En uno de los tantos informes que la administración colonial hispana del antiguo reyno de Chile generó a partir del Parlamento de Negrete (1793) se hace alusión expresa a los protocolos de diálogo que caracterizaban a las tratativas fronterizas. En este caso en particular, se hace referencia al orden, o precedencia, que se ha de seguir a la hora de presentar los discursos de los representantes de las diversas sociedades que componen este espacio liminal. Quien tiene el derecho de hablar en primer lugar, es “el cacique cristiano de la reducción de Santa Fe don Juan de Lebuepillán por virtud de la antigua prerrogativa que sobre esto le compete…”. A continuación, toman la palabra los grandes caciques, gülmenes y loncos, de la “tierra adentro”, nombre usual con que la documentación hispana designa el espacio exento a la administración colonial y en el cual rigen las normas del admapu (“costumbre”). Estos señores de la tierra se caracterizan no solamente por una importante capacidad de liderazgo personal y económico, sino también por un dominio del arte retórico sumamente apreciado en la sociedad mapuche. Por lo tanto, quién habla, cómo se habla, en qué orden y la ritualidad asociada a estos actos resultaban fundamentales a la hora de construir lazos y canales de diálogo entre sociedades que se encuentran en permanente conflicto desde la intromisión de los colonos europeos y la instauración de sistemas políticos y sociales ajenos a la cultura y las tradiciones de las naciones prehispánicas.
Parece indudable que los llamados parlamentos del periodo hispano representan un acomodo cultural de la importante tradición de diálogo político-social (koyang o collaos) existente en las sociedades mapuche antes y durante la invasión europea. Esta dimensión de trasvasije cultural, que incluye modos de migración y resignificación de expresiones, lenguajes y artefactos culturales, aparece como fundamental en la vida fronteriza y en la posibilidad de “encuentro con el otro”.
Es en este campo que la investigación actual ha subrayado la importancia fundamental de mediadores culturales, figuras imprescindibles a las sociedades de frontera. Se trata de hombres y mujeres habilitados a partir de sus biografías, así como de sus habilidades innatas, para actuar de puentes entre estas sociedades en conflicto.
Para quien tenga la oportunidad de leer los textos de los parlamentos y “parlas”, que se sucedieron en el espacio fronterizo chileno desde el memorable parlamento de Quillín, a mediados del siglo XVII, hasta los que se llevaron a cabo durante el siglo XIX, resulta evidente que estos actos parecen reflejar una suerte de estancamiento en la vida fronteriza. Como si el texto de uno fuera la copia exacta del anterior.
Y es que aquello que al parecer se ha logrado es una suerte de statu quo, donde cada participante conoce cuál es el ámbito que le es propio y respeta tácitamente el de su contrincante. Quizás es verdad, como opinan algunos, que, a fin de cuentas, en la vida fronteriza, el proceso histórico consistió simplemente en esconder bajo la alfombra los verdaderos conflictos.
A partir del impasse diplomático experimentado por nuestra ministra del Interior y su comitiva al intentar ingresar a la comunidad de Temucuicui, y luego de años de silencio y “negación del otro” en la historia nacional, persiste la esperanza de que por fin seamos capaces como sociedad de hacernos cargo del legado colonial y tengamos la valentía de reconocer que necesitamos del otro en su diversidad rica en experiencias culturales y vitales, con el fin de construir un mejor futuro.