo el pan y el agua. Recordemos que Ucrania y Rusia están dentro de los 7 mayores productores de trigo a nivel mundial. De esta manera, una Europa en crisis debe mejorar consistentemente y, por sí misma, sus relaciones con el nuevo oriente emergente, en especial con China, India y Rusia.
¿Qué puede hacer Chile frente a una crisis internacional de esta envergadura?
Por lo pronto, no plegarse a estrategias que escogen un lado del conflicto y volcarse hacia la constante de Chile en materia de política exterior: impulsar la paz y la relevancia de las terceras partes, en vez de escoger al bando más débil desde la emocionalidad de la escena. La exigencia de una paz sostenible es trabajosa y cotidiana. La construcción de paces es un camino complejo, tal vez demasiado para la lentitud de los líderes de Bruselas y Washington, pero una oportunidad de aprendizaje dinámico para los nuevos liderazgos emergentes. ¿Se resolverá la crisis en 13 días, como en 1962? Complejo e incierto. Veamos.