Los derechos de autor se manifiestan por medio de las facultades que otorga la ley a una persona o empresa, que nace por el solo hecho de la creación, para que autorice o prohíba el uso de una obra literaria, artística o científica. Tienen una dimensión patrimonial y una moral.
La patrimonial incluye el control de prácticamente todas las formas de utilización, es cedible o licenciable. Por regla general, el primer dueño de ese derecho es el autor, pero también puede ser en algunos casos una persona jurídica, como en el caso del Estado.
Para explotar un derecho de autor, por vía de la publicación por parte de una editorial, por ejemplo, normalmente el autor cede su derecho a una empresa, la que pasa a ser la titular del derecho de autor. Pero también puede darse que el ejercicio del derecho del autor licenciado o delegado a un tercero, como pueden ser las entidades de gestión colectiva (ejemplo: SCD) que concentran el control no solo de miles sino de millones de obras para su uso público, tanto de titulares nacionales como extranjeros.
De esta manera, el derecho de autor o propiedad intelectual en su dimensión patrimonial, no es un derecho personalísimo, ni menos controlado en la práctica por el creador de una obra, sino que es un derecho económico sobre el que se basa un modelo de industria global del entretenimiento, cultural o tecnológico, y que se nutre del cobro por el uso mediante licencias.
Recordemos que el software de nuestros computadores es una obra a la que se aplica el derecho de autor; o sea, cuando reflexionemos sobre la importancia del derecho de autor en nuestra Constitución, debemos pensar que aquello que se indique en la Carta Magna será sin distinguir si es para un artista emergente o para Microsoft, Google u otro gigante multinacional.
Las normas de derecho de autor, además de beneficiar a los autores débiles y desprotegidos, y más aún a las grandes corporaciones multinacionales, se aplican tanto para titulares chilenos como para extranjeros, domiciliados o no en nuestro país, ello por la obligación del llamado trato nacional que imponen los acuerdos internacionales.
Esta obligación de beneficiar a los extranjeros no domiciliados es independiente de si los chilenos reciben en ese otro país los mismos derechos que les otorguemos en Chile a los titulares extranjeros. De muestra un botón: en nuestro país, todos los locales, comerciales o no, que coloquen música para su público, deben pagar una licencia, incluso si se trata de una boda. Sin embargo, en Estados Unidos rara vez estos locales deben hacerlo; por ello, en Chile pagamos a los músicos intérpretes norteamericanos en más casos que los propios norteamericanos pagan a sus propios artistas o a los nuestros. Sin duda, un buen negocio para los que intermedian el cobro, pero no para todos los chilenos.
Si bien las normas de derecho de autor adecuadamente legisladas son necesarias para premiar y evitar abusos en contra de los creadores y artistas, al ser mal diseñadas se pueden constituir en una fuente de poder de control sobre el acceso al conocimiento, la cultura y el propio proceso creativo.
Por ello es fundamental que la Convención Constitucional tenga claro qué es lo que quieren lograr con la inclusión de la temática de los derechos de autor y conexos en la nueva Constitución. Si uno mira el derecho comparado constitucional europeo, la gran mayoría de los países no tiene referencia directa a estos derechos y no por ello no se reconocen y protegen los derechos de autor.
Así como está la polémica sobre cómo incluir estos derechos, bien parece una buena idea (atendidas las variables requeridas para alcanzar el bien común en esta materia) dejar en libertad a la soberanía expresada en el poder legislativo y en los acuerdos internacionales que ratifique Chile la materia de los derechos de autor. Para qué echarle más pelos a la leche.