Está abierta la pregunta sobre si la plurinacionalidad es una invitación a reconocer la complejidad de los prejuicios sobre la que se creó la “nación chilena” o si se la comprenderá como un proceso de suma cero donde hay que “elegir” entre identidades excluyentes y que se oponen entre sí. Habremos de estar atentos a si ella promueve una pluralidad de expresiones culturales al interior de las propias comunidades o si termina apelando a una forma “oficial” de ser mapuche o lo aimara. Deberemos saber comprender si las reivindicaciones por control territorial, autonomía jurisdiccional y compensación financiera adquirirán la forma de reclamaciones legítimas y razonables o si se perseguirán más bien como estrategias para adquirir beneficios por cualquier medio. Del mismo modo que no debemos demonizar la plurinacionalidad, sería muy grave si ella se termina romantizando como un movimiento que está exento de cualquier posibilidad de crítica.
Con su integración al borrador de la nueva Constitución, la demanda de los pueblos originarios por un reconocimiento plurinacional se encuentra en un momento crucial. Después de un período de invisibilización y persecución de más de un siglo, sus pretensiones nacionales finalmente consiguieron integrarse de forma genuinamente popular al conjunto de demandas, principalmente por derechos sociales, que estuvieron en la base del estallido de octubre de 2019. Al mismo tiempo, el contexto internacional se ha transformado también en las últimas décadas. Atrás quedó un enfoque conservacionista donde primaba la valoración de tradiciones culturales pasadas como algo que se debe “proteger”, y hemos transitado a un enfoque orientado al presente y el futuro, donde se promueven formas de autogobierno. Con mayor o menor precisión, se citan entonces casos que van desde Canadá a Bolivia, pasando por Australia y Nueva Zelandia, como modelos a seguir en la búsqueda de una relación más equilibrada entre la unidad del Estado y la diversidad de las naciones que lo componen.
A la legitimidad de la demanda por la plurinacionalidad se suma un creciente consenso académico sobre dos asuntos fundamentales. Por un lado, sabemos que todo proceso de formación del Estado trae consigo un fuerte componente de violencia en que las formas de vida de algunos grupos son vistas como incompatibles con la “integración” y “unidad” nacional. Es en respuesta a esa violencia original que los grupos que fueron víctimas de esa represión estatal tienen derecho a reivindicar elementos fundamentales de sus formas de vida. Por el otro, hemos aprendido también que la nación no es una comunidad natural o inmutable, sino que es parte de un lento proceso de cambio social y político donde diversos grupos humanos buscan crear una identidad común. Puesto que las naciones necesariamente cambian y evolucionan, la plurinacionalidad no representa realmente un quiebre con el pasado. Podemos entenderla, simplemente, como la forma contemporánea de referirse a las naciones del siglo XXI.
[cita tipo=»destaque»]Deberemos saber comprender si las reivindicaciones por control territorial, autonomía jurisdiccional y compensación financiera adquirirán la forma de reclamaciones legítimas y razonables o si se perseguirán más bien como estrategias para adquirir beneficios por cualquier medio.[/cita]
Más allá de lo específico de las demandas por la plurinacionalidad, hay otros elementos que son comunes a las reivindicaciones de diversos grupos, cuyo éxito o fracaso depende de múltiples factores. Primero, las reivindicaciones deben movilizar recursos materiales y simbólicos por un período sostenido de tiempo, de forma tal de capturar la imaginación colectiva sobre la necesidad de reparar una injusticia que se arrastra en el tiempo. Segundo, es preciso hacer comprensible para el conjunto de la sociedad en qué consisten sus peticiones y, sobre todo, por qué no basta con dejar las cosas como están, sino que es imprescindible instalar medidas correctivas especiales para remediar perjuicios que no se resolverán por sí solos. Tercero, y tal vez lo más difícil, se requiere generar alianzas con otros grupos de forma tal que diversas reclamaciones se complementen y refuercen antes de competir entre ellas.
Así, más allá de lo que finalmente afirme el texto de la nueva Constitución, el éxito o fracaso de la demanda por plurinacionalidad dependerá de si, en su implementación, ella será comprendida desde un horizonte de apertura, diversidad y reparación o se la reivindicará desde el conflicto, la fragmentación y la competencia. Está abierta la pregunta sobre si la plurinacionalidad es una invitación a reconocer la complejidad de los prejuicios sobre la que se creó la “nación chilena” o si se la comprenderá como un proceso de suma cero donde hay que “elegir” entre identidades excluyentes y que se oponen entre sí.
Habremos de estar atentos a si ella promueve una pluralidad de expresiones culturales al interior de las propias comunidades o si termina apelando a una forma “oficial” de ser mapuche o lo aimara. Deberemos saber comprender si las reivindicaciones por control territorial, autonomía jurisdiccional y compensación financiera adquirirán la forma de reclamaciones legítimas y razonables o si se perseguirán más bien como estrategias para adquirir beneficios por cualquier medio. Del mismo modo que no debemos demonizar la plurinacionalidad, sería muy grave si ella se termina romantizando como un movimiento que está exento de cualquier posibilidad de crítica. La legitimidad final de la demanda por la plurinacionalidad va a depender de la forma en que se resuelvan, o no, estos equilibrios precarios.