Todavía queda tiempo para hacer una autocrítica y enmendar el rumbo, dando un giro de timón al trabajo de la CC. Hay que revisar los acuerdos sobre el largo catálogo de derechos y priorizarlos, muchos de los cuales son aspiraciones particularistas, que se encuentran en el ámbito de la acción del Gobierno y el Congreso. El Estado debe ser fuerte, para cumplir con las funciones regulatorias propias de una economía compleja y no ceder ante el poder económico, que está concentrado en pocos grupos, con presencia en los principales ámbitos de la economía, control de los medios de comunicación, y que entrega financiamiento a los think tanks y a los partidos de derecha. La descentralización no puede poner en riesgo el poder del Estado y debiera contar con fuerzas centrípetas que le den coherencia y eficacia en su accionar.
La Convención Constitucional (CC) se encuentra en un momento delicado. A pocas semanas de que finalice el plazo establecido para redactar la Constitución, no hay acuerdos sobre cuestiones fundamentales y lo aprobado en algunos temas importantes no resiste un examen cuidadoso. Se han esfumado las altas expectativas en el proceso constituyente, expresadas en la alta participación en el plebiscito de octubre de 2020 (50,9%) y la altísima aprobación a la nueva Constitución (78,27%).
La caída en siete puntos porcentuales de la participación en la elección de los convencionales del 15 y 16 de mayo del 2021 fue una luz amarilla. Además, la composición de la CC estuvo cargada hacia la izquierda, sin reflejar las preferencias electorales que se registraron en los comicios municipales y de gobernadores regionales, y también se distanciaron de las parlamentarias de noviembre pasado, en que la derecha y los republicanos obtuvieron 35% de los votos en las elecciones a la Cámara de Diputados, eligiendo 68 diputados.
Este desilusionante resultado no es atribuible a afanes “refundacionales”, como acusaron los “Amarillos por Chile” en un manifiesto de febrero pasado. Varios factores explican estas asimetrías.
La CC se ha apartado de las demandas y expectativas de la población expresadas en el estallido social del 18 de octubre de 2019 y confirmadas en la masiva y pacífica manifestación del 25 de octubre, una semana después.
Con su actuación, la CC ha dado la espalda a las demandas de la ciudadanía, que eran contra los altos costos de la educación, de los servicios de salud y los medicamentos, las bajas pensiones que entregaban las AFP (“No + AFP”), los abusos de casas comerciales y la colusión de precios por parte de grandes empresas (farmacias, pollos, papel higiénico y pañales, Conforgate).
En esos días de octubre de 2019 también se expresó malestar hacia empresas que proveían bienes públicos (sanitarias y electricidad) porque, junto con incumplir sus compromisos de inversión, tuvieron fallas en el servicio que perjudicaron a decenas de miles de hogares, en Santiago y en regiones. Desde 1990 hubo alto crecimiento económico, disminuyó la pobreza y los chilenos mejoraron sus condiciones de vida como nunca antes. Sin embargo, la mayor parte de los beneficios quedó en una minoría que concentra el ingreso y patrimonio, y tiene un enorme poder político que ejerció a través del lobby, el financiamiento a think tanks, como el Instituto Libertad y Desarrollo y el Centro de Estudios Públicos (CEP), y otorgó cuantiosos aportes a los candidatos y partidos de derecha.
El 25 de octubre de 2019, más de un millón de personas se congregaron en Santiago, en la mayor manifestación desde el cierre de campaña del No en el plebiscito de 1988. Los manifestantes no portaron banderas de los partidos opositores; tampoco participaron dirigentes o parlamentarios. Esto confirmó la crisis de representación, expresada en el alejamiento de la ciudadanía respecto de los partidos políticos, la baja confianza en estos y la caída de la participación electoral. Además, los partidos se habían debilitado como organización y el sistema de partidos se fragmentó al quedar 21 de ellos con representación parlamentaria en las elecciones de 2017, lo que hacía muy difícil la gobernabilidad.
La crisis de representación se agravó en 2015, cuando la opinión pública se remeció al enterarse de los aportes millonarios e ilegales de grandes empresas y grupos económicos a candidatos, incluso presidenciales, lo que desnudó la estrecha relación entre el dinero y la política, muy dañina para una democracia representativa. Hasta 2015, los partidos no tenían financiamiento público y dependían de donaciones privadas y del patronaje y clientelismo del Estado.
