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Nueva estrategia de CTCI: economicismo, utilitarismo y falta de diversidad Opinión

Nueva estrategia de CTCI: economicismo, utilitarismo y falta de diversidad

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Pablo Astudillo Besnier
Por : Pablo Astudillo Besnier Ingeniero en biotecnología molecular de la Universidad de Chile, Doctor en Ciencias Biológicas, Pontificia Universidad Católica de Chile.
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La semana pasada vivimos un evento que se repite más o menos cada cuatro años: la entrega de una nueva “Estrategia” de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación (reunidas bajo el acrónimo “CTCI”), por parte del “Consejo Nacional de CTCI para el Desarrollo”, conocido años atrás como CNIC (cuando su enfoque era la competitividad) y luego como CNID (cuando se amplió su ámbito de interés al desarrollo).

Como suele suceder, el Consejo de CTCI no sorprende mucho. Su modus operandi es relativamente conocido: un consejo conformado por integrantes fundamentalmente de una reducida élite, sin espacio para instituciones y personas que han buscado aportar por años a los debates sobre el eje ciencia-desarrollo; procesos de diálogo relativamente herméticos y acotados (y, nuevamente, convocando solo a ciertas organizaciones y personas); documentos marcados por un lenguaje de corte economicista (conceptos como “economía del conocimiento”, “externalidades”, “captura de actores”, “agentes”, “masas críticas” y “creación de valor”, marcan la Estrategia entregada la semana pasada); y una permanente exclusión de una visión más amplia de la ciencia (que reconozca y valore debidamente su aporte al entendimiento de nuestro mundo), con un carácter excesivamente utilitarista, y en el que se imponen dogmas que se presentan, en esta ocasión, como supuestos “consensos mundiales”.

Existen avances y aspectos positivos en la nueva Estrategia de CTCI, desde luego. Esta incorpora dos grandes novedades, que vienen a resolver una deuda de larga data: la inclusión de la investigación en artes, humanidades y ciencias sociales y su presentación como un eje estructurante de la nueva estrategia; y la necesidad de un desarrollo sustentable (el documento alude de forma constante a la “sustentabilidad y preservación de la biósfera”) y de que las distintas políticas que nazcan de esta estrategia contribuyan a dicho propósito.

En este sentido, la nueva estrategia marca un valioso punto de inflexión, en que el concepto de “desarrollo” (que, una vez más, permanece sin ser definido) comienza, por fin, a ser concebido de forma más amplia, y no como un simple aumento de la competitividad y productividad del país (un giro que comenzó en la estrategia del año 2017, cabe admitir). Sin embargo, esta ampliación del concepto de desarrollo no alcanza para incluir la dimensión cultural de la ciencia. Prueba de ello es que, a excepción de un par de menciones anecdóticas, no existe ninguna referencia, en toda la estrategia, al valor de la ciencia como una forma de ampliar nuestro conocimiento sobre nuestro mundo. El concepto más repetido en la estrategia es, precisamente, el de “creación de valor” (entendida en un carácter supuestamente “amplio”, en palabras del propio documento), por lo que es difícil entender la omisión respecto al valor de la dimensión cultural de la ciencia, siendo que este es, quizás, su “producto” más frecuente (no toda investigación científica termina en beneficios económicos o productivos, por ejemplo).

El línea con lo anterior, no hay ningún interés por valorar y fortalecer la investigación motivada por curiosidad (la propia curiosidad es mencionada solo unas pocas veces, principalmente en el marco educacional, y no como un rasgo propio del ser humano y que motive legítimamente el quehacer de los investigadores). Muy por el contrario, la Estrategia concibe la investigación científica meramente como una forma de “generar valor”, y como una actividad que debe ser puesta “al servicio”, ya sea de prioridades o “desafíos país”, “misiones” y “singularidades del territorio”.

Respecto a esta idea, el principal llamado de la estrategia es a “orientar” la CTCI. Aquí yace otro aspecto llamativo, a la vez que preocupante, de la estrategia: la incapacidad de alcanzar un acuerdo respecto a criterios de orientación. Para quienes han seguido por años estas discusiones, es conocido el hecho de que, en ciertas instancias, predomina el deseo de orientar una parte importante de la investigación científica hacia objetivos determinados. Aunque la necesidad de orientar parte de los esfuerzos en CTCI es justificada, este deseo acarrea dos problemas: primero, se menosprecia constantemente el valor y aporte de la investigación motivada por curiosidad (lo que a menudo se acompaña de una evaluación errada de la supuesta libertad de los investigadores para elegir sus temas de trabajo, y de una visión crítica de su labor, en especial la desarrollada en la academia), incluso para fines aplicados o productivos; y segundo, se deposita una excesiva confianza en la “orientación”, en condiciones que los problemas y desafíos actuales son de enorme complejidad y, por ende requieren de un sistema robusto y diverso, en el que se realice investigación de excelencia en todas las áreas del saber.

