En un lejano país, a un grupo de estudiantes de economía, les plantearon en un examen lo siguiente:
Comente la siguiente situación: “Suponga usted un país donde el gasto público se ha reducido, aproximadamente un 22 %, pues se han suprimido los estímulos fiscales que existieron el año anterior. A ello se suma el hecho de que ese país tiene que enfrentar una inflación importada que se ubica, por lo menos, entre el 7% o el 8 %. Esa inflación importada necesariamente se traduce en inflación interna –con especial énfasis en el rubro alimentos–, lo cual, a su vez, reduce los salarios reales de los asalariados. A todo ello se agrega una política monetaria restrictiva encaminada a reducir el consumo y la inversión. Además, esto sucede en un contexto internacional en que las tasas de interés del sistema financiero se han elevado, lo cual encarece el costo de un eventual mayor endeudamiento externo”.
La mayor parte del salón –no todos, pues los ambientes demasiado unánimes son siempre sospechosos– respondieron que ese país tendría que enfrentar una cuota no pequeña de inflación, pues la inflación importada no se podría detener con medidas de carácter nacional –dado su carácter de variable externa– ni se podría ignorar en cuanto a sus efectos internos. Además, si el Banco Central es un organismo suficientemente experimentado y eficiente, que sabe cómo conseguir las metas que se propone, es altamente posible que alcanzaría su propósito de reducir el consumo y la inversión, con las consiguientes consecuencias sobre el empleo y el crecimiento.
Pero hubo algunos que, sin negar lo anterior, lo complementarían postulando que, si se reduce la inversión privada, el Estado puede incrementar la inversión pública, para efectos compensatorios de carácter expansivo. Si no tiene plata para ello, se podría recurrir al endeudamiento externo, que, aun cuando caro, es plenamente posible.
Otros, argumentaron que la inversión extranjera no se detiene por unos puntos más o menos en la tasa de interés interna, pues sus decisiones de inversión dependen básicamente de variables externas y de mediano o largo plazo, y que ella puede seguir haciéndose presente en la economía nacional si se le mantienen las seguridades jurídicas presentes en los actuales tratados internacionales vigentes.
También estuvo presente el argumento de que la caída de los ingresos reales podría combatirse por la vía de transferencias directas a los sectores más vulnerables que, además de ser socialmente necesarias, ayudarían a mantener los niveles de consumo más arriba que lo que tendría lugar si se deja actuar solo a las fuerzas del mercado.
Tampoco faltaron algunos que plantearon que la caída del consumo y de la inversión, por efectos de la política monetaria restrictiva no sería tan fuerte como para generar recesión, sino que solo se traduciría en ritmos más pequeños, pero nunca negativos, de crecimiento económico.
Otros pocos postularon que la situación que se visualizaba en ese país generaba condiciones como para caminar hacia una nueva etapa, bien planificada y dirigida, de sustitución de importaciones y de control de cambios, pues no se podía mantener un grado de apertura al exterior tan grande como el que existía hasta ese momento.
El profesor, como era suficientemente sabio, les dijo que la economía no podía dirimir quién tenía la razón, o cuánta razón tenía cada uno. Eso, les dijo, no se puede resolver apelando a recetas o dogmas preestablecidos, pues los instrumentos de política económica no sirven para los mismos fines en cualquier momento y circunstancia. El “qué hacer” se resuelve, en última instancia, por la vía del conocimiento de la situación concreta y por la vía de la jerarquización de los intereses que se desee defender o preservar. En otras palabras, se resuelve en el campo de la política, concebida en la más noble de sus acepciones.