El Presidente Sebastián Piñera desconoció este malestar. Tampoco lo observaron ministros de la ex Concertación, que coincidieron con el entonces Mandatario en destacar los hechos de violencia cometidos por grupos minoritarios, sin apuntar a la incapacidad del Gobierno para controlar el orden público.
La postura de Piñera tuvo un importante respaldo en las encuestas del CEP, cuyos resultados se resumen en un libro publicado cuatro meses antes de las elecciones presidenciales, con el sugestivo título de ¿Malestar en Chile?. La respuesta de este libro fue negativa: “Antes que malestar, el bienestar predomina entre los chilenos” (p. 13).
Piñera asumió esta tesis del CEP y buscó revertir las reformas del Gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet (2014-2018), quien se hizo eco del malestar y especialmente de las desigualdades, al impulsar una reforma tributaria que aumentó los impuestos a los más ricos y una reforma laboral que quería fortalecer a los sindicatos.
No es extraño que Piñera fuera sorprendido por el 18-O, sin saber qué hacer: desconoció el malestar de la sociedad y reiteró su condena a los hechos de violencia, sin controlar la acción de Carabineros, que cometió graves violaciones de los derechos humanos.
Tampoco los líderes empresariales actuaron contra los abusos y las desigualdades. Hicieron un mea culpa, que luego muchos de ellos olvidaron. Alfonso Swett, entonces presidente de la CPC, opinó: “Tenemos que meternos las manos al bolsillo y que duela” (El Mercurio, 30 de octubre de 2019). Andrónico Luksic, líder de uno de los principales grupos económicos, escribió: “Ayudemos a pagar la cuenta” y propuso aumentar el ingreso mínimo (Pulso, 26 de octubre de 2019), lo que concretó en sus empresas, pero excluyó a los trabajadores subcontratados. En términos similares se expresó Richard Von Appen, presidente del grupo Ultramar, actual presidente de la Sofofa, al proponer un aumento al impuesto a los más ricos: “Nosotros debiéramos contribuir más a través del global complementario, donde la tasa va a subir al 40%, y yo estaría dispuesto a que esa tasa fuera más alta, de 45% o 50%” (El Mercurio, 3 de noviembre de 2019). José Luis del Río, líder del grupo Derco y socio del grupo Falabella, afirmó: “Es necesario y posible una mayor contribución de quienes tenemos más”, y adelantó la decisión de incorporar a los trabajadores a la propiedad de una de las empresas de este grupo (El Mercurio, 4 de noviembre de 2019). Hans Eben, director de empresas, manifestó su preocupación porque los “altos niveles de desigualdad van en contra del mismo modelo que nos ha dado el crecimiento económico” (El Mercurio, 27 de octubre de 2019).
Las demandas económicas apuntaron hacia un Estado social y democrático, que debería haberse manifestado en disposiciones constitucionales que rompieran con los componentes neoliberales de la Constitución de 1980 y con medidas que fortalecieran al Estado para actuar con autonomía frente al poder económico.
En lugar de ser fiel a estas demandas ciudadanas, la agenda de la CC se expandió con vigor hacia otras prioridades, debido a tres decisiones adoptadas por el Congreso Nacional después del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019: el reconocimiento a los pueblos originarios, la paridad de género y el derecho a los independientes para participar en las elecciones a la CC.
La histórica demanda de derechos de los pueblos originarios, muy visible por el conflicto en La Araucanía, no es fácil de resolver. Sin embargo, la dinámica de los convencionales ha sido arrastrada por el complejo de culpa ante la continuidad del “problema” de las minorías étnicas. Esto se tradujo en la adopción de demasiados derechos y autonomía institucional a dichas minorías, algunas incluso superiores a las disposiciones indigenistas de las Constituciones de Bolivia y Ecuador.
Respecto a la paridad de género, hay una demanda nacional y global por fortalecer los derechos de las mujeres, fortalecida como reacción ante abusos que han impactado a la opinión pública (#Metoo). Nunca antes se planteó que la paridad era un recurso indispensable para superar las desigualdades de género. Ninguna democracia avanzada tiene esa paridad, ni siquiera las escandinavas, donde las mujeres han logrado amplios derechos políticos y sociales. Actualmente Dinamarca, Finlandia y Suecia tienen primeras ministras. No hubo debate público para justificar su inclusión en la elección de los convencionales. Tampoco se ha planteado después, cuando esta norma electoral fue transformada en uno de los pilares de la futura Constitución, al sostener que “llegó para quedarse”.
