La Cámara de las Regiones –a diferencia del Senado actual– debiera tener igual número de representantes por región para contrapesar el centralismo. Pero si la segunda Cámara tiene poco poder, será irrelevante, será una segunda Cámara de segunda clase, por tanto, las regiones y territorios serán regiones y territorios de segunda clase respecto a Santiago. La descentralización, todo eso de que “el Estado se organiza territorialmente en regiones autónomas, comunas autónomas, autonomías territoriales indígenas y territorios especiales”, será un juego de palabras, pues las leyes seguirán en manos del poder central. El elitismo que hoy estaría radicado en el Senado se desplazaría al Congreso de Diputadas y Diputados. Y este Congreso tendría incluso muchísimo más poder que el Senado actual.
El desafío que viene en cuanto al régimen político es combinar gobernabilidad y control del poder. El académico Javier Couso lo ha descrito de manera muy lúcida: “Los objetivos del sistema político suelen ser contradictorios entre sí, buscándose, por una parte, que este ofrezca gobernabilidad al país, y que, por la otra, garantice que quienes detentan el poder político estén limitados por frenos y contrapesos.”
En un sistema de separación de poderes –llamado usualmente presidencial–, este balance es la cuestión esencial. Diversos especialistas extranjeros de mucho renombre, que conocen bien la experiencia chilena, pero como extranjeros, quizá la vean con mayor distancia y objetividad –pienso en Alemán, Altman, Negretto, Palanza– han planteado estos días la importancia clave del veto presidencial como herramienta para negociar las leyes y, a la vez, la necesidad de fortalecer la segunda Cámara. Lo primero apunta a la gobernabilidad. Lo segundo, a los contrapesos institucionales. Por cierto, hay otros componentes de una Constitución que inciden en estas dos dimensiones.
El veto es un poder, a veces, silencioso: pesa aunque no se lo use, pues se lo puede usar. Sin veto –era la idea original mayoritaria en la Comisión–, una mayoría de los parlamentarios presentes podría imponer una ley completamente contraria al programa presidencial por el que votó el pueblo. Sin veto o con un veto muy débil se anula la voluntad popular y la separación de poderes. Se establece así otra forma de gobierno, que no es ni presidencial ni semipresidencial ni parlamentaria: el asambleísmo. No se lo trata como otro sistema político consolidado, sino, más bien, como una enfermedad de la democracia. Un mal diseño institucional tiende a propagarla. Una cosa es disminuir las atribuciones de la Presidencia que –como estamos viendo en este momento con el Presidente Boric– no son tantas como se cree; otra, muy distinta, es institucionalizar el asambleísmo, es decir, entregarse desaprensivamente a la inestabilidad, a la ingobernabilidad.
Estimula, por ejemplo, el asambleísmo, que todas las leyes se aprueben y modifiquen por simple mayoría de los presentes en la sala. De tener una Constitución plagada de leyes con altísimos quórums, pasaríamos a una que fomentaría la variabilidad de las políticas e instituciones. ¿Nos vamos de un extremo al otro? Pienso que, como en Francia, las leyes que rigen algunas materias –el sistema electoral, la regulación de los poderes del Estado y de los medios de comunicación, la Contraloría, el Banco Central, en fin, el Servicio Electoral– debieran exigir un quórum de la mayoría de los parlamentarios en ejercicio para ser modificadas. Lo contrario, siendo las cosas como son en Chile, será el reino de la impredictibilidad y la incertidumbre.
En el gobierno de asamblea –a diferencia del parlamentarismo–, el Ejecutivo no puede disolver al Parlamento. El asambleísmo conduce a la fragmentación de los partidos, a la volatilidad de las políticas públicas, a la demagogia primero y a la desconexión con la ciudadanía después y, en definitiva, a la pelotera, a la ingobernabilidad, al caos. Una asamblea de estudiantes acuerda peticiones, marchas, paros. No gobierna. El gobierno de asamblea conduce al desorden, al gobierno de las turbas y a la anarquía, y la anarquía engendra al tirano.
La inestabilidad y la anarquía nutren la incertidumbre y, tras ella, la demanda por orden. Es lo que ofrecerá el tirano por bobo que parezca a los inteligentes. Y –todos lo sabemos– en el siglo XXI ese tirano llega al poder por las urnas y, dado un sistema político sin adecuados contrapesos, empieza a imponer una autocracia electoral. Es lo que está haciendo el populista de ultraderecha Nayib Bukele en El Salvador. Antes lo hicieron Putin en Rusia, Chávez en Venezuela, Orbán en Hungría, Erdoğan en Turquía, Modi en la India, entre otros. Es un fenómeno que está ocurriendo en países sumamente distintos, pero el guión del autoritarismo electoral se repite. En todos estos casos, o hay unicameralismo o hay tal asimetría entre las dos cámaras, que la segunda no es contrapeso, es impotente.
