Resulta inevitable plantearse algunas preguntas como las siguientes: ¿cómo preservar la autonomía de la subjetividad –o, si se prefiere, la libertad del mundo interior– ante los constreñimientos que ejerce la cristalización neoliberal sobre la psiquis de las personas?, ¿cómo superar el neoliberalismo sin incurrir en ‘costos’ humanos mayores de los que él irroga?, y ¿qué tendría que ocurrir para que prosperen alternativas que sean viables a dicha cristalización?
La codicia, el deseo de tener más y la gula por consumir –contrariamente a lo que suelen creer algunos críticos locales del neoliberalismo– no son pulsiones nuevas. Son apetencias milenarias. Tales ansias se han expresado con mayor o menor intensidad en diferentes épocas. Tampoco es necesario llegar al siglo XX o al XXI para constatar que “poderoso caballero es don Dinero”, como decía Francisco de Quevedo a comienzos del siglo XVII. ¿En qué radica, entonces, la peculiaridad del neoliberalismo? En la conjunción y posterior consustanciación de la racionalidad económica con la racionalidad técnica. No hay neoliberalismo sin hegemonía de la técnica. Ella es la que le brinda su característica distintiva.
Solemos reducir la técnica a los artefactos técnicos. Pero la técnica es mucho más que eso: es un modo de razonar; es una manera de encuadrar la realidad; es una manera de leer el universo; es una manera de relacionarse con la naturaleza y sobre todo de encararla y de subyugarla. Es, en definitiva, un modo de razonamiento utilitarista, instrumental, pragmático y eficientista. Quizás, por eso, cualquier persona lo puede aplicar, ya sea de manera consciente o inadvertida, desde el presidente de una gran corporación hasta un narcotraficante. También lo aplican en la vida cotidiana –y se ufanan de ello– todos aquellos que dicen saber venderse (la expresión denota que se asumen como objeto y como mercancía) en el mercado intelectual, en el de la simpatía, en el laboral, o en cualquier otro, con tal de lograr un fin práctico.
La técnica moderna tiene una lógica que es implacable: el afán de perfección, el cual se evidencia en la rápida obsolescencia de los procedimientos y los artefactos. Tal afán le otorga un dinamismo propio que consiste en la constante transmutación y expansión por diferentes dominios. Nuestra época es la época de la técnica. Por eso, la técnica en las últimas décadas se ha transformado en algo así como en nuestra propia sombra: no podemos saltar fuera de ella, no podemos ser lo que somos sin ella. Sin ella no podemos existir y, quizás, sin su mediación muchos de nosotros ya estaríamos muertos y otros tantos no hubiesen llegado al mundo: hubiesen fallecido durante el parto.
La técnica, hoy por hoy, es nuestro camino obligado. En tal sentido es una fatalidad. Intentar echar marcha atrás y regresar al punto en el cual todavía era posible tomar otro rumbo o detener su avance, implicaría no solo renegar de nuestro modo de vida, sino que también supondría sacrificar un número de vidas humanas que no pueden vivir sin su auxilio, sin sus insumos, sin sus artefactos. Por eso ninguna decisión que tenga por finalidad preservar la vida (independientemente del motivo que tenga para preservarla) puede prescindir de la técnica. Ella está presente en casi todos los dominios del quehacer humano y el de la política no es la excepción.
Si se prescinde de ella, a modo de rebelión, se estaría optando por un suicidio colectivo no sangriento. Pero la rebelión en contra de ella sería viable parcialmente si un sector de la sociedad optara por vivir –por decirlo metafóricamente– como un quintral, esto es, profitando de la técnica, pero sin someterse a las exigencias del mundo que ella ha creado. Con las exigencias cargaría la parte restante (sea mayoritaria o no) de la humanidad. Y así los muérdagos serían, una vez más, los privilegiados.