La paridad de género fue incorporada por un hecho puntual, que desencadenó un formidable efecto político. En 2019, en las elecciones del Colegio de Abogados, un grupo de abogadas propuso la paridad como un medio para combatir las prácticas discriminatorias en los estudios jurídicos, que consideraban inaceptables.
Una cuestión es el acceso de mujeres a puestos de autoridad en el Estado y gobierno, pero otra, distinta, más compleja y fundamental, es remover los factores estructurales y culturales que explican las desigualdades de hombres y mujeres en la sociedad, cultura y economía. Para eliminar estos factores se requieren políticas (policies) y cambios culturales, algo bastante más complejo de concretar que este cambio desde arriba, que genera un espejismo de avances por las posiciones de poder entregadas a las mujeres en el sistema político.
El tercer cambio –entregar derechos electorales a los independientes– tuvo alcances importantes y hasta mayores que los anteriores, pues desconoció la función de los partidos políticos en democracia. Como se dijo, los partidos están muy debilitados en el electorado y como organización y existe baja confianza ciudadana en sus dirigentes. Hay convencionales que equiparan a los partidos con los movimientos sociales, proponiendo que estos tengan el estatuto de aquellos, lo que reforzaría la fragmentación partidaria.
De los 154 convencionales, 90 son independientes. Fueron elegidos compitiendo como tales o en alguna de las listas de los partidos establecidos. Salvo excepciones, los independientes carecen de experiencia política. El aporte de estos a la CC ha sido limitado, mostrando el error de esta reforma electoral.
Los convencionales no tendrían que aceptar la debilidad de los partidos como un hecho inmovible. Deberían enfrentarla, con estímulos para fortalecerlos, elevar la confianza ciudadana y disminuir el número de partidos, rechazando su fragmentación en decenas de colectividades que fomentan protagonismos individuales.
La CC no ha cuidado su trabajo. Priorizó cambios simbólicos, con una primera mesa directiva paritaria, una presidenta independiente, de un pueblo originario, y un vicepresidente con una postura crítica de los partidos. Ambos carecían de trayectoria política previa. No definió un plan de trabajo de acuerdo al plazo establecido para redactar la Carta Fundamental. Destinó varias semanas a definir el reglamento, llamó a audiencias a personalidades de la sociedad civil y expertos, lo que restó un valioso tiempo a la deliberación. Esta tarea no tuvo sentido porque los convencionales partidarios de cambios profundos tenían ideas preconcebidas para fundamentar sus propuestas, basados en diagnósticos simplistas de los problemas del régimen político, que desconocían el hecho de que las principales limitaciones de este estriban en la “Constitución económica”, esto es, en que las desigualdades de ingreso y la concentración del poder económico dañan la calidad de la representación política.
Se observan diferencias importantes en cuestiones fundamentales. No solo el desconocimiento de la función de los partidos ya mencionada; también el tipo de gobierno. Aunque la CC optó por el presidencialismo “atenuado”, el contenido de la propuesta no lo es. Las atribuciones del Presidente se reducen a ser jefe de Estado y no de Gobierno, que es de la esencia del presidencialismo. Esta última se entrega al “ministro de Gobierno”, con funciones de primer ministro, que debe tener la confianza del Congreso, indicando una preferencia por un régimen semipresidencial. Incluye un Vicepresidente, que carece de funciones relevantes. Se propone un bicameralismo “asimétrico”, que no lo es, pues la segunda cámara tiene atribuciones muy limitadas.
Una de las dificultades del proceso constituyente es que discurre paralelamente a un cambio de Gobierno. Existe tensión entre ambos fenómenos políticos. El primero debiera guiarse por una práctica de negociación y disposición a lograr acuerdos, indispensables para redactar una Constitución “que nos una, que sintamos como propia”, como dijo el Presidente Gabriel Boric en su discurso en los balcones de La Moneda. En cambio, el Gobierno se guía por el programa que ofreció a la ciudadanía, el principio de la mayoría y las preferencias de los partidos gobernantes. Son funciones distintas y debieran ser autónomas. Ni el Gobierno debiera intervenir en el trabajo de la CC, ni esta en la labor del Ejecutivo.
