Quizás, enfrentaremos la depresión de una generación a la que se le hizo creer, por la omisión de un padre espectral, que eran superhéroes con súper poderes y no con verdadero pero limitado poder. Músculos no verdaderamente desarrollados, porque no se desarrolla musculatura de carácter dando golpes al vacío. Para matar al padre, éste debe estar vivo, material o simbólicamente. Entonces, tal vez, todavía estamos a tiempo los adultos, de reponernos y dar una pelea digna, civilizada, mesurada, y parlante, para realmente colaborar en forjar jóvenes de carácter fuerte. No superhéroes.
La columna de Carolina Tohá del sábado 30 de abril, “El bus, el presidente y el Presidente”, nos pareció un texto valiente, inquietante y estimulante a la vez. Valiente porque comienza reconociendo sus posibles consecuencias en manos de funadores y bots, inquietante porque describe un “vacío de autoridad” cuando ese tipo de alusiones suelen raspar con nuestras ideologías de izquierda, y estimulante porque aquí nos tiene intentando esbozar algunas ideas.
A la columna mencionada sumaremos una expresión del Presidente Boric, emitida el domingo 1 de Mayo en un programa de televisión, donde señala que “estamos naturalizando la violencia”, a propósito de su rechazo categórico al episodio de balazos entre manifestantes y locatarios en el barrio Meiggs.
Nos sorprende la retórica de ambos políticos, que asumen la necesidad de nombrar ciertos fenómenos a la vista de la ciudadanía, pero que en boca de nosotros, los y las de izquierda, solemos enrojecer antes de enunciar. Nos asustamos, como si estuviéramos abandonando nuestros principios orientadores y marcas de identidad, con el sólo hecho de incluir en nuestras reflexiones la necesidad de un cierto nivel de orden civilizatorio mínimo, o del reconocimiento de los efectos desorganizadores de una violencia sin bordes. Sin bordes en sus definiciones ni en sus consecuencias.
Lo que motiva a Tohá a escribir, es la situación ocurrida en el Instituto Nacional, donde algunos alumnos encapuchados y otros en overol blanco (¿es este atuendo un homenaje a una serie de Netflix?, ¿referentes del mundo del espectáculo?) quemaron un bus de locomoción colectiva como parte de sus manifestaciones en las afueras del recinto escolar. Pocas semanas antes, en el Instituto Barros Arana, alumnos del colegio habían golpeado y amenazado, en grupo, al director del establecimiento. Si estos grupos están infiltrados de adultos no pertenecientes a los recintos es un problema. Pero es un problema también, que, por pocos que sean, hayan menores de edad, miembros de una comunidad educativa, involucrados en estos hechos. Se trata de jóvenes, en camino a la ciudadanía y la adultez, a quienes les debemos nada más y nada menos que sostener nuestro lugar de asimetría.
Lo que quisiéramos decir, en lenguaje psicoanalítico, es si es viable ponderar las consecuencias en la generación joven de estar enfrentando, no la tarea de “matar al padre”, sino los efectos de un “padre que se deja morir”. Nos referimos a la generación de adultos que ha optado por renegar de todos sus logros para terminar concordando con los “hijos” en la idea de que se trataría de una generación (o dos, según otra columna de Tohá) responsable de todos los males, por ende, anuente a ubicarse por debajo de los hijos en disposición a ser sustituidos por ellos, sin oposición.
¿Por qué los adultos querrían dejarse morir?, ¿qué los desanima como para desfallecer? Se necesitará de mucho tiempo para pensar cuidadosamente esta pregunta, pero por ahora pensamos que se sienten asistidos por la culpa excesiva, y algo que podría describirse como el trauma de una dictadura que los requirió profundamente adultos para combatirla con valentía y posteriormente con sentido de responsabilidad en la administración de una transición que debía responderle a una ciudadanía legítimamente ansiosa de democracia. El horror requería de una seriedad que reprimió en muchos lasganas de “darse gustos” personales, o arriesgar los precarios equilibrios de los primeros años. Sobreprotectores llegaron a ser. Sí, probablemente lo fueron.
Y ahora que se hace presente otra generación, parecen querer identificarse vicariamente con esos jóvenes, bellos, inteligentes, que pueden protestar fuertemente, sin ser asesinados o exiliados. La vejez se acerca, quieren ser como ellos, no perder su afecto, y para ello creen que deben simetrizarse. Es ahí cuando desfallecen, porque nunca serán esos jóvenes, ya no lo fueron, fueron otros, serios y sobreprotectores, incluso lesionados. Pero hicieron el trabajo.
Hay aquí algunos jóvenes, porque por cierto no son la mayoría, que pueden estar actuando (se trata de actos y no de palabras) con un nivel de violencia inédita como efecto de una generación de adultos que en vez de enfrentar de pie las críticas, a veces certeras y a veces destempladas, que todo adolescente ejerce como parte de su proceso de diferenciación y búsqueda de potencia interna para atravesar así desde la niñez a la adultez, muestra una actitud desorientada, culposa masoquistamente, terminando por dar lugar de hecho consumado a todo el juicio proyectado sobre ellos: inclemente y sin matices. Los padres parecen reconocer sin titubeo alguno, haber sido cobardes, amarillos, cómplices del neoliberalismo y por supuesto, corruptos. Treinta años perdidos, ¿acaso empeorados respecto del país recibido post dictadura? Porque nunca hemos entendido bien, más allá del uso como recurso literario “30 pesos, 30 años”, por qué no se incluyen en el núcleo del estallido, los 17 años de dictadura.