Por otro lado, existen –al menos en Chile– varios paradigmas en disputa al momento de elegir criterios de orientación: el de los “laboratorios naturales” (popularizado por exautoridades del primer Gobierno de Sebastián Piñera); el de los “desafíos país” y “retos para el desarrollo” (defendido por el propio CNID, en especial en la anterior estrategia); y el de las “misiones” (popularizado por la economista Mariana Mazzucato). Dado el peso relativo de los defensores de estos diversos paradigmas, la presente Estrategia adopta una postura salomónica, aceptándolos todos como posibles criterios de orientación (un esfuerzo que, dentro de todo, cabe valorar). La forma de decisión final no es algo que aborde la Estrategia, creando así un punto de conflicto futuro, toda vez que, al menos en lo que a políticas de CTCI se refiere, la participación pública no ha sido precisamente una característica del sistema. Además, cabe preguntarse: si tenemos tantos criterios de orientación, y damos espacios a todos ellos, ¿qué lugar quedará para la ciencia motivada por curiosidad en una futura política de CTCI? ¿Qué ocurrirá con aquellas áreas del conocimiento y disciplinas que no tienen una aplicación evidente en los desafíos, laboratorios naturales y misiones identificadas (la Estrategia menciona varias disciplinas, pero existen también numerosas omisiones)?

Mención especial merece, una vez más, el evidente y excesivo utilitarismo de la ciencia que caracteriza a la nueva Estrategia. Como se señaló antes, la dimensión cultural de la investigación, más allá de algunas menciones anecdóticas, se encuentra prácticamente ausente. El concepto de creación de valor, en cambio, atraviesa todo el documento, sin reparar en que la ciencia posee múltiples formas de generar valor. Esta omisión es significativa, considerando el escenario político mundial actual, marcado por una erosión de la valoración del conocimiento (llevando a lo que se ha denominado “la muerte de la experticia”), en particular del conocimiento científico. La omisión también preocupa si se considera el actual debate constituyente y el reconocimiento de la ciencia como un derecho y de la libertad de investigación.

¿Pero cómo se crea valor, según el documento? Si bien en cierto momento se mencionan varias formas en que dicha creación de valor ocurre, la Estrategia parece preferir solo una de ellas: el “empaquetamiento” del conocimiento en artefactos, tecnologías y servicios. Aquí, la Estrategia se aleja en cierto modo de Mazzucato y su idea del “Estado Emprendedor” y declara que es el sector privado el mejor preparado para esta labor (en la sección sobre “complementación público-privada”), con un Estado otorgando “dirección” (el propio presidente del Consejo de CTCI defiende esta postura en una entrevista reciente). En este punto, la Estrategia acusa otro de sus defectos: una visión a ratos simplista respecto a estos fenómenos. Otro ejemplo de lo anterior es la fe depositada en la creación de empleos de mejor calidad como producto de la innovación y emprendimiento de base científica, una premisa puesta en duda por trabajos más recientes (véase, por ejemplo, la discusión de Dan Breznitz al respecto, en su último libro Innovation in Real Places).

En suma, tenemos una vez más una Estrategia que –aparte de las excepciones antes citadas– incurre en algunos de los mismos pecados de sus predecesoras. Esto no es de extrañar, pues estamos todavía ante un Consejo de CTCI que preserva los rasgos centrales de sus versiones anteriores, ignorando una vez más ciertas miradas y visiones e invitando solo a ciertas instituciones y personas, ya sea a “mesas técnicas” o “consultas dirigidas a actores clave” (como detalla el documento). Lejos de honrarse el espíritu de la ley que creó la nueva institucionalidad de CTCI el año 2018 (y que, respecto al Consejo de CTCI, invitaba explícitamente a una “diversidad de disciplinas, enfoques y competencias”), seguimos presenciando en cambio la persistencia de la idea de un “consejo de notables”, las mismas exclusiones de visiones quizás incómodas o que no se alinean con el carácter del organismo, y las mismas viejas formas de concebir el papel de la ciencia en nuestra sociedad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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