Los recientes hechos de violencia ocurridos en distintos establecimientos escolares a lo largo de todo Chile, luego de dos años sin clases presenciales de manera obligatoria, ha generado una amplia discusión sobre la necesidad de poner en el centro la salud mental y lo socioemocional, permitiendo generar instancias de encuentro entre los distintos integrantes de las comunidades educativas.
Frente a esta situación de violencia escolar, el ministerio de Educación ha dado facilidades para flexibilizar la jornada escolar completa en los establecimientos, para que las mismas comunidades educativas puedan decidir, a través de sus consejos escolares, la duración de las jornadas, quitándoles así la presión de pasar contenidos curriculares atrasados.
Asimismo, se ha planteado desde el ministerio, que los establecimientos generen jornadas de reencuentro y cuidado en los espacios educativos, a través de distintos talleres, en donde el diálogo, la escucha, el trabajo en equipo y la reflexión estén en el centro de las actividades programadas por cada escuela.
Si bien las medidas ministeriales son del todo razonables y se alejan mucho del agobio hacia los establecimientos educacionales ocasionados por el gobierno anterior, presionándolos para retomar las clases presenciales, debiera ser una oportunidad para repensar el tipo de escuela que se ha construido en los últimos 30 años y cómo la Política Nacional de Convivencia Escolar (2015-2018) no ha podido desarrollarse mayormente, al estar dentro de un marco autoritario, funcionalista y neoliberal, completamente opuesto a sus propósitos.
Lo planteo ya que el intento de transitar de una idea de convivencia escolar punitiva, individual y conductual a una de carácter formativa, relacional y democrática, en donde la participación e inclusión la sostienen, se contrapone a un sistema educativo profundamente desigual y segregado, en donde a través de pruebas estandarizadas (SIMCE, PISA, PTU) se ha fomentado sistemáticamente la competencia, los resultados y el individualismo en cada momento.
En consecuencia, desarrollar una convivencia escolar ha terminado siendo algo inviable en la práctica, dentro de un sistema educativo chileno extremadamente privatizado, racionalista e instrumental, que niega al otro y al conflicto mismo, al estandarizar todo, y que ha tenido por misión construir más bien consumidores de contenidos que ciudadanos críticos y colaborativos.
Es cierto que la ley de inclusión fue un avance en lo que refiere a poner fin al lucro en la educación escolar en Chile y darle mayores derechos a los, las y les estudiantes, pero la desmunicipalización existente de los colegios, a través de la formación de Servicios Locales de Educación, no ha fortalecido para nada la educación pública, muy por el contrario, al mantener su perverso sistema de financiamiento, a partir de la matrícula y asistencia.
Para qué decir de la Ley Aula Segura, aprobada durante el gobierno neoliberal de Sebastián Piñera, la cual justamente lo que hizo fue ir en contra de una mirada inclusiva y participativa de convivencia escolar, al fortalecer y facilitar los mecanismos punitivos de parte de los equipos directivos para expulsar estudiantes y profundizar así la exclusión en el sistema.
La necesidad por tanto de instalar la convivencia escolar como un fin en sí mismo e integral en las escuelas, y no como un mero medio más para generar mejores resultados académicos, tiene que ir acompañado por un cambio de paradigma en la escuela, el cual sigue viendo a les estudiantes como una amenaza y a les docentes como una carga.
De ahí que ante la pérdida de autoridad de la escuela, deba verse como una oportunidad y no como una amenaza, como el mundo conservador lo ve, para resignificar así la noción misma de autoridad, no desde la obediencia, como de manera tradicional se ha concebido en la escuela, sino desde la legitimidad democrática, la cual se gana con el diálogo horizontal y no se impone a la fuerza.
Lo mismo con la idea de calidad y excelencia en la educación, proveniente del mundo empresarial y el management, en donde a las escuelas se les supervisa, evalúa y se les clasifica por rendimiento, de manera descontextualizada y desterritorializada de su realidad local, a través del cumplimiento de ciertas metas e indicadores centralizados imposibles de cumplir, lo que genera una presión y estrés enorme a los establecimientos.
Lo bueno de todo, es que nos encontramos en un momento inédito del país, marcado por un proceso constituyente, el cual actualmente está aprobando distintas normas para una mejor convivencia escolar, como pasa con el derecho a la identidad, una educación sexual integral, un educación ancestral, educación ambiental y científica, la neurodiversidad, educación cívica, educación basada en la empatía y en el respeto hacia los animales (1).
Por su parte, se hace necesario ir mucho más allá de los enfoques de la Política Nacional de Convivencia (2), para dar paso a una actualización en clave constituyente, que enfrente el racismo, machismo, clasismo, adultocentrismo y consumismo imperante, desde la plurinacionalidad, la sustentabilidad, las disidencias de género y sexuales, la interculturalidad, la neurodivergencia y los buenos vivires.
No hay que olvidar de la importancia del movimiento estudiantil, sobre todo de secundarios, en los últimos veinte años, que ha sido determinante a la hora de pensar nuevos horizontes y nuevas formas de relacionarnos, por lo que la escuela tiene que abrirse a su entorno y salir del modelo academicista y mercantil, que usa la convivencia escolar como un recurso más para comparar colegios y estudiantes.
Si queremos reducir la violencia en la sociedad y en la escuela en particular, tenemos que crear espacios educativos dignos, protectores y plurales para hacer frente a los distintos conflictos, pero desde una mirada amplia, que deje atrás paradigmas autoritarios, funcionalistas y de mercado que solo han buscado el control de unos sobre otros y las ganancias económicas de unos pocos.