Una adolescencia que allí donde busca hacer gallitos, cuestionar, probar su nueva fuerza física, sexual, emocional e intelectual, sumando a su vez una enorme frustración por los diques socioeconómicos que enlentecen o impiden un acceso a los frutos maduros de una sociedad que aspira a la justicia social, asesta un golpe al padre, pero se encuentra con que no hay tal padre. El padre se ha dejado morir. Queda sólo el espectro del padre, la imagen de éste fallecido, en grado extremo de delgadez y decadencia física. Recuerda a Dickens en el ejercicio de poner al sujeto decadente de Scrooge frente a su aún más decadente muerte venidera, solitaria y sin amor, que el fantasma del futuro le presenta para hacerlo reaccionar. Pero Scrooge reacciona. Este padre no.
[cita tipo=»destaque»] Los adultos sí tienen medios para poner baranda (y las barandas brindan seguridad) de hasta dónde llegar con el golpe, o de mostrar las consecuencias del mismo, sólo que también pueden renunciar al uso de éstos.[/cita]
El golpe del joven atraviesa el espectro, el que por su falta de densidad molecular está impedido de oponer resistencia, y en este no acto lo deja destruir todo aquello que se encontraba tras de sí, y que debió ser protegido de la destrucción irreflexiva. Porque si algo de lo instituido vamos a destruir, que lo sea por la palabra y el pensamiento y no por los actos impulsivos, que paradójicamente parecen cada vez más metódicamente diseñados. Así, se incendia infraestructura escolar, desestimada por no cumplir las expectativas, locomoción colectiva, que recuerda el paso traumático de un sistema selvático de locomoción, a otro que buscó, aunque fallidamente, entregar un servicio civilizado. Pero son los colegios donde se educaron y se educan generaciones de chilenos y chilenas comunes, y los buses que utiliza gran parte de la población. Son, aunque no lo quieran reconocer, o aunque les duela reconocerlo, parte de sí mismos.
Este padre que se ha dejado morir, suicidado, no permite, entonces, que los jóvenes den realmente una pelea, si entendemos por ella un verdadero ejercicio de fuerza, un trayecto de sucesivas luchas donde el padre, de pie, reconoce la frescura y esperanza de una nueva fuerza por venir, pero no capitula por completo respecto de sus razones, por cierto discutibles, para haber sido quien fue y haber hecho lo que hizo. Si esa discusión e incluso lucha, puede darse, esos jóvenes habrán podido dimensionar la magnitud real de su nueva potencia. Y decimos potencia y no omnipotencia.
Porque si el golpe asestado logra destruir de manera sustantiva, se devuelve la imagen distorsionada de una fuerza inusitada, que ni el joven sabía que tenía, pero que es tal sólo porque no tiene borde o baranda. Esta imagen en espejo que se convierte en autoimagen, es la imagen de la omnipotencia, la creencia del imperio de la juventud por sobre la adultez. Y es complejo porque es una ilusión, no es real. Los adultos sí tienen medios para poner baranda (y las barandas brindan seguridad) de hasta dónde llegar con el golpe, o de mostrar las consecuencias del mismo, sólo que también pueden renunciar al uso de éstos.
Esa renuncia, el decaimiento al que hemos hecho mención, puede retornar en desmesura, si luego en la desesperación, creen que no queda otra que usar la fuerza de manera autoritaria y no adulta. La policía ya ha dado demasiadas muestras trágicas de este fenómeno.
Entonces el joven cree que ni el Presidente es autoridad para él, así lo manifestó el presidente del Centro de Alumnos del IN. Y está tan equivocado porque lo es en un grado sumo, incluso apabullante, y tarde o temprano, al igual que Bozz Lightyear, el personaje entrañable de Toy Story, irá a enfrentarse al Estado, creyendo que puede volar, y caerá indefectiblemente en el vacío. Porque nunca fue verdad que pudiera volar, o tener la fuerza para destruir sin límites. Y entonces, quizás, enfrentaremos la depresión de una generación a la que se le hizo creer, por la omisión de un padre espectral, que eran superhéroes con súper poderes y no con verdadero pero limitado poder. Músculos no verdaderamente desarrollados, porque no se desarrolla musculatura de carácter dando golpes al vacío. Para matar al padre, éste debe estar vivo, material o simbólicamente.
Entonces, tal vez, todavía estamos a tiempo los adultos, de reponernos y dar una pelea digna, civilizada, mesurada, y parlante, para realmente colaborar en forjar jóvenes de carácter fuerte. No superhéroes.
Eso, pensamos, es permitir por fin, que seamos reemplazados.