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Fuerzas Armadas y movimiento indígena: claves de la gobernabilidad ecuatoriana MUNDO

Fuerzas Armadas y movimiento indígena: claves de la gobernabilidad ecuatoriana

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Por estos días los medios de comunicación siguen atentos a la negociación de los tribunos en la Asamblea Nacional para decidir el futuro del gobierno. Sin embargo, en el caso del Ecuador, la última palabra podría estar en la calle liderada por el movimiento indígena o tras los bastidores castrenses. 


La mañana del miércoles 22 de junio pasado el riesgo de una escalada crítica en Ecuador parecía concretar una pesadilla no calculada por el Gobierno de Guillermo Lasso. Nueve días antes, varias organizaciones, encabezadas por la poderosa Confederación de Nacionalidades Indígenas (CONAIE), comenzaban a propagar la consigna de un paro nacional, al que adhirió la Federación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras del Ecuador (FENOCIN) y más tarde el Frente Popular (FP) de estudiantes y maestros. Para la jornada 22 de este mes, incluso un desdibujado Frente Unitario de los Trabajadores (FUT) se plegaba al activismo de protesta.

En una manifestación del sincretismo político, el acto de arranque de las movilizaciones se desplegó desde los patios de la moderna Universidad Central de Quito, comenzando por un cristiano mantra del padrenuestro en los labios del dirigente principal de la CONAIE, Leonidas Iza Salazar, quien a continuación detalló el decálogo petitorio de demandas. Una era la más relevante: la reducción del precio de los combustibles. Misma medida que el Gobierno se había negado sistemáticamente a atender, deteniendo el 14 de ese mes a Leonidas Iza por algunas horas. El reguero de descontento se extendió como una pólvora. Los cortes de ruta se extendieron a todo el país. Y aun cuando Lasso siguió negociando –y sigue– con la CONAIE, el flanco abierto fue recogido por la Asamblea Nacional ecuatoriana, particularmente por la bancada mayoritaria que responde al correísmo, para abrir la posibilidad de una destitución que descansa sobre una aprobación de 92 de 137 escaños. La remoción constitucional de un presidente responde a lo que la literatura designa como crisis sin quiebre (Kvaternik, 1987; Pérez Liñan, 2007) y es una operación de no siempre fácil articulación.

En cambio, la historia de las interrupciones institucionales ecuatorianas con quiebre es dilatada –casi una treintena–, que en gran medida pasan por golpes de Estado, cuartelazos y motines, en ocasiones con un trasfondo de la lucha entre las regiones, encabezadas por Guayaquil, contra el centro quiteño.

A finales del siglo XX se agregó otro factor de poder: el movimiento indígena cuyo hito indiscutido fue el levantamiento de junio de 1990, que dejó atrás un ciclo reivindicativo para abrazar una fase de protagonismo en la dirección de la protesta, contribuyendo a “politizar” decisivamente a los movimientos sociales (Sánchez-Parga (2007). Ya en 1997 Abdalá Bucaram, antes de ser removido de su cargo por el Congreso, experimentó una ola de movilizaciones de amplio espectro, que iba desde el conservadurismo de élite hasta el sindicalismo antineoliberal y, por cierto, la CONAIE. Los líderes de la protesta emitieron un “mandato” para que el Legislativo destituyera al presidente, lo que hizo después declarar al mandatario “mentalmente incapacitado”.