Según el informe V-Dem –de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia–, hoy 60 países tienen autocracias electorales. El 2010, un 48% de la población vivía en regímenes autocráticos (autocracias electorales + autocracias cerradas, como China, Arabia Saudita o Cuba). El 2021 ese número subió al 70%. La India, país de asentada tradición democrática, cayó el 2021 y fue catalogada como una democracia electoral. Es una tendencia global inquietante y vivimos inmersos en un mundo globalizado. No estamos ni en un oasis ni en una burbuja.
Lo sensato es anticipar situaciones y establecer pesos y contrapesos que controlen al poder por lo que potest contingeri, por lo que puede suceder en las décadas futuras. Es la falta de esos frenos institucionales lo que despierta los apetitos autoritarios en líderes populistas, que luego ponen su popularidad al servicio de esos apetitos. El destacado politólogo David Altman ha advertido: “Mañana puede ganar Kast y añorarán desesperadamente los equilibrios republicanos, los controles mutuos, los quórums supramayoritarios, la no reelección inmediata del Presidente” (14/4/22).
La propuesta de la Comisión de Sistema Político plantea que la Presidencia podrá rechazar en su totalidad un proyecto de ley aprobado y que el Parlamento derrota ese veto con una mayoría de 4/7, es decir, de 57%. Es un veto mucho más débil que el de Estados Unidos, México, Colombia, Costa Rica, Colombia, Ecuador o Argentina, que exigen 2/3, es decir, un 66% para derrotarlo. Esta regla de los 2/3 apareció por primera vez en la Constitución de Massachusetts, la más antigua de las constituciones que rigen hoy en día. Creo que sería conveniente elevar el porcentaje propuesto para evitar la deriva al asambleísmo y la consecuente ingobernabilidad.
El veto parcial permite a la Presidencia rechazar solo una parte de un proyecto de ley. En la propuesta, un veto parcial es derrotado por simple mayoría. Académicos como Alemán, Negretto, Dockendorff y Viera-Gallo han escrito en favor de establecer un veto parcial que pueda ser derrotado tal como el veto total. La argumentación se basa en la experiencia, la que indicaría que esto permite una negociación fina y detallada, lo cual tiende a mejorar los proyectos. El gobierno tiene equipos especializados y dirige la administración, lo cual le permite aportar valiosos elementos de juicio para evaluar los proyectos.
El bicameralismo es común en los regímenes presidenciales. Una Cámara revisa los proyectos que emanan de la otra. Así es en Estados Unidos, México, Colombia, Uruguay, Bolivia, Argentina. La primera Cámara tendrá una base poblacional. Eso hace que Santiago tenga un poder sin contrapeso. Se diluyen ahí las regiones y pueblos originarios. La Cámara de las Regiones, en cambio –a diferencia del Senado actual– debiera tener igual número de representantes por región para contrapesar el centralismo. Pero si la segunda Cámara tiene poco poder, será irrelevante, será una segunda Cámara de segunda clase, por tanto, las regiones y territorios serán regiones y territorios de segunda clase respecto a Santiago. La descentralización, todo eso de que “el Estado se organiza territorialmente en regiones autónomas, comunas autónomas, autonomías territoriales indígenas y territorios especiales”, será un juego de palabras, pues las leyes seguirán en manos del poder central. El elitismo que hoy estaría radicado en el Senado se desplazaría al Congreso de Diputadas y Diputados. Y este Congreso tendría incluso muchísimo más poder que el Senado actual.
Sin embargo, es posible balancear ambas cámaras de modo más equitativo sin que dejen de ser asimétricas. ¿Por qué no hacerlo?
La propuesta quiere fijar ahora las materias de interés regional. Objetivo: restringir el poder de los territorios. La idea primera era que no hubiera Cámara de los territorios. Ahora la hay, pero se le han ido dando atribuciones a cuentagotas. El problema es que no es posible fijar a priori qué proyecto será de interés regional. Leyes sobre agricultura, industria, concesiones carreteras, minería, puertos, salud, educación, ¿no podrían tener interés regional?
Una propuesta de Viera-Gallo, que ha concitado apoyo entre diversos académicos, permite solucionar el problema manteniendo la asimetría entre las dos cámaras. La idea es agregar a la lista ya acordada una cláusula general: que la segunda Cámara sólo revise proyectos si, y solo si, una mayoría de los representantes de las regiones los estime de interés regional. Se podría agregar un prerrequisito: para que la segunda Cámara se pronuncie al respecto, al menos un 10% de los diputados, por ejemplo, debe solicitarlo. Lo otro: que la segunda Cámara herede los poderes no legislativos del Senado, es decir, los nombramientos de autoridades en que hoy participa.
La propuesta de la Comisión también establece que un 57% de los diputados derrota a la Cámara de las Regiones. Y esto, aunque en la Cámara de las Regiones haya un acuerdo unánime… ¿En un Estado que se declara “Regional», “conformado por identidades autónomas”? ¿No es esto indigno para las regiones? ¿No debiera modificarse esta regla? ¿No es, acaso, conveniente que el Poder Legislativo de Santiago y un par de ciudades más, tenga un control? ¿No sería un contrapeso eficaz que la Cámara de las Regiones pudiera revisar las leyes que les incumben antes de que sean hechos consumados?