La representación minoritaria de la derecha es otro de los problemas. Sus partidos sufrieron una fuerte derrota en las elecciones del 15 y 16 de mayo. Solo eligieron 37 convencionales, lejos del tercio que aspiraban para ejercer el poder de veto que tuvieron ininterrumpidamente desde 1990, gracias a los senadores designados, el sistema binominal y sus votos. El expresidente Sebastián Piñera tiene mucha responsabilidad en el fracaso de la derecha. No lideró la coalición gobernante, no supo qué hacer el 18-O, no fue diligente en la entrega de recursos para el mejor funcionamiento del proceso constituyente, e intervino en las elecciones presidenciales al apoyar a su exministro Sebastián Sichel, que salió cuarto en la primera vuelta presidencial, con apenas 12,8% de los votos.
La derecha tiene una larga y controvertida historia en Chile, cuenta con un amplio respaldo ciudadano, empañado ahora por el pésimo Gobierno de Piñera, y un importante apoyo político y económico en el empresariado. Subestimar esta realidad de poder por parte de la mayoría de la CC constituye un error. El poder económico, altamente concentrado, como se dijo, tiene que estar subordinado al poder político y este debe actuar con autonomía de aquel. La derecha, o un sector de ella, debería apoyar esta disposición y vigilar su práctica.
Lograr un nuevo pacto fiscal para disminuir las desigualdades requiere de un amplio apoyo político, que debería incluir a aquel sector de la derecha que ha buscado infructuosamente que esta sea autónoma del poder económico. Es inaceptable que una minoría que controla una parte considerable del ingreso –entre quienes se cuenta el expresidente Piñera– desplace su fortuna a paraísos fiscales con el fin de no pagar impuestos, en los cuales, además, celebran contratos sobre bienes en Chile liberados del pago de impuestos. Sin una derecha fuerte y autónoma del poder económico, no habrá una democracia estable, aunque se tenga una nueva Constitución.
Pero la pregunta más pertinente hoy es otra: ¿Qué hacer? Todavía queda tiempo para realizar una autocrítica y enmendar el rumbo, dando un giro de timón al trabajo de la CC. Hay que revisar los acuerdos sobre el largo catálogo de derechos y priorizarlos, muchos de los cuales son aspiraciones particularistas, que se encuentran en el ámbito de la acción del Gobierno y el Congreso. El Estado debe ser fuerte, para cumplir con las funciones regulatorias propias de una economía compleja y no ceder ante el poder económico, que está concentrado en pocos grupos, con presencia en los principales ámbitos de la economía, control de los medios de comunicación, y que entrega financiamiento a los think tanks y a los partidos de derecha. La descentralización no puede poner en riesgo el poder del Estado y debiera contar con fuerzas centrípetas que le den coherencia y eficacia en su accionar.
El presidencialismo no se puede arrojar por la borda. Se debiera moderar la centralidad decisoria en el Presidente, pero sin dañar su naturaleza de ser la principal institución del presidencialismo. No tiene sentido la propuesta del Frente Amplio de fragmentar el Poder Ejecutivo en tres autoridades: un Presidente, como figura decorativa, un “ministro de Estado” a quien se le encarga la dirección del Gobierno, y un Vicepresidente sin funciones relevantes, creado más bien para cumplir con la paridad de género, que será fuente de tensiones y disputas permanentes.
Respecto al Congreso, su problema de la producción legislativa no está en el Senado, sino en la Cámara de Diputados. Descuida la función legislativa, la delega en el Senado y tiende a ceder con facilidad ante las presiones populistas. El apoyo en estos días al quinto retiro lo pone nuevamente de manifiesto.
El argumento de que “cualquiera sea el texto de la Constitución que apruebe la CC será siempre mejor que la de 1980”, es falso e indigno. Esquiva un mínimo de autocrítica y desconoce los errores cometidos en el proceso constituyente que he mencionado en esta columna.
Es la hora de los partidos para reorientar el trabajo de la CC y alcanzar una buena Constitución. No deben eludir esa responsabilidad histórica. Así se impedirá un proceso constitucional fallido.