Actualmente, el Estado –al igual que cualquier otra institución compleja– es una entidad eminentemente técnica. Razona y procede técnicamente. Su quehacer está regido por el cálculo utilitario, por el imperativo de la eficiencia y sus actividades se ajustan a planeamientos estratégicos. Sus objetivos se determinan de manera técnica y los medios para alcanzarlos también son técnicos y la evaluación de los resultados también lo es. Más aún: el coste político de las denominadas decisiones políticas se calcula y se evalúa técnicamente. Ni siquiera estas (contrariamente a lo que se cree) pueden substraerse al imperio de la técnica.
[cita tipo=»destaque»]Su obsesión por innovar incesantemente es indicio tanto de la astucia que tiene el capitalismo para transmutarse sin perder su norte como del afán de progreso que anima a la técnica. En ello radica, precisamente, el potencial de supervivencia del neoliberalismo.[/cita]
Pedir más Estado conlleva amplificar aún más los dominios de la técnica. Entendido el Estado no como una entidad metafísica, sino como un aparato burocrático que gestiona y ejecuta políticas públicas. Concretamente, pedir más Estado en la era de la técnica implica pedir más eficiencia, mejor gestión estratégica, más estandarización, mayor economía procesal, mejores resultados, más cobertura. Son los mismos objetivos del neoliberalismo. Este es, en última instancia, muchísimo más que un régimen de propiedad: es un tipo de racionalidad que maximiza beneficios, que optimiza recursos, que convierte todo lo existente (incluido el ser humano) en un insumo para un proceso que, a su vez, sirve a otros procesos. El neoliberalismo es, a fin de cuentas, el imperio de la racionalidad técnica en creciente expansión y que, además, se ejecuta –u operativiza– a sí mismo. En ello radica su carácter demoniaco. No hay neoliberalismo sin imperio de la técnica; más aún: la técnica engendró al neoliberalismo.
En Chile, actualmente, el mayor exponente del antineoliberalismo es el sedicente progresismo. Una fracción de este último (escindida, al parecer, del progresismo clásico) ha devenido, paradójicamente, en una sensibilidad reaccionaria o antimoderna que se rebela en contra del inexorable rumbo que ha tomado la civilización tecnológica. De ahí su nostalgia por lo ancestral, lo chamánico, lo tribal, lo preindustrial y su fascinación con lo esotérico y con prácticas rituales ajenas a las diferentes modulaciones de la ilustración occidental.
Esa variante chilena del progresismo es hija del neoliberalismo, en cuanto es una excrecencia del proceso de modernización acelerada –o, si se prefiere, de racionalización técnica compulsiva– al que fue sometida la sociedad chilena en los últimos cuarenta años. Dicho de otro modo: tal variante es síntoma de la fatiga producida por el despliegue de la racionalidad instrumental; es fruto de la exasperación producida por sucesivas transgresiones; es expresión de la rebeldía que suscitan los imperativos de la civilización tecnológica, a la cual maldice, pero que a la vez necesita.
Por último, cabe preguntarse si la consustanciación del economicismo con la racionalidad técnica se puede derogar sin poner en riesgo la vida de un sinnúmero de personas. Ya sean ellas actualmente beneficiadas o perjudicadas por el producto de tal fusión, es decir, por el neoliberalismo. En la eventualidad de que la respuesta sea negativa, pese al malestar, él no se extinguiría. Pero sí probablemente se reformularía y, quizás, hasta se perfeccionaría. La cristalización neoliberal es proteica. Los dos elementos que la constituyen se potencian recíprocamente. Ellos le otorgan su tesitura específica y lo dotan de versatilidad, creatividad y vitalidad. Así, por ejemplo, su obsesión por innovar incesantemente es indicio tanto de la astucia que tiene el capitalismo para transmutarse sin perder su norte como del afán de progreso que anima a la técnica. En ello radica, precisamente, el potencial de supervivencia del neoliberalismo.
Con todo, resulta inevitable plantearse algunas preguntas como las siguientes: ¿cómo preservar la autonomía de la subjetividad –o, si se prefiere, la libertad del mundo interior– ante los constreñimientos que ejerce la cristalización neoliberal sobre la psiquis de las personas?, ¿cómo superar el neoliberalismo sin incurrir en ‘costos’ humanos mayores de los que él irroga?, y ¿qué tendría que ocurrir para que prosperen alternativas que sean viables a dicha cristalización?