[cita tipo=»destaque»]Como se ha hecho constante desde la Primavera Árabe, el uso de tecnopolíticas mediante plataformas digitales y redes sociales –como YouTube y Twitter, intensamente usadas antes por Correa desde una posición de autoridad y verticalismo– fue crucial para expandir la indignación popular, así como para eludir a la Fuerza Pública.[/cita]

Los dos últimos golpes de Estado exitosos respecto a reemplazar al titular del poder tuvieron una relevante participación del actor indígena: el 22 de enero de 2000 fue destituido el presidente Jamil Mahuad después de incidentes protagonizados por la CONAIE y militares encabezados por el coronel Lucio Gutiérrez. El movimiento indígena se involucró en la administración nacional populista de Gutiérrez (2002-2005), asumiendo responsabilidades ministeriales, y más tarde contribuyó a la caída gubernamental al pregonar una insurrección popular (el 20 de abril de 2005) que conjugó la intervención de la alta cúpula militar con las protestas callejeras. Es decir, se sumó una red horizontal (movimientos de protestas), encabezada por el liderazgo indígena, y una jerarquía institucional (Fuerzas Armadas, otra forma de red altamente centralizada y vertical) subordinada formalmente al poder político.

Aunque posteriormente el sistema de partidos tradicionales estalló, jalado por las nuevas fuerzas políticas tectónicas, el liderazgo populista de Rafael Correa, protestatario al modelo económico, a partir del 2007 se alió con la organización política indígena. La alianza duró apenas un bienio. Ya en enero 2009 la aprobación legislativa de un nuevo marcó a la actividad minera significó un punto de inflexión en la relación con Correa por parte de la CONAIE. El gobierno fue acusado de extractivismo y más tarde de intentar descorporativizar la influencia indígena adquirida. Correa fue particularmente implacable con la Confederación de Pueblos de la Nacionalidad Kichwa del Ecuador (ECUARUNARI), organización andina que forma parte de la CONAIE, aunque más radical en su oposición que la última. Sin embargo, la principal embestida directa contra Correa provino de la fuerza policial, que golpeó como espolón de proa el 30 de septiembre de 2010, a propósito de la exigencia de un aumento salarial, bajo el expediente de un motín.

Un último episodio crítico lo experimentó el sucesor de Rafael Correa, Lenin Moreno, que rompió con su predecesor para seguir otro camino. Un plan de medidas de reajuste económico implementadas por el nuevo gobierno provocaron descontento popular, aunque ninguna tanto como el decreto 883, que liberalizó el precio de los combustibles, eliminando el subsidio estatal existente. La acelerada subida del diésel encendió la mecha el 3 de octubre de 2019. En el momento de mayor efervescencia movimientista se temió que los manifestantes alcanzaran el Palacio Carondelet, por lo que los manos militares dispusieron la evacuación del presidente, que se reubicó en Guayaquil.

Dos elementos se pueden observar en dicho momento. Primero las movilizaciones alcanzaron un alto nivel de coordinación entre diversos movimientos para combinar actuaciones de conjunto (Morales, 2022). De tal manera que a las organizaciones de mayor estructura –CONAIE, FUT, FP– se adicionaron otras de menor tamaño, como cooperativas agrícolas, gremios del transporte público y desde luego el correísta Movimiento Revolución Ciudadana. Como se ha hecho constante desde la Primavera Árabe, el uso de tecnopolíticas mediante plataformas digitales y redes sociales –como YouTube y Twitter, intensamente usadas antes por Correa desde una posición de autoridad y verticalismo– fue crucial para expandir la indignación popular, así como para eludir a la Fuerza Pública.

Enseguida, fue claro que los militares salvaron al gobierno. Así, el de Ecuador es otro caso de lo que diversas autorías denominan “nuevo militarismo” (Diamint, 2015) o “militarismo cívico” (Rodríguez, 2018), que constituye una nueva forma de incidir de las Fuerzas Armadas en los gobiernos y en la toma de decisiones políticas, ya no mediante la fuerza, sino que invitados por los propios líderes civiles democráticamente elegidos o haciéndose imprescindibles para la sobrevivencia política de los últimos a la manera de una incipiente Guardia Pretoriana.

Por estos días los medios de comunicación siguen atentos a la negociación de los tribunos en la Asamblea Nacional para decidir el futuro del gobierno. Sin embargo, en el caso del Ecuador, la última palabra podría estar en la calle liderada por el movimiento indígena o tras los bastidores castrenses.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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