Estimado ministro de Educación, señor Marco Antonio Ávila: como usted bien sabe, el mes de marzo suele ser intenso: personas adultas y niñas vuelven al ritmo del trabajo, del aprendizaje, de la producción. Este marzo, además, hubo quienes descubrieron un nuevo fenómeno político: el de la violencia en el mundo escolar, una violencia que está en manos de menores, en medio de un clima de inquietud y de desamparo ante la falta de herramientas para abordarla.
Una explicación a este fenómeno de violencia consiste en decir que es efecto de la pandemia, que esta última ha aumentado los niveles de angustia que ya eran altos. El abandono de muchas niñas y niños en sus hogares también ha hecho que aumente el uso de juegos violentos, que pueden dar lugar a prácticas violentas. Son explicaciones válidas, pero que circunscriben la violencia a un problema de malestar y hacen de la pandemia un accidente, cuando en realidad esta ha redefinido nuestro espacio vital y nuestro mundo político. En ambos casos consideramos que hay un cuerpo sano desde el cual enfrentar el problema de la violencia, así como la propia pandemia. Pensamos así que estamos volviendo a un estado anterior, pero con nuevas fragilidades. En realidad, somos pioneros de un nuevo mundo y desconocemos nuestras fortalezas.
Por eso mismo, la violencia no puede ser reducida a un problema de degradación social o de salud mental. Violar es por definición infringir una ley. Hay violencias fundadoras que instauran una ley. Hay violencias que se desatan en función de un orden que oprime, a veces de forma inconsciente. Hay violencias que buscan el control y el poder sobre otras personas o sobre territorios. En todos los casos, hay violencia donde hay destrucción subjetiva y donde por ende destruyendo se consigue una forma de existencia. Hay sociedades que producen en mayor grado destrucciones de los mecanismos a través de los cuales nos construimos como sujetos. La nuestra, determinada por formas de comunicación anónimas o gremiales, y tan precarizada en lo que nos permite ser un sujeto político y un sujeto del lenguaje, es sin duda un ejemplo de esto.
Señor ministro, la violencia es un problema profundo, estructural a nuestra época. No es una enfermedad; es una totalidad. Violar no es cometer un daño parcial. Es un daño que concierne a un todo y que puede ser ejercido sin límites.
Ante esta situación de violencia en el mundo escolar, es fundamental repensar el sistema escolar entero. No basta con que el ministerio de Educación provea más acceso a la salud mental para el alumnado (y ahora el profesorado) o inyecte más dinero al sistema público, triste y violentamente ignorado hasta por la élite universitaria. Sin una noción de escuela que nos forme como sujetos, sin una idea de lo que significa hoy ser sujeto, sin una reflexión que implique a todas las rectorías y direcciones de todos los colegios, públicos y privados, la situación de la educación quedará estancada; la violencia en el mundo escolar seguirá apoderándose de niños y niñas que no tienen cómo defenderse ni cómo construirse; las clases privilegiadas vivirán cada vez más apartadas a fin de huir de la violencia (sin pensar en la suya) y, de manera general, seguiremos buscando médicos donde lo que necesitamos no es solo calmar una angustia sino un mundo para construirnos y pensarnos: un mundo para ser sujetos.
La situación completa de la educación en Chile, segregada, complaciente, violenta a su vez porque nadie está teniendo el derecho a una educación que forme sujetos, que les permita cuestionar sus estructuras, y no solamente ser seres de buena conducta y bien instruidos, no permite construir tal mundo.
Para abordar la violencia en el mundo escolar, es fundamental considerarla como un problema de la época, total, y no como una enfermedad local. Es necesario por ende crear estructuras institucionales que atiendan en conjunto este problema, e ir más allá de la división entre lo público y lo privado, más allá del orden que por el momento configura nuestra sociedad y su lenguaje. Es fundamental que este problema político sea común y que en los cuatros años de esta administración sea todo el sistema educativo el que se modifique, no sólo el presupuesto, y no solo la escolaridad pública. Hay modi operandi de todos los colegios que han de ser revisados; hay criterios de acogidas que todos los colegios debieran cumplir, como un esfuerzo a plantearse en conjunto. Un ministerio de Educación ha de encontrar palabras para que los colegios, sus niñas y niños, no estén abandonados a su suerte. Esto ocurre cuando los colegios públicos remiten al azar para determinar quiénes los integrarán, mientras los privados realizan una selección a los tres años de edad: en ambos casos la niñez y su derecho a una escolaridad y a una acogida incondicional están negados. Hemos de encontrar palabras nuevas para pensar la escolaridad, para que esta sea un proyecto que construyamos como sociedad y para modificar juntos las coordenadas desde la cual opera la violencia.
La violencia no es la degradación de un orden; es la búsqueda de su apropiación. La violencia puede ser interrumpida solo cuando el orden del que pretende apropiarse se modifica, escapando de su propia lógica. Por esto es necesario reflexionar y modificar las lógicas, los lenguajes, las configuraciones de sentido que hasta el momento han configurado el campo escolar.
Donde la violencia se apodera de niñas y niños, donde entonces la infancia es hasta ese punto desprovista de infancia, urge hacernos la pregunta sobre quiénes son nuestros enemigos (¿niños y niñas o nosotros mismos, incapaces de modificar las coordenadas de nuestro mundo?), y cómo enfretaremos un problema tan doloroso. Cuando perdemos los adultos que nos amparan, tenemos que crecer y encontrar en nosotros lo que podemos dar. Cuando perdemos la infancia, es cuando toda una sociedad puede trasformarse en bestia, es decir, en una totalidad violenta.