La cara delantera del atril que se sostenía sobre el escenario ostentaba un escudo escoltado por un cóndor y un huemul. En una de las esquinas de la superficie, una resplandeciente y vistosa bandera chilena, y en el centro, cuatro micrófonos que –como si hubiesen tenido vida propia– parecían intentar abalanzarse sobre el orador, a quien todo el estadio oía y observaba atentamente. Su rostro –caracterizado por las arrugas propias de la edad– denotaba la severidad inherente al cargo que asumía. Esa clase de severidad que no es amarga u odiosa, sino que determinada, consciente y realista. Esa severidad que se palpa en los ojos y que hace de la mirada el único elemento necesario para definir el semblante.
Su cabello, impecablemente peinado hacia atrás, exhibía una oscura, opaca tonalidad, que se emblanquecía por sobre sus orejas y combinaba con elegancia con la chaqueta oscura y la camisa blanca que el Presidente había elegido vestir esa noche. La banda tricolor que cruzaba su pecho parecía brillar con luz propia, y se arrugaba cada vez que aquel hombre levantaba su brazo y exponía su vigorosa mano para enfatizar o dar potestad a sus palabras.
Palabras que –a través de una voz algo aguda, pero consistente y elocuente– salían con vehemencia a estremecer, o al menos a invitar a la reflexión, a quienes ahí las oían. Palabras que –al igual que en tiempos anteriores– eran capaces de provocar sonrisas, pero también de desafiar a las grandes multitudes y hacerse valer por el peso de lo que significaban. Palabras que removían conciencias, que alteraban los ánimos y que, por, sobre todo, se distinguían, pues podían, debían, definir el camino que tomaba una nación. Palabras que, al fin al cabo, tenían en su horizonte la acción.
El estadio se le hacía pequeño, un espacio limitado. Alzaba la voz como si su principal tarea hubiese sido ser escuchado hasta en el rincón más inhóspito, abandonado y atormentado del país, como si hubiese existido un muro al que había que tumbar, o como si hubiese habido conciencias a las cuales era imposible ingresar. Alzaba la voz, pero luego, con la seguridad extrínseca que lo definía, la volvía a bajar, y murmuraba, pareciendo estar solo frente a sus mejores amigos. O como si hubiese estado apenas ensayando un discurso.
Dijo Patricio Aylwin aquel 12 de marzo de 1990 en el Estadio Nacional: “El amor a la libertad, y el rechazo a toda forma de opresión, la primacía del derecho por sobre la arbitrariedad, la primacía de la fe sobre cualquier forma de idolatría, la tolerancia a las opiniones divergentes, y la tendencia a no extremar los conflictos, sino procurar resolverlos mediante soluciones consensuales: estos valores imperaran de nuevo entre nosotros”.